El hipogeo secreto es un juego de espejos en el que el mundo se crea a través de un lenguaje creado recíprocamente por una fracción del mundo: el autor, que es también un producto de su escritura. En esta novela, el narrador hace un acopio de imágenes a través de un discurso que poco o nada tiene que ver con el llamado «monólogo interior», pero que fluye según sus posibilidades. Al igual que el narrador de Farabeuf, la voz que narra El Hipogeo secreto no parte de una subjetividad que percibe y asocia con rapidez los fenómenos del mundo. El suyo es un discurrir moroso, planificado, no la subjetividad en sí, sino la conciencia de una subjetividad objetivada. La figura que narra procede como si fuese una tercera persona, pero en realidad se trata de los fenómenos razonados de la propia mente, una inteligencia que, en el caso de El hipogeo secreto «se hace tan penetrante que percibe cabalmente la falacia del mundo. Esa mentira se convierte entonces en una verdad irreductible de la inteligencia [de la novela El hipogeo]» (Cuaderno, 95). De ahí que la suya sea no una narrativa del suceso (del discurrir), sino de la razón (o de la irracionalidad pasada, intacta, por el filtro de la razón), de la imagen (la detención); no del tiempo, sino del instante.

«Tú te desplazas en el tiempo por la actividad de la memoria» (El hipogeo, 38), escribe uno de los narradores de El hipogeo secreto. La frase, además de ser otro escalón en un discurso que desciende hacia las profundidades de la representación de la realidad fenomenal y a la sucesiva jerarquización de sus percepciones, detiene, en sí misma, una característica del estilo de Elizondo. Para él, la temporalidad se fractura dentro de los movimientos de la conciencia, los cuales pueden avanzar hacia un futuro imaginado o retroceder hacia la evocación de un recuerdo incrustado en algún lugar recóndito de la conciencia. Sin embargo, dicho desplazamiento sólo es posible en la medida en la que no restituya la temporalidad del evento. Los narradores de Elizondo no recuerdan secuencias temporales, sino construcciones, imágenes, fragmentos de la realidad congelados (la fijeza tanto del recuerdo como del sueño) de los que surge, como hipótesis, la narración: «¿Recuerdas la fluidez de aquel galopar imprevisto; aquel caballo blanco a la orilla del mar? Un caballo que evoca, en su galope evanescente, incendios lentísimos» (El hipogeo, 38). Esta hipótesis puede otorgarles un sentido, pero no un flujo temporal. Así, el movimiento narrativo de Elizondo (un estilo que pretende emular ciertos procesos mentales) es el de alguien que camina, salta de una imagen a otra dentro de las cuatro paredes de un museo, espacio en el que el tiempo se concentra y anula.

Porque si la ciudad había de estar al margen de la historia, ella misma contendría toda la historia; sería la historia misma. La previsión del arquitecto hubiera tenido esto en cuenta y por ello hubiera dado a la ciudad el carácter de un museo de la arquitectura en el que, redimidas de su muerte, las formas de las arquitecturas de todas las épocas alentaban nuevamente dotadas de la vida que los hombres que habitaron les habían dado (22).

 

Así, el concepto de museo es clave para entender la escritura de Elizondo. En él tiempo y orden aparecen congelados con el fin de crear una narrativa de la memoria, de la construcción de un mito del pasado enclavado en las múltiples formas del hoy. Una «consciencia de todas las imágenes» (El hipogeo, 15) que se desarrolla solamente a partir de la acumulación, la saturación de sí misma como líneas que se superponen en ideogramas: imagen y tiempo puestos como capas en una transformación continua de lo real que, sin embargo, no transcurre, no fluye.

La escritura de Elizondo se mueve, así, entre las salas que albergan imágenes superpuestas, clavadas en la consciencia de quien enuncia. De ahí que todos los elementos que poseen un significado (o el guiño de un significado) dentro de esta novela aparezcan, al final, resguardados en un «museo de los estilos», un museo fractal que incluye, también a los propios personajes, sus olvidos y sus recuerdos. La escritura de Elizondo es una escritura hecha de la acumulación de imágenes que engloban formas específicas de la experiencia sin tiempo, las cuales, sin embargo, fracasan en su intento de otorgarle coherencia al todo que las enuncia. La ambigüedad, la falta de definición de los personajes y de quien escribe es, otra vez, una de las líneas que trabaja en profundidad la segunda novela de Salvador Elizondo.

