Por otra parte, los seres humanos se caracterizan por una sociabilidad muy acusada que, paradójicamente, se expresa como hostilidad hacia los miembros de otros grupos. La primera parte de esta tesis es fácil de explicar, ya que es el correlato de la necesidad de cooperar y esperar reciprocidad dentro del grupo en situaciones de escasez y necesidad, las habituales en los escenarios evolutivos. La segunda parte, la hostilidad hacia los individuos de otros grupos, resulta más difícil de justificar, aunque es posible que nuestra disposición defensiva y recelosa frente a los individuos de otros grupos surja como consecuencia de los mecanismos que previenen contra el engaño. La disposición a cooperar en busca de un beneficio mutuo ha condicionado la evolución de nuestro cerebro, de manera que parece diseñado para detectar engaños y reaccionar en consecuencia, suspendiendo la cooperación cuando la cooperación es en pareja, tomando nota de que algunos individuos no son de fiar para futuros encuentros y promoviendo el castigo contra los que engañan cuando la cooperación es en grupo. Estas estrategias cooperativas son eficaces siempre que se establezcan entre individuos que interaccionan habitualmente, no de manera puntual; de ahí el recelo ante personas foráneas con las que no se sabe cuánto va a durar la interacción. La predisposición a atribuir a todo un grupo la conducta errónea de alguno de sus miembros, consecuencia de la mencionada capacidad de categorizar, contribuye también a la xenofobia. En ambientes modernos, algunas señales heurísticas como el color de la piel, la lengua y los patrones de habla, las formas de vestir, de adornarse, o de comportarse, pueden activar estos mecanismos de recelo.
Por último, algunos investigadores[14] consideran que los llamados instintos tribales podrían ser un producto reciente (unos pocos miles de generaciones) derivado de la coevolución de ciertas instituciones culturales, impulsoras de los compromisos dentro de grupo («tribu»), y el comportamiento prosocial. Se trataría de un proceso de selección cultural entre grupos que ha conllevado el éxito de aquellas sociedades capaces de promover con eficacia el funcionamiento colectivo. Estas sociedades constituyen un marco adecuado para la evolución de tendencias prosociales en los individuos. Los instintos tribales, desde este punto de vista, serían unos recién llegados y se encontrarían superpuestos a otros impulsos ancestrales surgidos por la acción de la selección a distintos niveles: individual, de parentesco o de grupo. Esta amalgama de instintos podría resultar contradictoria y, con frecuencia, producir conflictos, ya que los individuos estaríamos a la vez comprometidos con las tribus, la familia y el yo.
Los tres mecanismos descritos (pertenencia, parentesco y tribalismo) permiten aventurar algunas conclusiones. En primer lugar, la experiencia subjetiva que alimenta la identidad nacional se eleva sobre la fuerza de impulsos arcaicos, a pesar de su relativa novedad como fenómeno histórico. El nacionalismo es, en este sentido, un efecto poblacional reciente de la perenne ultrasocialidad humana. En segundo lugar, los mecanismos cognitivos innatos que impulsan al individuo a categorizar el mundo social mediante la oposición ajeno/propio (fuera/dentro del grupo) y a reaccionar en consecuencia, conviven con otros mecanismos más antiguos que impulsan fuertes lealtades hacia parientes directos y hacia los más personales y perentorios intereses individuales. Dicho de otro modo, la aparición de las identidades nacionales ni anula ni destruye las demás expresiones identitarias, incrementando las contradicciones de nuestro comportamiento. Por último, el nacionalismo se alimenta de pulsiones polares e intensas que arrastran disposiciones inclusivas e excluyentes. Tales disposiciones existen por su poder reactivo y proactivo y todo fenómeno grupal las arrastra tras de sí. No parece posible para nuestra naturaleza pensar y sentir la identidad sin la diferencia, el apego sin el recelo, la aceptación sin el rechazo.
Aprendiendo a ser nacionalista
La hipótesis del instinto tribal permite visualizar la difusa y universal experiencia de pertenencia que liga a todo individuo con innumerables agregados sociales, desde su grupo familiar hasta las comunidades virtuales tan de moda hoy, pasando por todo tipo de formaciones intermedias, incluidas los colectivos nacionales. Ahora bien, esta hipótesis deja sin explicar qué mecanismos y procesos intermedios son responsables de la fabricación de una identidad colectiva, de la relación cognitiva que mantiene el individuo con sus creencias y del tipo de experiencia emocional que sostiene dicha pertenencia. En consecuencia, resulta necesario identificar y comprender tales procesos, ya que sólo entonces podremos formular principios heurísticos útiles para las ciencias sociales.
En nuestra opinión, los procesos y mecanismos que han hecho posible la aparición de una cultura acumulativa, que pasa de generación en generación a través de formas de enseñanza valorativamente cargadas, son los mismos que explican el tipo de relación familiar y entrañable que mantiene cada persona con su mundo de experiencia y con su experiencia del mundo. Hemos denominado aprendizaje assessor a esta forma de enseñanza valorativa, microsocial, intensamente emocional y singularmente humana[15].
