Sentimientos
El nacionalismo es un fenómeno intensamente emocional y, aunque las emociones no agotan su complejidad, difícilmente podríamos comprenderlo al margen de ellas. Es precisamente esta centralidad del componente emocional lo que ha hecho del nacionalismo un factor de movilización social de primer orden y, al mismo tiempo, una causa de desestabilización y conflicto. Las élites políticas y los regímenes populistas conocen bien el poder de las emociones para desencadenar procesos políticos, lo han usado a lo largo de la historia y lo siguen haciendo. Aunque no es menos cierto que tales estrategias políticas no serían posibles si, al mismo tiempo, la ciudadanía no percibiese la nación y la identidad nacional como algo real y pleno de sentido.
Sólo en el ámbito académico nos hemos permitido el lujo de fantasear con un mundo social dominado por argumentos puramente racionales y estructuras políticas moralmente ejemplares, al margen de la fuerza de las pasiones, como si lo racional o lo moral pudieran existir separados de ellas. Sin embargo, cualquier abordaje de la cultura política debe incluir como parte esencial del explanans el componente sentimental. Las emociones son una variable decisiva en la formación de la identidad personal y colectiva, en la formación de creencias, en la adhesión a un marco ideológico, en la movilización social y en la formación de los juicios morales y estéticos.
El universo emocional del nacionalismo es muy rico y se organiza en torno a tres núcleos. En primer lugar, podemos considerar aquellos sentimientos que configuran su dimensión ideológica, es decir, que se acompañan de representaciones e imágenes más elaboradas. Encontramos ahí una constelación de emociones girando en torno a las ideas de patria, pueblo, tierra, pertenencia, soberanía y un origen y destino comunes. Se trata de sentimientos de solidaridad, empatía, orgullo, determinación, comunión, amor, pertenencia, reconocimiento, obligación, etcétera. En segundo lugar, el nacionalismo posee también una dimensión reactiva que se pone en marcha cuando la identidad nacional se siente amenazada. Estas actitudes defensivas se activan cuando la amenaza es material, como en una confrontación bélica o en una colonización, o cuando se percibe una amenaza simbólica, como en las reacciones xenófobas que tantas veces acompañan al fenómeno migratorio o se manifiestan en el rechazo a la influencia cultural dentro de un mismo país o entre naciones diferentes. En tales circunstancias, aparecen emociones vinculadas a la esfera de la indignación, el agravio, el rechazo o la exclusión, que pueden dar lugar a acciones reivindicativas más o menos intensas, más o menos violentas. El tercer grupo de emociones y sentimientos no es menos decisivo. Incluye las manifestaciones de bienestar que acompañan las ocasiones festivas de las que se alimenta la experiencia colectiva y folclórica de una sociedad con una fuerte identidad nacional. Son emociones y sentimientos poderosos que activan los circuitos socioemocionales de la vida comunitaria, alimentan la identidad común y se presentan en los escenarios sociales creados a tal efecto por la tradición y las instituciones políticas.
El papel jugado por las emociones en el nacionalismo pone de manifiesto la relación íntima entre este fenómeno y otras formas de asociación ancestrales, como el parentesco y el tribalismo, cuyas bases psicobiológicas conocemos bien. Lo que es tanto como decir que, tras su apariencia moderna, se expresan mecanismos prosociales muy antiguos. Asimismo, muestra que la dimensión conceptual del nacionalismo, la que articula los discursos políticos, es insuficiente para dar cuenta de la experiencia nacionalista tal y como tiene lugar en la mente y la vida cotidiana de la gente. La conexión entre nacionalismo y emocionalidad pone de manifiesto, más bien, que estamos ante un fenómeno ligado a estructuras motivacionales arcaicas, que movilizan emociones básicas como el miedo y el recelo, por una parte, y el bienestar y el apego, por otra.
Tribalismo y etnicidad
La resiliencia del nacionalismo como fenómeno político y cultural parece estar ligada también al fenómeno conocido como etnicidad. Se acepta comúnmente que la consideración de una población como grupo étnico se produce cuando es posible atribuirle una diferencia e identidad cultural singular que la convierte en un «pueblo». Habitualmente, se admite que este carácter distintivo se expresa en el lenguaje, la música, los valores, el arte, los estilos, la literatura, la vida familiar, la religión, el ritual, los alimentos, los nombres, la vida pública y la cultura material. En ocasiones, la «sustancia» étnica incluye también ciertas marcas físicas y biogenéticas, como el color de la piel u otros rasgos similares que actúan como marca de clase, aunque la etnicidad no se confunde con la «raza» –un concepto en desuso dado que resulta conceptualmente inadecuado para nuestra especie y se acompaña de un fuerte estigma moral–. Esta totalidad cultural, que se manifiesta a lo largo de la vida sociocultural de una población, caracteriza el concepto de etnicidad.
