«Los fanatismos son banderas de guerra»Por Carmen de Eusebio
Laura Restrepo (Bogotá, 1950) es periodista y escritora. Ha publicado las siguientes novelas: La isla de la pasión (1989; Alfaguara, 2005 y 2014), Leopardo al sol (1993; Alfaguara, 2005 y 2014), Dulce compañía (1995; Alfaguara 2005 y 2015; Premio Sor Juana Inés de la Cruz de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 1997 y Prix France Culture 1998 a la mejor novela extranjera publicada en Francia), La novia oscura (1999; Alfaguara 2005 y 2015), La multitud errante (2001 y 2016), Olor a rosas invisible (2002; Alfaguara, 2008), Delirio (2004, Premio Alfaguara de Novela), Demasiados héroes (2009 y 2015, Alfaguara), Hot sur (2013) y Pecado (2016, Alfaguara). Sus libros han sido traducidos a más de veinte idiomas. Otros premios recibidos: Premio Grinzane Cavour 2006 y Premio Nacional de Literatura de Colombia Libros & Letras.
Pecado, su novela más reciente, tiene sus raíces en el cuadro del Bosco El jardín de las delicias. ¿Fue así desde un principio o fue tomando forma con el tiempo?
Un poco sí y un poco no. Sí en la medida en que ese cuadro lo conozco desde pequeña, cuando mis padres me llevaron a verlo en el Museo del Prado, y desde entonces se me metió adentro como una obsesión. Supongo que así le sucede a cualquiera que lo observa con atención. Es pintura que no te abandona ya nunca más. Por enigmática, por genial, por perturbadora. Porque plantea el enigma de tu propio destino y, en general, el del género humano, en términos que no acabas de saber si apuntan hacia la salvación o la condena, el Génesis o el Armagedón.
Y al mismo tiempo no, no estuvo desde el principio ese cuadro en mi mente cuando empecé a escribir Pecado. En realidad, muchos de los personajes que luego irían a aparecer en este libro ya los conocía yo, bien porque los tomé de la vida real –o sea, que físicamente los conocí–, bien porque los había imaginado desde mucho antes, y si escribí Pecado fue, en parte, para ponerlos a todos ellos a vivir, por decirlo así, en una misma casa. Algunos de ellos incluso ya habían dado vuelta por mis escritos anteriores, tal vez con otro nombre, de otra manera, con otra máscara, pero siempre con un drama en común: su vínculo con el mal. O al menos con aquello que hemos dado en llamar el mal, y que es una suerte de marea negra que, si vives en un país como Colombia –y por qué no decirlo, en un planeta como la
Tierra–, te va envolviendo, sin que acabes de comprender cómo ni por qué.
Hoy experimentamos como un sino la maldad de los pueblos privilegiados frente a los desposeídos, de los fuertes frente a los débiles, de los violentos frente a los pacíficos, la maldad destructora de la naturaleza, la crueldad del ser humano frente a los animales. Sientes que la maldad te envuelve como la capa de ozono, sólo que más compacta, sin tantos rotos. Y te entra la urgencia de algún tipo no de explicación, porque explicación no la hay, pero sí al menos de exploración, de buceo de fondo. Tratar de verle la cara al mal, y tratar de ver ante todo nuestra propia cara cuando estamos enfrentados a eso tan todopoderoso y apabullante que se llama el mal.
Me interesa explorar los límites difusos entre lo bueno y lo malo. ¿Dónde termina el uno y empieza el otro? Es una vieja preocupación. Por eso, cuando empecé a pensar en cómo armar un libro que tuviera ese tema como eje, se me ocurrió enseguida que el marco de referencia, el gran maestro elegido para prenderse a él como el ahogado a la tabla, para no ahogarse en semejante mar tormentoso, debía ser, por razones bastante obvias, Hieronymus Bosch y su El jardín de las delicias. Con el respaldo de ese fondo magistral y magnífico que el Bosco depara podrían moverse, como humildes hormiguitas, mis mínimos personajes. Durante siglos ese cuadro del Bosco –en general toda su obra, pero por ciertas razones ese cuadro en particular– ha sido para la humanidad una poderosa caja de resonancia. Una caja de Pandora que encierra simbologías de vida y muerte, de salvación y de condena. Una convocatoria a todos los fantasmas, sean temores o esperanzas, bendiciones o maldiciones.
Creo en el derecho de todo escritor de escoger maestros. Veo la cultura y el arte como una escuela, libre y abierta, donde todos podemos abrevar y aprender. Lo original tiene sentido para mí no en el sentido que se le suele dar actualmente, entendido como lo único y novedoso, lo exclusivo, lo que te sacas de la manga para no parecerte a nadie. Eso lo veo como una actitud pretenciosa y además bastante falsa. Para mí lo original cobra sentido en cuanto tiene que ver con el origen. Lo original entronca con los orígenes, y los orígenes con frecuencia se hallan en los grandes maestros.
El jardín de las delicias encierra un drama, casi como si fuera una obra de teatro. Y ese drama es ni más ni menos que la gesta del pecado original. Ese momento enigmático y tremendo en que el hombre y la mujer comen la fruta prohibida; en las alturas resuena por primera vez la palabra condenatoria, pecado, y cae sobre la humanidad la maldición. El Bosco expone con una genialidad alucinada esta épica del pecado, desde la inocencia del paraíso original hasta los castigos del infierno, pasando por una Tierra que descubre el deseo, y a partir de ahí sella su perdición.
