Este hecho permite entender la diversidad y la incertidumbre que acompaña todo proceso social, político y, en general, histórico, así como las innumerables inconsistencias que jalonan la vida individual y colectiva. Por ejemplo, ni la España del nacionalcatolicismo fue enteramente españolista, a pesar de todos los esfuerzos del régimen, ni la España actual es autonomista y respetuosa con las singularidades históricas, por mucho que lo afirmen las leyes o lo repitan los discursos políticos y mediáticos. La más intensa y metódica proyección de un imaginario colectivo es insuficiente para penetrar las vidas y las conciencias de los ciudadanos si no se permean las redes microsociales que determinan, mediante sus balances valorativos, qué es lo verdadero, lo bello y lo bueno. Estas mismas afirmaciones pueden proyectarse ahora sobre el imaginario catalanista y el tejido social de Cataluña.

Otro tanto podemos observar si analizamos el auge y declive del nacionalismo radical vasco, proetarra. Además de las decisivas medidas policiales y políticas que articularon España y Francia, fue necesario el cambio de actitud valorativa de las redes microsociales que amparaban, en cada contexto local, la acción de los jóvenes cachorros de ETA. La imagen pública del terrorismo etarra no se transformó como consecuencia la debilidad lógica o empírica de sus argumentos políticos, sino por el cambio de signo valorativo del gudari y su estigmatización en los corrillos y burbujas del microtejido social que lo amparaba. Incluso el miedo, una pieza fundamental de la estrategia terrorista, requiere esas mismas redes micro para extenderse, como también el valor de la resistencia precisa de ese soporte para hacerle frente.

En segundo lugar, nuestra naturaleza assessor hace del hombre un ser de creencias. La palabra creencia designa aquí aquella parte del saber de un individuo que, adquirido mediante aprendizaje social, consigue su condición de saber y su valor de verdad como resultado del refuerzo social que recibe cuando comparte las prácticas sociales de su entorno inmediato y es reconocido como practicante y aprobado por los otros significativos. Esa compleja realidad que llamamos cultura mantiene en circulación innumerables contenidos y prácticas que responden a este origen. Su presencia se extiende por ámbitos tan diversos como el arte y la moda, la religión, el intenso sentido de pertenencia a ciertas comunidades virtuales como las deportivas, la identificación con movimientos ideológicos y sociales, la integración en tribus urbanas, o la sensibilidad nacionalista. Dicho de otro modo, la cultura se expresa y sostiene como un sistema de creencias.

Por ejemplo, en los grupos religiosos, los creyentes parecen experimentar un intenso bienestar que ellos tienden a atribuir a la verdad de sus creencias, invirtiendo la dirección real del proceso, es decir, ignorando que son las sensaciones de bienestar que experimentan en compañía de sus compañeros de comunidad, acogedores y empáticos, las que dan valor epistémico a sus creencias. Idénticos argumentos pueden aplicarse a la pasión de los aficionados de un club de futbol, a un grupo de moteros o a los seguidores de un grupo de música pop. Pero también es inseparable el bienestar de la experiencia política del nacionalista, cuya patria y tradición encierran una verdad, belleza y bondad que él atribuye a la objetividad de sus creencias y a los valores intrínsecos de su cultura e historia, y no a la emoción y el bienestar que le invaden en sus prácticas colectivas y en los encuentros con otros individuos animados por unos mismos aprendizajes emocionales. La entrañable identificación del nacionalista con su tierra, sus paisajes, su lengua y sus tradiciones obtiene su fuerza de la inmediatez irreflexiva de sus experiencias de bienestar acumuladas en innumerables microescenas sociales, recuerdos que permean y construyen una identidad.

Por último, debemos reivindicar un papel protagonista específico para las emociones positivas por su decisiva contribución a otorgar solidez y sentido a las creencias, prácticas, valores morales y preferencias aprendidas en cada contexto local. Parafraseando el conocidísimo título de la obra de Freud, utilizamos la expresión bienestar en la cultura para destacar el papel jugado por las experiencias de bienestar en la vida social de nuestra especie como un instrumento que confiere solidez y seguridad epistémica, estética y moral a nuestro mundo de experiencia y a nuestra experiencia del mundo. La teoría social ha descuidado a menudo la presencia de un mundo emocional de baja intensidad, camuflado y silencioso, que se expresa en el orden de la vida cotidiana, en la normalidad del acontecer de la vida más prosaica y común. Cuando enfocamos ese mundo microsocial encontramos miríadas de experiencias emocionales que tiñen la transmisión cultural y los aprendizajes de una decisiva significación.

El aprendizaje de una identidad cultural, como la identidad nacional, se produce como resultado del trenzado de contenidos, prácticas y valores desencadenados en y por el grupo social. No sólo aprendemos una lengua, practicamos unos usos y costumbres determinados o interaccionamos con los espacios y ambientes concretos que nos son dados, sino que aprendemos tales cosas como buenas, bellas y verdaderas. Estas microexperiencias emocionales, que acompañan las prácticas, objetos, procesos, espacios y tiempos cotidianos, permiten ordenar el mundo de la vida en términos valorativos y trazar asimetrías que se alimentan del bienestar y el reconocimiento tanto como del rechazo, la repugnancia y la exclusión.

Para seguir pensado

El naturalismo ofrece a las ciencias sociales buenas razones para situar la microsocialidad humana en el foco de su mirada. Puede iluminar mejor la comprensión de fenómenos paradójicos como la coexistencia simultánea en un mismo espacio y bajo una misma cobertura cultural de dos o más identidades nacionales diferenciadas y aisladas, encerradas en sus burbujas respectivas de redes microsociales. O la conversión de un extranjero en un nacionalista convencido o la desconcertante disidencia de un nacionalista arrepentido. Los imaginarios nacionalistas, como los de cualquier otro gran relato, carecen de poderes socializadores al margen de la mediación de las redes microsociales, y éstas son generadoras incansables de incertidumbre y diversidad.

Así pues, un prometedor punto de encuentro entre las ciencias sociales y el naturalismo surge en el nivel microsocial, un espacio genuinamente socio-lógico. Hemos convenido denominar socialidad originaria a esta forma primigenia de orientación interactiva, expresada en términos de nuestras habilidades cognitivas, emocionales y relacionales, que articulan cualquier forma de organización social empírica. La socialidad originaria representa el ruido de fondo que permanece constante en el desarrollo de la historia de las formas sociales, la gramática profunda de nuestra sociabilidad y la mecánica íntima de la dinámica cultural.

Parafraseando a Ricoeur a propósito del símbolo: La socialité donne à penser.

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