POR NORMA ANGÉLICA CUEVAS VELASCO
L’ENFANT DES CAHIERS

«Todos los elementos del universo contribuyen a la nostalgia de nuestra disolución», escribió Salvador Elizondo en alguna página de sus cuadernos que hoy leemos en forma de Diarios. No es necesario sumergirse en largos tratados de psicología para reconocer que la nostalgia es el anhelo por recuperar un tiempo o un espacio perdidos; es el deseo que todos hemos experimentado y reconocemos como un estado del alma que, de manera oblicua, templa el carácter por el simple hecho de colocarnos a medio camino de los hechos y de los sueños. La duda que con ella nace sobre lo verdadero y lo imaginado nos va obligando al ensimismamiento, a la discreción, a la mesura y a la soledad porque compartir las imágenes que nos invaden en ese estado sería tanto como pensar que somos capaces de traducir para el otro nuestra memoria a imágenes abstractas. La nostalgia es el espacio donde la memoria es imagen de sí y para sí misma; a causa de la nostalgia nos volvemos insulares. De entre todas las posibilidades que posee, quizá sea la creación su potencia más positiva, es decir, la nostalgia se hace presente (adquiere corporeidad) cuando se transforma en lenguaje, en palabra.

En las páginas de Cuaderno de Escritura, en «Invocación y evocación de la infancia», Salvador Elizondo se vuelca en ideas que lazan el sueño, la memoria, el cuerpo, el lenguaje y la vida.[1] Probablemente la infancia sea ese viaje de regreso en la memoria que apremia realizarse conforme nos acercamos a la edad adulta a la vejez. Lo es para los grandes artistas; la obra que conforma este cauce en la tradición literaria, a la que se inscribe Elizondo cuenta con dos bastiones: Proust y Joyce. El primero narra en pasado para evocar la experiencia de esos años de la infancia; el segundo, la proyecta. Si bien Proust y Joyce coinciden en el tema de la infancia, uno la evoca mientras que el otro la invoca. «Proust y Joyce […] representan los dos métodos arquetípicos mediante los cuales a los adultos les es permitido volver a la infancia» (Cuaderno, 356).[2]

La evocación en tanto proceso sensorial se convierte en una hipótesis acerca de nuestros orígenes. El tiempo transforma las percepciones ya que ellas se logran a través del cuerpo que se ha transformado desde la infancia; no hay evocación que no tenga como referencia el cuerpo. Para Proust —tal y como Elizondo lo lee— el tiempo recobrado consiste en situar nuevamente a objetos y hombres en su justa posición dentro del mundo y no de la memoria. El acto de morir no es sino el acto de evocar, de pronto, toda la vida.

La melancolía, la nostalgia que ocupa el espacio que la muerte desocupa, por ser indefinible e indescifrable es nada más y plenamente lo que la palabra y el nombre colman como espacio: algo desocupado por la vida, algo que está desocupado por algo; es decir, el espacio que sólo por estar deshabitado, inocupado, es eso: espacio […] todo lo que cabe en un puño en un recuerdo casual: el espacio que ocupa un hombre en la dimensión de una identidad; la interrogación que se reúne en torno a lo que no se sabe y que así se nombra: el muerto […] que luego ya nada y todo significan de lo que la muerte significa (Cuaderno, 389).

 

La agonía consistiría, en la perspectiva interpretativa de los abuelos, en desandar nuestros pasos, recogerlos en una suerte de flashback que vaya desmontando vertiginosamente cuanta imagen haya quedado atrapada entre el recuerdo y la memoria: recordar, por ejemplo, la lectura que nuestros padres preferían hacernos escuchar cada día (El discreto de Gracián fue leído para Elizondo por su madre no sólo como apoyo pedagógico, sino ético y moral); recordar la primera visita al mar y volver a él sin la compañía que nos hizo descubrirlo; recordar también el terror de mirar por primera vez a un señor casi desnudo y con barbas, sangriento, tendido al pie de la cruz a la entrada de una iglesia… La lengua de los gatos sobre los dedos o el lomo del cachorro perro entre nuestras piernas. Recordar todas las experiencias primeras, las gratas y las dolorosas, porque la nostalgia cala hondamente justo cuando lo anhelado es la recuperación de experiencias que inauguran en los seres pasiones, emociones y sentimientos antes desconocidos.

La vida es suma de imágenes; muchas de ellas inexplicables, traducibles tal vez sólo a otra imagen. He aquí el espejo, el abismo y el secreto; he aquí la causa por la cual, escribe Elizondo, llamamos «el otro mundo» al mundo de todo aquello cuya substancia es la inexplicabilidad. «A ese mundo pertenecen los muertos, los locos, los recuerdos, la fantasía, los sueños, los mitos, la noche y el oráculo. La poesía, la embriaguez, el drama, todas las palabras, el arte, tratan siempre de dar una comunicación con la otredad de éste o con la realidad del otro mundo» (Cuaderno, 424).