El hipogeo secreto es, acaso, una ruina mental construida verbalmente de la que los personajes tienen plena consciencia; una ruina construida «de un material hecho de pérdida, un universo cuya esencia es el extravío de todo lo que lo constituye. Allí viven los seres y las cosas que nunca hemos vuelto a ver; lo irrecuperable…» (El hipogeo, 63); una ciudad «concebida para ser merodeada por dioses silvestres y por los muertos que amamos» (El Hipogeo, 76). El recuerdo, la evocación de un mundo creado o devuelto a partir de la escritura: «Lo que de la vida perciben los sentidos es como un tropel; un tropel que avanza hasta llegar al borde de ese abismo que somos, lo salva y luego pasa y se desvanece como un demonio exorcizado. Sólo queda en la escritura, en la memoria, el redoblar de los cascos, una resonancia sobre la llanura del cuerpo ¿entiendes?» (El Hipogeo, 86). La escritura como ruina e intento de restitución de la experiencia, escombros que se mueven a lo largo del proceso mental de la evocación, el recuerdo, el sueño y el deseo.

Así, el drama de Elizondo es el de la organización de la materia. Como todo hombre obsesionado con el método, el autor de Farabeuf hace del caos un polo no sólo con el cual dialoga sino contra el que su escritura se prueba. La tragedia para él será la imposibilidad de un orden concreto (o duradero) y, de ahí, la carencia de un significado fijo. Todo cambia y ésa pareciera ser la raíz de su maníaca detención del objeto, lo que le permite la contemplación de su realidad esencial. Amar algo, para Elizondo, significa sacarlo del penoso río de las transformaciones, al final del cual se encuentra siempre la corrupción, la decadencia y el desgaste: «Si quiere usted rescatarla de ese hacinamiento y redimirla para siempre, si quiere usted fijarla, hacerla para siempre inmóvil entre las páginas de su cuaderno rojo, pregúntele al Sabelotodo» (El hipogeo, 79).

El libro, así, como explica el narrador es «la descripción de una subversión interior» (El hipogeo, 28), la reconstrucción de un amor, de un instante, al que nuevamente aspira: «esa unidad amorosa que hay en todas las novelas. Tú lo sabes. Eso es lo que hubieras querido ser» (El hipogeo, 71). La novela se propone como una restitución de la experiencia diluida en el tiempo a través de la escritura, un momento al que intenta obsesivamente volver, que intenta realizar o modificar, ya que en su visitación la experiencia jamás termina de clausurar su sentido. Ésta es la función de la «ceremonia» que aparece en el centro de la novela: dar realidad, definición, a una posibilidad que contradiga la pérdida. No sólo recuperar el pasado habitarlo, expandirlo. De esta manera, la segunda trama de El hipogeo secreto, la historia que se escribe a sí misma, no es sino la dramatización de ese intento por transformar la experiencia: ¿es posible redefinir un suceso desde la plena conciencia de su suceder?, ¿podemos cambiar algo si nos sabemos personajes de un drama específico? La respuesta, como siempre, es no. Por ello El hipogeo secreto es la crónica de un fracaso que en su suceder ya, de alguna manera, se afirma. El caminar dentro de un museo, el atravesar la propia obsesión gracias a un puñado de imágenes que encierran nuestro destino; volver a ellas una y otra vez, ampliándolas, deformándolas, haciéndolas, cada vez, algo distinto gracias a la voluntad personal (intelectual) y no al designio oscuro del tiempo.

Esta novela de Elizondo es también lo más cercano a una poética, a un núcleo alrededor del cual podrían organizarse sus otras ficciones. Es, también, un límite. Una forma de su estilo que llegó al punto final y que, a partir de ahí, tuvo que transformarse.

