Foster Wallace nació en un barrio de Palma de Mallorca, no estoy mintiendo. En El matrimonio anarquista, el libro epistolar que han publicado recientemente Begoña Méndez y Nadal Suau, ambos escriben sobre la creación conjunta de la institución del matrimonio, y van hilvanando sus cartas con los cuadros de su intimidad doméstica diaria, donde sus tres gatos ocupan un espacio importante. Temprano por la mañana, David Foster Wallace, Pynchon y Winona los despiertan rascando a la puerta para que los den de comer. Probablemente Foster Wallace no sepa que las manos que lo acarician han escrito algunas de las mejores páginas sobre él en España.
Cambiar la piel de toro por la gran ballena blanca
Se dice que los gatos tienen siete vidas, y en el caso de la repercusión de David Foster Wallace, esta sobrevivió a su éxito, a las acusaciones de Harold Bloom de no saber escribir ni tener ningún tipo de talento, a la puñalada de Jonathan Franzen declarando que con el suicidio jugó su última carta para infligir el máximo dolor posible a sus seres queridos y que fue una gran «jugada de promoción en su carrera profesional», a Bolaño criticando su «palabrerío», a Antonio Orejudo expresando por doquier que está sobrevalorado, a su conversión en personaje en una novela de Jeffrey Eugenides y en Los Simpson, e incluso a que Jason Segel lo interpretara en la película The End of the Tour. Podemos decir que Wallace en España cayó de pie y ya no calló, porque su recepción inicial fue paulatina, pero desde el momento de su muerte en 2008 su figura se volvió omnipresente -como dice Fernández Mallo en el relato que le dedica después del suicidio: «Dentro de poco tiempo el Planeta se cubrirá de figuritas de Foster Wallace fabricadas por Lladró», y el proceso de mitificación y de beatificación estuvo a la altura de toda formación del olimpo canónico, con no poca picardía mercadotécnica de por medio (Gonzalo Torné contestaba en una entrevista: «Me han comparado con Foster Wallace, Reza, Knausgård… autores que no he leído…»). El crítico italiano Alfonso Berardinelli escribió que «se necesita a Melville para desmontar el nihilismo de D. F. Wallace», pero no se daba cuenta de que en España Wallace se había convertido él mismo en la gran ballena blanca que todos querían atrapar. O quizá no todos; en este caso, paradójicamente, el veterano capitán Ahab fueron los narradores jóvenes, aquellos que en el momento de la muerte de Wallace no se acercaban aún a los 50. Como apuntaba Juan Trejo en el dossier de la revista Quimera dedicado al narrador estadounidense meses después de su muerte, quien para un grupo de escritores sirvió como aglutinador generacional, no convencía, en general, a la vieja guardia literaria. Ahora que Wallace hubiera cumplido 60 años y que hace 25 de la publicación de Infinite Jest, es momento de recapitular.
A lo que no sabemos si sobrevivirá Wallace es al resurgimiento del concepto de autor en forma de inquisición biografista: desde las quejas de Mary Karr en 2018 al biógrafo de Wallace por no dar la suficiente importancia a los abusos del escritor hacia ella, y especialmente a raíz de la repercusión que tuvieron en el contexto del #MeToo (en España, Laura Fernández, nada sospechosa de no ser afín a la literatura del estadounidense, tituló en El País: «David Foster Wallace era un monstruo»), la presencia de DFW en el imaginario cultural español se ha atenuado, llegando a disiparse su estela por momentos. Contribuye a esto la otra cara del renacimiento autorial en la Península, la traslación de las narrativas del yo al centro del sistema literario. La New Sincerity por la que abogaba Wallace en su propuesta anti-irónica ha tomado en España aires perequianos: impera el me acuerdo en lugar del me atrevo formal wallaceano, que abría las posibilidades narrativas al reconducir la metaficción y la pirueta formal del Posmodernismo hacia una rehumanización autoconsciente y formalmente desprejuiciada. Pero tampoco estampemos oposiciones, todos sabemos cómo ha subido la cotización del yo del gran fabulador que era Wallace tras su suicidio y la publicación de la biografía de D. T. Max en la lectura de su obra.