La invocación, por su parte, hace presente aquello que no posee referencias sensoriales. Posee un carácter mágico, por medio del lenguaje (la palabra) pretende conducirnos a la reconstrucción de otro momento. La invocación nos conduce «al proferimiento de la palabra que —como en los encantamientos— encierra la clave del misterio» (Cuaderno, 361), anota Elizondo en su cuaderno de cuadernos; a este orden se suma otra idea a partir de la interpretación que da a Retrato del artista adolescente de Joyce: «la reconquista feliz del pasado» (Cuaderno, 362) no es sino la enunciación exhaustiva de fórmulas verbales. Hay aquí dos visiones de mundo y un único propósito: encontrar el modo de actualizar esas potencias del mundo con el lenguaje. Que el lenguaje sea la forma que adquiera «la caligrafía del alma» (Cuaderno, 350), a eso y no a otra cosa aspira Salvador Elizondo, quien se autodefine como «el llenador de cuadernos» (Diarios, 158).

Podría decirse que las ideas literarias expresadas por Elizondo en este espléndido cuaderno se resumen en el que dedica al pintor Francisco Corzas: «existen dos tipos de obras de arte, las que son expresión de sí mismas en sí mismas, y las que son expresión de otras cosas expresables. Estas últimas expresan, en sí mismas, en mayor o menor grado de relación, su vinculación con la realidad» (Cuaderno, 420-421). Es posible que aquí esté la clave para comprender el movimiento de los engranes que van de una máquina a otra y a otra; es decir, de Farabeuf a El hipogeo secreto y de éste a Elsinore, tres libros que constituyen una línea narrativa dentro de la prosa del calígrafo mexicano.

Son muchísimas las veces que encontramos escrita la palabra imagen en la obra de Salvador Elizondo; tantas quizá como la palabra sueño. Detenerse en este detalle debe llevarnos a algo más que a la anécdota que encierra la carta escrita a su padre donde expresa la desazón por elegir una profesión a la cual dedicarse: cine, pintura, literatura; dubitación que desaparece casi violentamente por respuesta del padre que se antoja categórica: la que elijas, pero una sola para que no seas mediocre en todas, —podría leerse entre líneas—. Esta obsesión por la imagen en todas sus formas es lo que convierte la prosa de Elizondo en poesía; el suyo es un espacio poético, aunque narre, aunque discurra ensayísticamente, es, ante todo, poesía. Y tal cosa se debe, pienso, a que surca en su escritura la teoría del efecto. Que la novela no lo diga todo, que renuncie a la totalidad, que las palabras muestren, guíen, sugieran pero que no afirmen nada.

Antes de seguir con esta idea que ligaré con Farabeuf, no puedo dejar de preguntarme a qué se refiere Elizondo cuando habla de realidad. No busca, por supuesto, reducir el proceso creativo a la mímesis platónica; va más allá del reflejo y la representación; se ubica en la configuración creadora de significados. La realidad de la que habla Elizondo es aquella que hace mundo, que lo crea a través del lenguaje (poiesis).

No existe un gesto, una palabra, una mirada, un balbuceo, que no sea significativo de una concepción del mundo. En ese orden, todo es representativo de una realidad presunta, tácita y referida a los arquetipos; todo proferimiento creador tiene necesariamente pretensiones fotográficas. Es, en fin de cuenta, realista, realista en la medida que alude a la realidad y realista también en la medida que es demostrativo de ella. Si no, ¿cuál es el origen de esas imágenes. (Cuaderno, 423)

La meta es conseguir que con lenguaje el realismo sea ilegible como forma; que la escritura sea una postura crítica del paradigma realista de la novela. Y es que, para Elizondo, toda forma novelesca, por así llamar a la prosa que construye la arquitectura de una trama en la que el enfrentamiento con la palabra es en sí misma la respuesta a una tradición, la cual podría ser parte de un asunto añejo en tanto se empeñe en imponer su definición en torno a la ardua e inútil búsqueda no del modelo, sino de su clasificación ad infinitum. Todo género literario es respuesta a una situación histórica concreta, lo es en su continuidad, pero también (o, sobre todo, sería mejor decir) en su ruptura. La crisis de la novela es el aire que sopla en las letras europeas y americanas cuando Elizondo se decide por abandonar la pintura y el cine, y dedicarse a la escritura literaria. Leer Pedro Páramo, ha confesado en algunas entrevistas, influyó en la decisión; no para seguirlo en sus trazos temáticos de orden social y político, sino para celebrarlo subrayando en él la existencia de un estilo emancipado del nacionalismo barato que sólo mencionando al país por su nombre asegura su reconocimiento o se le concede la filiación geopolítica. Sus lectores estamos ciertos que la actitud crítica ante lo propio y ante lo ajeno acompañó al niño, al joven y al viejo Elizondo.