Según una arcaica concepción, aquello ha ocurrido por culpa del ser humano, hombres y mujeres, porque han caído en la tentación. Han pecado. ¿Han pecado? ¿Y cuál ha sido realmente ese grandísimo daño que han hecho? Difícil saberlo, aparte de haber comido unas ciertas frutas aparentemente prohibidas. ¿Por qué prohibidas? Otra vez, difícil saberlo. Pero se nos asegura que las consecuencias de ese acto son trágicas e irreversibles: a partir de entonces la humanidad queda condenada. Los cientos de personas que se paran todos los días frente a El jardín de las delicias, en la sala 56 A del Museo del Prado, lo observan con fascinación y perplejidad como si se estuvieran preguntando: ¿y a fin de cuentas qué fue lo que hicimos tan mal, que amerita castigos tan feroces?
¿Cómo pensó la estructura de Pecado, que –aun siendo un libro de relatos– se queda en la memoria como una novela?
Como todo en el arte, el género de la novela está ahí para que se lo renueve, se lo ponga al día, se le abran puertas novedosas. Y por qué no. Lo contrario lleva al agotamiento de su propia forma. Mire por ejemplo lo que sucedió con la novela negra, donde la trama fuerte y cautivante aparece como requisito. Yo entiendo el boom de la novela negra, al menos en parte, como cansancio por parte de los lectores ante una tendencia que se generalizó en cierto momento, basada en el desdén por la trama. Se consideraban superiores las novelas que buscaban resonancias y simbologías por sí mismas, haciendo caso omiso de la trama que las sustentaba. Contar una historia se había vuelto casi sinónimo de atraso o primitivismo literario. Supongo que cuando ese esquema llegó a su punto de saturación, hizo irrupción la novela negra, donde el suspenso, el argumento bien hilvanado y el desenlace sorprendente se presentan como lo fundamental, a veces incluso como única virtud, lo que las lleva a caer en el vicio contrario.
Tengo la sensación de que otro tanto puede estar pasando con la estructura pesada y predecible de la novela. Hay que ver cuánto relleno, cuanto párrafo muerto, o simple pasaje de enlace, se cuela de contrabando y queda ahí empaquetado. Me llama la atención en cambio lo que hizo un compositor como Erik Satie en el campo de la música, al despojarla de todo sonido innecesario para dejar al descubierto la limpieza de una melodía perfecta, apenas una nervadura, sin adornos ni notas superfluas. Sospecho que algo por el estilo puede estar sucediendo con el género novela: una tendencia a formulaciones cortas, contundentes, concisas. Tramas ágiles y limpias con finales por k.o., como proponía Julio Cortázar.
Me gusta pensar en estructuras que al mismo tiempo sean abiertas: menos predecibles, liberadas de la secuencia rígida principio/medio/fin. A cambio de eso, ágiles modelos para armar, como los llamó el propio Cortázar. Libertad al lector para decidir el orden en que quiere leer, y para establecer sus propias prioridades. Por eso me llamó la atención la idea de armar Pecado a partir de ocho capítulos relativamente independientes entre sí, pero enhebrados con un hilo temático: la relación de cada protagonista con el mal, la forma como en cierto momento de su vida cada uno atraviesa una zona de oscuridad moral. También para eso El jardín de las delicias es una referencia clave, al abrirse ante nuestros ojos como un gran panel múltiple donde se desarrollan docenas de historias individuales y simultáneas. Cada una de ellas se concentra en su propio drama, pero todas van entrelazadas por una misma obsesión.
Comentando El jardín de las delicias, Irina, una de las protagonistas de Pecado, lo describe como «una suerte de spa multitudinario donde chapotean pequeños terrícolas de ambos sexos, entregados con curiosidad a ciertos intercambios al parecer prohibidos». Se trata de los peccata mundi, los supuestos pecados del mundo, tan imbricados en la naturaleza humana que se hace indispensable una multitud, una pluralidad, para poder nombrarlos, buscarles las aristas, conjurarlos, salirles al paso.
Agarrándose de ahí, Pecado exhibe las vidas de una docena de supuestos pecadores, y cada uno de ellos se debate como puede para resolver su propio conflicto moral y lidiar con la acechanza. Me gustaba la idea de que cada pecador tuviera su propio tono y que aquello sonara como un concierto, pero integrado por varios solistas.
Quise rendirle homenaje a la forma de tríptico en que está concebido El jardín de las delicias, ejecutado sobre tres paneles, donde los dos de los extremos se cierran sobre el central. Por eso en Pecado el capítulo inicial se concluye en el último, y ambos operan como caja que contiene a los demás. Ojalá el lector encuentre que el intento funciona y que valió la pena apostarle a la novedad. Yo por mi parte ya tengo otro par de novelas imaginadas de esa misma manera: un tema central que sea magnético, y un desarrollo, por decirlo así, «federalista». Me gustaba la idea de que el verdadero protagonista central fuera precisamente eso, una cierta idea. La muy inquietante y ambigua idea del mal. O, para nombrarlo con esa palabra anacrónica, pero que conserva su élan: el pecado. ¿Cómo lidian los humanos con el pecado (o lo que tiempo atrás se llamó pecado), en una época en que la ética religiosa se ha desplomado, sin que se haya construido una ética civil, o laica, que la reemplace?