La infinita angustia de la influencia
La nómina de autores del dossier de Quimera que hemos mencionado anteriormente nos ofrece un buen punto de partida para observar la influencia de DFW en la narrativa española: Juan Francisco Ferré, Germán Sierra, Agustín Fernández Mallo, Eloy Fernández-Porta, Manuel Vilas, Javier García Rodríguez, Robert Juan-Cantavella y Ricardo Menéndez Salmón. A estos se les pueden sumar otros de edades diversas, como Javier Calvo -su traductor por excelencia-, Eduardo Lago -quien mejor lo conoció en persona-, Andrés Ibáñez, Laura Fernández, Jorge Carrión, Vicente Luis Mora, Ce Santiago, Raquel Taranilla, Antonio J. Rodríguez, Rubén Martín Giráldez, Luna Miguel, Javier Moreno, Javier Avilés, Luis Rodríguez, Javier Fernández o Cristina Morales. Aunque autores muy diferentes entre sí, todos beben en alguna medida -algunos se emborrachan, otros se embeben, hay quien moja los labios- del maximalismo wallaceano, de su narrativa desbordante y digresiva, mezcla de enciclopedismo erudito y cultura pop -lo que James Wood llamó el Realismo histérico-, de la temática y el trasfondo del tecno-capitalismo y la cultura del entretenimiento y de la imagen, de la destilación de la sociedad estadounidense, de la interrogación -retórica y signo de los tiempos- por lo real y su simulacro, de los juegos y límites del lenguaje y los juegos de paciencia con el lector cómplice, del aburrimiento como marcapáginas de nuestra época, de las oraciones interminables y la sintaxis precisa, de las influencias filosóficas, de la indagación en la masculinidad, las adicciones, la depresión y el solipsismo, de la autorreferencialidad aplastante, de la superación del formalismo y la metaficción vacuos y cínicos, o de las notas hiperbólicas -Nadal Suau llega a decir que su uso se convirtió en cliché por culpa de los epígonos de DFW-.
Se dice que los gatos tienen siete vidas, y en el caso de la repercusión de David Foster Wallace, esta sobrevivió a su éxito, a las acusaciones de Harold Bloom de no saber escribir ni tener ningún tipo de talento, a la puñalada de Jonathan Franzen declarando que con el suicidio jugó su última carta para infligir el máximo dolor posible a sus seres queridos y que fue una gran “jugada de promoción en su carrera profesional”
Ficción en ON: el «acaso» del Imperio W continúa
Es difícil precisar el grado de influencia que el autor norteamericano ha tenido en la narrativa de estos escritores o su voluntad de imitación -habrá quienes la reivindiquen y quienes (re)nieguen tres veces-, pero sí se pueden rastrear huellas concretas, desde la introducción de citas suyas al inicio de una obra (Nada ilegal, nada inmoral, de Adrián Grant, 2020) o al final (Borges en Estocolmo, de Sonia Dalton1, 2021), hasta la creación de cuentos con él como protagonista (Manuel Vilas o Fernández Mallo). En otras ocasiones la referencia se filtra a través de los personajes o los marcos espacio-temporales: la pareja protagonista de Exhumación (2010), de Luna Miguel y Antonio J. Rodríguez, recuerda mucho a la de «Animalitos inexpresivos», uno de los relatos de La niña del pelo raro, y su homenaje se ve claro cuando usan una expresión parecida, «animalito expresivo», en su narración. El mismo relato parece haber influido en su traductor, Javier Calvo, cuando escribió «El arco iris de levedad» en Risas enlatadas (2001), como señala ya Vicente Luis Mora en varios lugares. En Fresy Cool (2012), de Antonio J. Rodríguez, se habla del caso de un yuppie, Dave Wallace, que en los noventa metió la cabeza en un horno (recuerden La broma infinita) por su sensación de ser un fraude, a pesar de una exitosa carrera en la publicidad (cómo olvidar aquello de Wallace: «Toda mi vida he sido un fraude, no estoy exagerando»). Más adelante también habrá un personaje que diga, en triplete referencial: «Toda mi vida ha sido una nota al pie a los hombres repulsivos». Pero quizá quien más haya jugado con Wallace, siendo a su vez uno de sus críticos más certeros, es Javier García Rodríguez: introduce citas suyas en «Hacia una crítica de la razón ficcional» (Literatura con paradiña, 2017) para ilustrar conceptos de teoría literaria, instituye la Wallace University y el periódico universitario Wallacean Hispanic Papers para localizar un personaje en Mutatis mutandis (2009), narra cómo llegó a su literatura en una crónica sobre «Sweet home Chicago» (Barra americana, 2011), responde a uno de sus relatos de Entrevistas breves con hombres repulsivos en «El día que conocí a David Foster Wallace (Respuesta al “acertijo pop 9”)» (Barra americana, 2011), forma un díptico entre dos de sus relatos, que se suceden: «Ficción, imitación, ventriloquia (Entrevista breve a N. Z. para el relato Homecoming Parade: Oviedo)», en el que Nathan Zuckerman -suponemos- responde, a veces en repulsivo modo, a unas preguntas ausentes, hablando incluso de Wallace («Valiente para morir. Lo tenía todo, el cabrón»), y «El hombre que mató a Liberty (Foster) Wallace o el suicidio como técnica narrativa» (La mano izquierda es la que mata, 2018), que es un caleidoscopio de voces y citas con el suicidio de Wallace como espejo.
