En cuanto a los enfoques esencialistas (primordialistas), parecen poco o nada convincentes desde el punto de vista empírico, ya que la idea romántica de una esencia estable y compartida es muy discutible, tanto como la existencia de una diferencia genética capaz de explicar el éxito o el fracaso de un «pueblo». Dentro de un mismo grupo humano existen niveles de diversidad genética e idiosincrática tan altos que resultan incompatibles con la uniformidad exigida por el esencialismo. No obstante, el primordialismo tiene el acierto de poner sobre la mesa dos hechos importantes. De una parte, a pesar de las inconsistencias empíricas y lógicas que presentan las ideas de nación, identidad nacional e identidad étnica, la identidad colectiva puede y debe ser tomada como un factum, toda vez que dentro de una comunidad existen ciertos apegos originales e irracionales basados ​​en la sangre, la raza, el lenguaje, la religión, la región, etcétera. Se trata, según Clifford Geertz [6], de lazos inefables y coercitivos, resultado de un largo proceso de cristalización. En buena medida, los estados modernos se superponen a esas realidades primordiales que son los grupos étnicos o las comunidades locales, especialmente fuera del continente europeo. En opinión de los primordialistas, la identidad étnica está profundamente arraigada en la experiencia histórica de los seres humanos. De otra parte, el primordialismo enfatiza el tipo de relación familiar, entrañable y de sentido común que los miembros de cualquier comunidad mantienen hacia sus formas de vida, creencias comunes y criterios éticos y estéticos. Esa inmediatez hacia su mundo cultural es decisiva para comprender el fenómeno nacionalista y, más que a una esencia colectiva primordial y perenne, apunta al conjunto de estructuras y mecanismos cognitivos y emocionales, de carácter universal, que procesan la percepción del entorno social y las creencias compartidas de una comunidad.

Recientemente, la contestación académica al modernismo ha dado un nuevo giro. En 2013, Azar Gat y Alexander Yakobson publicaron, con notable éxito editorial, Nations: The long history and deep roots of political ethnicity and nationalism[7]. El ensayo constituye una interesante y polémica interpretación del fenómeno nacionalista desde una óptica naturalista, al menos en lo que se refiere a su consideración como fenómeno transcultural y, hasta cierto punto, transhistórico. Gat y Yakobson mantienen tres tesis que se presentan como alternativa de la interpretación modernista[8]. En primer lugar, que el nacionalismo y la etnicidad están estrechamente asociados, en contra de lo que el nacionalismo democrático está dispuesto a admitir. En segundo lugar, que el nacionalismo es una forma particular de un fenómeno más amplio que es la etnicidad política, la cual puede existir sin los elementos de ese paradigma y, por lo tanto, sin nacionalismo estrictamente dicho. Por último, que la etnicidad ha sido siempre muy relevante en la conformación de las comunidades políticas, y que no debe ser desdeñada frente a otros aspectos normalmente considerados más decisivos (dinastía, ciudad-estado, religión, imperio, etcétera).

Aunque controvertida en algunas de sus tesis, el ensayo de Gat y Yakobson pone patas arriba el marco historicista al discutir la interpretación modernista que hace de él un fenómeno fruto de variables estrictamente sociológicas y políticas y se reivindica como un buen ejemplo de integración de los programas de investigación naturalista y científico social. El nacionalismo, como tantos otros fenómenos culturales, no puede ser contenido en el ámbito de la esfera cultural y simbólica. Sin negar un ápice de valor a las tesis modernistas, es preciso reconocer que en el nacionalismo resuenan, al menos, otros dos fenómenos transculturales, a saber, la pulsión tribalista y étnica que emerge una y otra vez bajo innumerables formas de membresía y la entrañable inmediatez cognitiva y emocional que liga a cada individuo con su mundo cultural más inmediato.

La resiliencia del fenómeno nacionalista

Aunque algunos de los hechos históricos más celebrados son inseparables del impulso nacionalista –como las revoluciones burguesas que jalonan la historia británica, francesa y americana–, las traumáticas experiencias bélicas del siglo XXy los esfuerzos de integración pacífica posteriores han terminado por proyectar, en un mundo globalizado, una imagen envejecida y desgastada del nacionalismo. Los delirios fascistas en Europa, vinculados a las ensoñaciones nacionalistas germanas, y los odios cainitas entre grupos étnicos dispersos por áreas tan distantes del planeta como los Balcanes, el Kurdistán, Ruanda, Cachemira, Líbano, Darfur, Panyab o Palestina, han contaminado fuertemente el discurso nacionalista hasta el punto de orientar la política internacional hacia la creación de estructuras e instituciones capaces de arbitrar y frenar las ambiciones nacionales que, durante doscientos años, fueron el origen de graves conflictos bélicos.