Desde un punto de vista político, la etnicidad confiere a la población la identidad compartida de un «pueblo» y presta a las reivindicaciones nacionalistas un conjunto de argumentos de apariencia sólida. Además, en la medida en que el sentimiento étnico forma parte de la psicología popular, los intereses instrumentales de las élites políticas entran en sinergia con la autopercepción del pueblo como tal, confiriendo veracidad e intensidad a sus reclamaciones.
Aunque la trágica experiencia acumulada en los últimos cien años ha reorientado el discurso nacionalista hacia reivindicaciones fundadas en la singularidad cultural, la autonomía democrática de los pueblos y el silenciamiento de cualquier referencia a la exclusión y el racismo, lo cierto es que el sentimiento de pertenencia (inclusivo) camina indisolublemente unido al de diferencia (excluyente). Tanto uno como otro son experiencias universales que se reproducen una y otra vez en múltiples niveles de complejidad y contextos locales. En toda forma de membresía late esta polaridad cuya presencia es anterior a la elaboración conceptual de cualquier identidad. En cierto modo, las identidades existen por contraste, por diferenciación frente a otras, hasta el punto de que resulta más sencillo identificar al otro que definirse a uno mismo. Si estas observaciones son correctas, la pulsión étnica está entre nosotros para quedarse.
Las raíces filogenéticas del tribalismo y la etnicidad
El nacionalismo se presenta también como una manifestación contingente de un fondo antropológico constante, ancestral, sostenido por la combinación de dos rasgos de nuestra naturaleza. Por una parte, como señalan Gat y Yakobson, el nacionalismo es subsidiario del tribalismo y la etnicidad que acompañan la experiencia de todo individuo en tanto que parte de una identidad colectiva mayor. Por otra, como intentaremos demostrar en el siguiente epígrafe, el nacionalismo es efecto de la maquinaria cognitiva y emocional mediante la que aprehendemos la realidad y le damos valor, un tipo de aprendizaje que hizo posible en nuestra especie la conversión de la cultura en un sistema de herencia a través de la enseñanza y el aprendizaje social.
En la raíz evolutiva de las identidades colectivas se encuentra activo un complejo conjunto de mecanismos bio-psico-sociales surgidos durante la evolución de nuestra especie. En primer lugar, encontramos la necesidad emocional de ser un miembro aceptado de un grupo, es decir, la necesidad de pertenencia [9]. Ya se trate de la familia, amigos, compañeros de trabajo, una religión o algo más, la gente tiende a tener un deseo «inherente» de pertenecer y ser una parte importante de algo más grande que ellos mismos. Esto implica una relación que es mayor que el simple conocimiento o familiaridad, pues exige dar y recibir atención de otros. Esta necesidad de pertenencia incluye como elemento decisivo las experiencias y emociones positivas derivadas del contacto emocional gratificante y entrañable con los otros.
En segundo lugar, los seres humanos nacen en el seno de pequeños grupos familiares donde establecen sus redes de parentesco. En esos grupos maduran cognitiva y emocionalmente, aprenden innumerables estrategias esenciales para la supervivencia y la reproducción, adquieren una cultura local singular, transmitida mediante aprendizaje social y enseñanza y establecen alianzas y compromisos cooperativos que serán cruciales para la supervivencia individual y colectiva [10]. Aunque las redes de parentesco se presentan amparadas por complejas justificaciones simbólicas y narrativas que son genuinos productos culturales, es evidente que su existencia se explica, en términos filogenéticos, por el impulso de mecanismos evolucionados que utilizan marcadores de cohabitación, crianza conjunta, comunidad de cuidadores y familiaridad. Estos marcadores son signos habituales de parentesco genético en el marco de los escenarios evolutivos ancestrales e impulsan y refuerzan los procesos de cooperación para beneficio mutuo.
En tercer lugar, los seres humanos poseen una fuerte propensión a la identificación étnica o tribalismo. Los grupos de nuestra especie son significativamente mayores que los grupos de otras especies de primates [11], pues la sociabilidad humana permite e impulsa la vinculación con colectivos muy amplios con los que ni siquiera se interacciona cara a cara, distantes en el espacio y en el tiempo, y vinculados mediante relaciones virtuales o simbólicas. Se ha dado en llamar instinto tribal a esta tendencia, cuyo origen se identifica, a su vez, con la acción de varios mecanismos[12].
Por una parte, nuestra psicología tribal parece ligada a nuestra capacidad general de categorizar los estímulos. Nuestra percepción del mundo social está marcada por nuestra tendencia a dar sentido al entorno mediante la formación de clases de objetos [13]. Del mismo modo que identificamos plantas o animales en categorías, también identificamos la pertenencia social a grupos como signo distintivo. Estas categorizaciones, además, están orientadas a determinar el tipo de respuesta proactiva o reactiva hacia aquello, objeto o individuo, que categorizamos. En el caso de la categorización social, la pertenencia o no a la propia categoría –el propio grupo familiar, clan, tribu, etnia o nación– se traduce en una disposición cooperativa o, por el contrario, competitiva y recelosa.