Lo real es una marca (JGR)
En el ámbito de la no ficción Wallace ha sido tema y argumento (Fernández Porta, Juan Francisco Ferré, Fernández Mallo, Antonio J. Rodríguez). Ernesto Castro termina la introducción a su libro El trap. Filosofía millennial para la crisis en España hablando de David Foster Wallace, con quien se siente identificado hasta puntos de una comicidad carnavalesca: «Mi identificación paranoico-crítica con el autor de La broma infinita llegó hasta el extremo de que […] me disfracé de él. Pañuelo en la cabeza incluido. Casi me quedo calvo de todo lo que sudé debajo de aquel pañuelo. Esperemos, por mi propio bien, que la emulación no vaya más lejos».
Lo más parecido que encontramos en España a crónicas como «Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer» es La España inesperada (2005), de Gabi Martínez, donde describe sus días en Benidorm, entre otros destinos, sin negar al padre del todo incluido narrativo: «Por supuesto, yo no alegaré que el viaje lo he hecho influido por un megareportaje de David Foster Wallace, que pasó siete noches navegando por el Caribe en el Crucero de Lujo Nadir a gastos pagados por una revista chic de la Costa Este estadounidense. Ni diré que me arrastra un ánimo imitativo, por supuesto, porque mi padre se frotaría la frente, […] y al final quizá afirmaría que, por si fuera poco, encima soy un plagiador». En otro destino (ay, fatum) turístico crónico, Marina D’Or, Ciudad de vacaciones, se sitúa la novela-aportaje (así llama el autor a su reportaje ficticio) El Dorado, de Robert Juan-Cantavella, que también recuerda a aquellas crónicas. Este mismo autor analiza el reporterismo de campaña electoral de «Up, Simba», en La realidad. Crónicas canallas (2016), donde se ve su alineación con el Nueva Periodismo. Otra de las piezas de esta obra es una (falsa) entrevista desquiciada a tres bandas, «Óscar Gual y la novela hacker», donde Dr. Gonzo y Escargot (protagonista de El Dorado), ambos alter ego de Juan-Cantavella, charlan con Óscar Gual. En esa conversación fake se ironiza sobre el éxito desmedido de Wallace y sobre cierta pose de algunos de sus defensores, pues Gual dice que no le gusta La broma infinita, que le aburre, que se repite, ante lo que los entrevistadores se enervan, Escargot saca una pistola y le llama subnormal y Dr. Gonzo no aguanta más y dice que no puede estar en la misma habitación que ese inconsciente.
Esto no quedará aquí: otras formas de continuar el mito
Hasta la frontera de la poesía española, territorio casi indómito, ha llegado Wallace en alguna ocasión, por ejemplo en E-mails para Roland Emmerich (2012), donde Sergi de Diego Mas tiene un verso inequívoco: «La broma infinita del poder», o en Poetry is not dead (2010), de Luna Miguel, donde el primer poema ya contiene el verso «David Foster Wallace Muerto», y otro titulado «Okay, whatever, David» termina con los versos «dejaré de leer tu carta de ruptura / por la página veinte», en los que hay una llamada a nota al pie -cómo no- que abajo indica: «Claire Thompson, antigua novia de David Foster Wallace, dejó de leer su carta de ruptura de 67 páginas cuando aún iba por la página 20». También a los escenarios ha llegado Wallace: Marc Caellas escribió para la escena Entrevistas breves con escritores repulsivos (2011), una adaptación de los monólogos de Wallace interpretados por escritores reales; Juan Navarro y Gonzalo Cunill crean la propuesta escénica En lo alto para siempre (2019) a partir del relato homónimo de Wallace, e Israel Elejalde interpretó durante el confinamiento de 2020 el discurso Esto es agua para los espectadores que quisieron verlo en directo desde casa en un proyecto de la Abadía y Pavón teatro Kamikaze.
Es difícil que DFW se mantenga también en lo alto para siempre, en un trampolín en el que esperan tantos nombres, pero aunque no llegue a ser en España el icono pop o hipster en el que se ha convertido en su país (no hay más que echar un vistazo a las series de televisión -a esto definitivamente no hubiera sobrevivido-), seguimos encontrando huellas de que la ballena blanca todavía anda suelta: hay una librería llamada Foster & Wallace en Vic; el cocinero Chicote se declaraba en Twitter fan de Wallace; Taburete, el grupo de Willy Bárcenas, ha sacado un disco que se llama La broma infinita (2021), y el mismo año Ángel Gabilondo ha contado la fábula de Esto es agua en un mitin. Parece, después de todo, que a veces España se escribe con W.
1. No podía faltar una nota al pie: Sonia Dalton es una escritora argentina, pero dado lo disparatado de su biografía y su carácter de «escritora colectivista, tras la cual se aglutina un grupo de profesores, creadores y ensayistas postchiripitifláuticos», algo de sangre española puede tener.
* Este artículo es parte del proyecto PID2019-104957GA-I00 financiado por MCIN/ AEI /10.13039/50110001103.