Si observamos, desde un punto de vista panorámico, la obra poética de Rafael Argullol contemplaríamos que no se producen cortes tajantes (con la excepción de Poema), pues, a partir de varios núcleos temáticos se crea una nueva caja de resonancia mediante la cual escuchamos la música de Duelo en el Valle de la Muerte, su segundo libro en el que se añade una mirada reflexiva que capta algunas maneras de saltar la mortalidad, modos que se concretan en las voluptuosas correspondencias de la naturaleza y en sus intersticios. Estos límites generan múltiples cruces entre el acto creador y las vivencias existenciales con sus distancias y apegos. Y, entre esos vínculos, se recoge el choque de los deseos con sus apariencias como hecho plural y proteico que disuelve los bordes del verso, haciéndolo cada más amplio y circular. El versículo ensancha el paisaje, lo llena de memoria, pasiones e incertidumbres, pues, si el espacio parece infinito, el poema también debe simularlo. Se explora la sucesión de los días como intento de aproximarse a lo absoluto por medio de una serie de símbolos e imágenes que afianzan este Duelo en el Valle de la Muerte. Esta tentativa se lleva a cabo a través de esa conciencia alegórica que entronca con las interpretaciones estéticas del entorno, un marco geográfico que entrecruza ese sentido real y ese sentido figurado: Golden Canyon, Delvils Cornfield, Zabriskie Point, Desolation Canyon, Dante’s View, Hells Gate y el cierre con Death Valley. Partes que son caminos, caminos que se hacen versos. Cada lugar se convierte en texto poético con sus estratos significativos y sus identidades, todo ello amarrado a las consiguientes mutaciones y purgas: «Nada, sino este huero llano, / te contempla. / Nadie, sino aquel de quien huyes, / te aguarda. / Nada, sino tu obstinación, / te alienta» («Mediodía en Zabriskie Point»).

Todos esos lugares y todos esos poemas representan las ramas de una unidad: un poema-libro que se despliega en un arco temporal que va del amanecer a la noche total. A partir de las ruinas de ese todo, se fragmenta el viaje alucinado con sus instantáneas y sus permanencias, partes de un movimiento luminoso que dibuja la elipsis mediante la cual se construye el collage de los pensamientos con los sentimientos. Y, asimismo, en esa enunciación sugerente se exponen diversas capas reflexivas y estilísticas. Durante ese tránsito se sintetiza la naturaleza con sus muertes y sus vidas, se extrema la mezcla de sugestión y observación, y se profundiza en los colores del pensamiento como continuación del propio espacio.

De nuevo nos llega con Duelo en el Valle de la Muerte ese deseo de Rafael Argullol por llegar a lo esencial: el inmortal instinto de la belleza (al fondo, Baudelaire) y para ello se arma ese escenario mítico en donde «nombrar» se trueca en un modo de renacer en las cosas y en los seres. Así, la dimensión metafísica encaja con la dimensión musical del pensamiento a partir de ese verso de largo aliento y de origen bíblico: una vuelta al punto cero para que pasemos a la casa de lo sagrado perdido, de lo sustantivo olvidado (al vencer la tentación de la nada alcanza a vencerse a sí mismo).

Si en las anteriores entregas poéticas teníamos esa visión de poema único, este enfoque se corrobora en los dos siguientes poemarios, El afilador de cuchillos y Poema de la serpiente. Ambos están forjados como guía para llegar al centro del laberinto. En el primero de ellos, los treinta y tres poemas forman un compendio unitario con sus momentos personales e históricos, de visiones que aparecen y se desvanecen, caminos dobles en donde el aprendiz se vuelve maestro. Después de trece años de silencio poético en castellano, Rafael Argullol regresa con un libro que encaja perfectamente en uno de sus versos: «Entre el anciano que observa y el niño observado» («El ángel espurio»), entre los escombros de las vivencias con sus estragos y sus hundimientos. Todo enmarcado en un rastreo espiritual y corporal que sirve de guía para los sentidos; un rastreo que comienza como finaliza (el fin es el principio y viceversa): «Recuerdo las calles de la ciudad / el día de mi muerte […]», («El goteo»); «Recuerdo las calles de la ciudad / el día de mi nacimiento […]», («El cuchillo»).

Pero este retorno guarda algunas divergencias con los dos libros de poemas anteriores. El hermetismo y la abstracción se rebajan y con ese recorte también empequeñece la forma versicular. El signo disecciona la realidad entre el logos y la pasión, entre el tensar y el destensar del conocimiento. Poesía del pensamiento, cuyos referentes españoles los tenemos en Miguel de Unamuno y Luis Cernuda, y que Rafael Argullol intensifica mediante el enlace de los contrarios, de lo paradójico y de lo complementario, en cuanto a que se potencia el reto para el lector de no pasar de puntillas por cada verso. A través de la expresión de las ideas, suenan las palabras y por impulso se mantiene siempre una relación carnal con las mismas, con esa mezcla de maravilla y de horror.