A pesar de ello, los últimos años han visto cómo el nacionalismo regresaba al primer plano del debate político y académico. Es evidente que, en buena medida, esta recuperación del discurso nacionalista está ligada a los avatares económicos, políticos e institucionales de un tiempo convulso. Entre otros, la frustración de las clases medias y trabajadoras frente a los efectos del mercado mundial sobre la producción en los países ricos, cuya mano de obra es hoy menos competitiva, la reorganización política del espacio europeo tras la caída del muro o el deseo de las élites de ostentar el poder político pleno en sus territorios.

Sin embargo, no parece que estos hechos coyunturales sean los únicos responsables de dicha recuperación, pues hay algunas evidencias que apuntan a la irreductibilidad del nacionalismo a factores o procesos puramente socioeconómicos, políticos o estratégicos. En nuestra opinión, el nacionalismo presenta tres rasgos que se encuentran en todo fenómeno identitario y que remiten a la acción de mecanismos cognitivos y emocionales evolucionados: a) la decisiva mediación de lo local en la interpretación pragmática de los significados culturales compartidos; b) la existencia de un magma imaginario y emocional difuso, pero perceptible, en el seno de las poblaciones que se sienten nación; y c) el fuerte sentimiento de pertenencia e identidad étnica que se manifiesta en muchas de las reivindicaciones nacionalistas.

La fuerza de lo local

El reverdecimiento nacionalista constituye un fenómeno paradójico cuando creíamos estar viviendo el tiempo de la globalización. La globalización cultural supone la estandarización de las expresiones culturales en todo el mundo y ha sido interpretada como una tendencia capaz de homogeneizar la experiencia humana cotidiana en todas partes. Sin embargo, esta predicción resulta más que discutible.

Hay varias razones para creer que la globalización no puede aplanar lo local hasta hacerlo desaparecer. En primer lugar, las grandes significaciones culturales –y sus formas institucionales– adquieren su valor performativo en el contexto inmediato de experiencia en que se manifiestan. Por ejemplo, un mismo catecismo –como el católico– puede dar cobertura a las más heterogéneas interpretaciones, desde la revolucionaria teología de la liberación hasta el más conservador Opus Dei, y, aún dentro de estos movimientos, a formas locales derivadas de ellos. En segundo lugar, ninguna cultura ha sido homogénea. Todas las culturas albergan fuertes dosis de diversidad interna vinculada a diferencias territoriales, socioeconómicas, lingüísticas, folclóricas, históricas, etcétera. La diversidad y el particularismo son la norma, incluso dentro de un marco cultural común como pueda ser la cultura francesa, española, italiana o norteamericana. No digamos dentro de unidades territoriales e históricas más complejas, si cabe, como India o China. No es razonable pensar que la cultura globalizada pueda seguir un proceso diferente, estrictamente convergente, en contra de lo que la experiencia muestra como patrón normal de evolución y cambio cultural.

En tercer lugar, la globalización no es un fenómeno enteramente nuevo y podemos anticipar su dinámica futura. Aunque los mecanismos globalizadores son hoy extraordinariamente intensos y novedosos, no es la primera vez que un fenómeno global se extiende. Hay algunos ejemplos del pasado que pueden servirnos de guía para pronosticar el futuro. Pensemos, por ejemplo, en la cultura romana y el latín o la cultura española en América. La romanización extendió la cultura latina como nunca antes había ocurrido con ningún otro marco cultural. Sin embargo, a pesar de que las costumbres, instituciones, lengua y creencias romanas fueron importadas por todo el mundo, el proceso de diferenciación fue incesante, tanto en lo lingüístico como en lo cultural y político. Otro tanto ocurrió con la cultura española, hibridada una y otra vez en América. El nacionalismo responde a este mismo tipo de procesos y dada la fortaleza de las culturas locales y la incesante diversificación de la experiencia colectiva, es difícil argumentar que realmente exista o pueda existir una cultura global.

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