Para entender mejor cómo funciona nuestra mente es conveniente retroceder dos millones de años y reflexionar sobre qué rasgos se desarrollaron en la línea hominina que nos distanciaron de los primates más próximos, favoreciendo el desarrollo de la capacidad intelectual, del lenguaje y de la normatividad moral. Se ha señalado con acierto que el éxito de nuestra especie radica en nuestra capacidad para cooperar en grandes grupos y para generar un sistema de transmisión cultural acumulativo[16]. El éxito del Homo sapiens aparece así unido no sólo a nuestra inteligencia individual, sino también a nuestra inteligencia colectiva[17]. Sin embargo, en las poblaciones actuales de chimpancés y de bonobos existen manifestaciones culturales rudimentarias y numerosos ejemplos de cooperación entre sus miembros. ¿Cuál es el motivo por el que sólo los humanos hemos conseguido dar ese salto en la complejidad de nuestra cultura y en la cooperación a gran escala si ambas cosas pueden ser tan ventajosas como se ha revelado en nuestra especie?
Michael Tomasello ha señalado la importancia que pudo tener para la evolución homínida el incremento en la capacidad para elaborar una teoría de la mente[18]. Nuestros antepasados homínidos pudieron no sólo ponerse en el lugar del otro a nivel empático, algo que parece al alcance de las especies de primates más próximas, sino también percibirlos como agentes intencionales en sus acciones. Esto es esencial para el desarrollo de una verdadera capacidad de imitar y, como han señalado los antropólogos evolucionistas Robert Boyd y Peter Richerson, la base para la transmisión cultural acumulativa. Nosotros hemos defendido que la imitación eficiente no basta y que la vía que exploraron con éxito alguno de nuestros antepasados homínidos fue la de orientar el aprendizaje de manera activa entre padres e hijos, una forma elemental de enseñanza que denominamos aprendizaje assessor[18]. Al ponerse en el lugar del otro, es posible no sólo la imitación de la conducta por parte del aprendiz, sino también la orientación del aprendizaje mediante la aprobación o reprobación de las acciones imitativas por parte del experto. Lo que hace este último es comparar la conducta del aprendiz con la suya en la misma situación y categorizarla como adecuada o no, emitiendo señales de aprobación o rechazo. Esto ha sido clave porque mejora la eficiencia de los procesos imitativos, algo imprescindible para la cultura acumulativa de conductas complejas como, por ejemplo, el tallado de un hacha de piedra en bifaz, y permite acceder al aprendizaje de aquellas conductas que son consideradas negativas para los individuos (por inadecuadas, peligrosas), un conocimiento que no puede ser adquirido por imitación. La importancia de esta transmisión de valores sobre lo que no se puede hacer es esencial si tenemos en cuenta que nuestros antepasados homininos para desarrollar su intelecto, su capacidad innovadora y de procesar información, tuvieron que incrementar el periodo ontogénico de sus crías.
La cooperación en beneficio mutuo se vio favorecida asimismo de esa capacidad para ponerse en el lugar del otro y evaluar su conducta. La cooperación funciona si se obtiene mayor beneficio juntos que por separado. Eso exige la coordinación de acciones, el intercambio de información sobre cómo comportarse y la reprobación de los que lo hagan mal o traten de aprovecharse del trabajo ajeno. Las bases del comportamiento moral están fundadas. Muy posiblemente, todo esto supuso también una presión de selección para el desarrollo del lenguaje como un nuevo instrumento de comunicación eficaz[19].
Lo que nos ha hecho humanos es que una parte decisiva de las señales que moldean nuestro comportamiento y establecen sus límites y posibilidades provienen de aquellas personas que conforman nuestro grupo microsocial de referencia, con las que interaccionamos de manera más intensa y afectiva. A través de las emociones que generan la aprobación o la reprobación de nuestra conducta descubrimos y damos sentido al mundo en el que nos desenvolvemos, lo cual es tanto como decir que el sentido de la vida se aprende a través de estas interacciones sociales afectivas. Los seres humanos interiorizamos las emociones en torno a nuestras acciones como si se tratara de una propiedad objetiva de la conducta, de manera que, si nuestro entorno aprueba un comportamiento, entonces es bueno, mientras que si lo reprueba, entonces es malo. De esta forma, aprendemos también lo que puede ser considerado verdadero con respecto a un amplio conjunto de saberes transmitidos culturalmente que no son evaluables por los individuos o, si lo son, no de una manera inmediata. Lo mismo puede decirse de los cánones de belleza.
El aprendizaje assessor, seleccionado por hacer de la cultura un sistema de herencia más eficaz y favorecer la cooperación para el beneficio mutuo, ha dado lugar a dos fenómenos subsidiarios cuyos efectos percibimos en la formación de las identidades colectivas.