No obstante, estas alturas también tienen sus altiplanicies, en este caso, las de lo urbano. Tanto textual como vitalmente, la ciudad da entrada a la contemplación de lo cotidiano, al fingidor de máscaras, para llegar a la mejor idea de uno mismo, algo que observamos en diversos poemas: «El padre oscuro» o «El subsuelo». Y en ese estado urbano se nos enseña que la periferia ha perdido sus contornos, que su dimensión resulta efímera y que dentro de cada ciudad hay muchas ciudades igual que «se encarnan mil cuerpos en el nuestro».

Con la urbe también viene otro tipo de la teatralidad: la de lo carnavalesco y lo absurdo, pero también la del hogar y sus exilios. Esta exploración entre personaje y persona se imagina de forma oblicua, como juego de espejos, en donde se finge la autobiografía como búsqueda lúdica para conjuntar aquello que somos y aquello que no somos. En este punto, el rostro se resiste a reducirse a la máscara y a la parte ilógica del carnaval diario, el cual no sólo es un retorno temporal de ese carrusel de bocas al caos primigenio, sino que ese estado transitorio se convierte en un zumbido duradero. No obstante, la palabra sigue siendo, con sus matices, la morada: «No quiero sólo el inocente nombre, el puro: / los quiero todos, también el portador de la sangre, / el negro tesoro que acumularon las violencias», («El rey efímero»).

Desde este theatrum mundi se mezcla lo ficticio con lo real y viceversa, y empieza a ensancharse el radio de acción de la preocupación social y cívica, pues estaba de un modo latente y tangencial en los primeros libros, pero tanto en este poemario, El afilador de cuchillos, como en Poema de la serpiente se despliega esa conciencia que se diversifica en varios aspectos, uno de ellos se exterioriza a través de la degradación de la cultura, a través de las cargas que se le imponen para minimizarla. Náufragos y trásfugas de la realidad. Regresar no para recordar, sino para salir del tiempo. La vuelta al origen, ese que sueña con regresar a sí mismo. En esa historia plural que se cincela con elegancia, con gran belleza, Rafael Argullol encuentra las claves de esos claroscuros en exploraciones personales paralelas a las históricas: temas universales como el universo, el tiempo o la historia se enlazan con la querencia de los mitos, con su vitalismo y con la finalidad de conservar su mensaje espiritual. Estos círculos concéntricos brillan en el chispeo visionario de la coralidad de este irracionalismo realista, dentro esta poesía del nosotros.

Esa teatralidad anteriormente aludida se transmite con mayor fuerza en la siguiente entrega de Rafael Argullol, Poema de la serpiente, obra en la que sobreviven algunas preocupaciones formales y argumentales básicas como la concepción de la obra en su forma unitaria y única. A partir de la nota preliminar, el autor contextualiza el texto poético y nos dice que durante el periodo primaveral de 2002 surgió por parte del grupo teatral La Fura dels Baus la propuesta de escribir poemas con la finalidad de intercalarse en la representación de La flauta mágica. Aunque todo encargo lleva algún tipo de sometimiento a unas directrices, Poema de la serpiente sale fresco, limpio, sugerente, sin que la falta de espontaneidad o la prefiguración de temáticas le rebajasen vigor y autonomía. Cada poema lleva por título un número que aporta desapego y liviandad, en donde lo lírico se entrecruza con lo crítico y todo está enmarcado en el escenario de la página, creando diferentes puntos de convergencia entre lo poético, lo moral y lo teatral. Cada afinidad acaba en ese ahondamiento de la palabra austera que marca un antes y después en la poesía de Rafael Argullol. Esta contención poética encuentra su envés al crear un ambiente afín en donde las cuestiones transcendentales y metafísicas se convierten en la médula espinal. En este poemario, cada poema es la anatomía de una desilusión, es decir, una verdad en sí misma. El poeta ha dejado de engañarse, ya no crea el espejismo de inventar asideros, ahora tan solo ofrece resistencia a través del arte. Ese vértigo, ese vacío, esa nada maciza y creciente se nos desvela sin sentimentalismos, en el aprendizaje que aporta la palabra para saber morir. Este hecho está estrechamente relacionado con un discurso más oral, pues Rafael Argullol sabe que la palabra teatral le restituirá a la palabra poética su corporeidad sonora, el énfasis y sus matices necesarios, en fin, una vuelta al origen.