 

SOÑAR LA INFANCIA Y ESCRIBIRLA: ELSINORE. UN CUADERNO

Elsinore no comienza como un sueño. Es un sueño: «Estoy soñando que escribo este relato. […] Me veo escribiendo en el cuaderno como si estuviera encerrado en un paréntesis dentro del sueño» (Elsinore, 7). Un sueño en el que el autor se ha salido de sí mismo para contemplarse en un ejercicio mnemotécnico de escritura con el que intenta recuperar sus años en la Escuela Naval y Militar de Elsinore. «Conforme nos adentramos en la edad adulta —conforme consumamos eso que justamente es el adulterio de la vida, la adulteración de nuestros recuerdos—, sentimos cada vez con mayor apremio la necesidad de volver una mirada furtiva hacia nuestros primeros años» (Cuaderno, 28), escribe Salvador Elizondo en «Invocación y evocación de la infancia». Se separan en dos los caminos que llevan a esos primeros años. La evocación, como he anotado páginas atrás, va ligada necesariamente a una experiencia sensorial en la que el cuerpo resulta ser el recurso más accesible para rememorar el pasado. La invocación trasciende la barrera del cuerpo, es lenguaje y enunciación, esto es, proferimiento de la palabra. Es con la articulación de fórmulas verbales de la invocación, sin embargo, que se logrará recuperar ese tiempo perdido porque en ellos —escribe Elizondo— a través de la historia hemos de llegar a la figuración completa, a la reconstrucción perfecta, de lo ya perdido.

Acaso sea a partir de aquella obsesión de escribir en cuadernos que la experimentación llevada a cabo por Elizondo en el ejercicio de la escritura derivó constantemente en los motivos del sueño, del tiempo y de la memoria. Porque escribir en un cuaderno es casi como escribir en un palimpsesto, un manuscrito que conserva las huellas de otra escritura y que, al mismo tiempo, se escribe sobre sí mismo una y otra, y otra vez. Daniel Sada explica que el sueño en el universo literario de Elizondo funciona como una visión de mundo y escritura: «El sueño es otra aportación de los recuerdos, tiene la facultad de propiciar acomodos temporales en la memoria, a la vez que se le puede fragmentar cuantas veces se le quiera. La multiplicidad de sensaciones puede edificar un sueño, pero también desestructurarlo o transfigurarlo» (Mar, 60).

Las posibilidades de representación de la realidad en la escritura a través del sueño son innumerables; de igual forma pueden serlo las interpretaciones del lector. Sin embargo, la obra de Elizondo puede leerse como un sueño dirigido, donde sucesos reales y entelequias que parecen mezclarse en una turba de imágenes contenidas en una casa de espejos. Esta multiplicidad de lecturas —y sensaciones­— dan cuenta de la capacidad de Elizondo de tergiversar, incluso, las esquinas más recónditas de la realidad, de su pasado, de la ficción misma y filtrarlas a través del recuerdo y la escritura. Algo similar a lo anterior se puede recuperar del peculiar narrador de El hipogeo secreto y puede entenderse también como una metáfora de su propia escritura o, incluso, como una poética: «Lo que de la vida perciben los sentidos es como un tropel; un tropel que avanza hasta llegar al borde de ese abismo que somos, lo salva y luego pasa y se desvanece como un demonio exorcizado. Sólo queda en la escritura, en la memoria, el redoblar de los cascos, una resonancia sobre la llanura del cuerpo» (El hipogeo, 85-86).

El caso de Elsinore es singular en la bibliografía de Elizondo; no solamente porque la estructura de la nouvelle y los juegos del lenguaje demandan una lectura a primera vista menos intelectual, sino porque el antifaz de bildungsroman insertado en un lago de California, en las calles de Los Ángeles, donde exhiben shows nudistas y películas negras con Rita Hayworth, la acercan más al lenguaje cinematográfico. Con todo y su lenguaje entremezclado con inglés coloquial, con un Béla Lugosi escondido en una cabaña y las picarescas ensoñaciones de Sal con su maestra de danza, Elsinore es más que el recuerdo de una pequeña épica personal: es un intento casi proustiano por reconstruir una experiencia perdida sirviéndose de las únicas armas contra la alienación de la modernidad.