EL DESAFÍO ÍNTIMO

Otro de los sambenitos que soportan los autobiógrafos es el de narcisistas, aunque, a poco que se conozca el género humano, no se puede decir que sea exclusivo de éstos, y menos por el hecho de escribir su vida. Lo curioso es que se hayan celebrado tanto los posibles aspectos negativos de la escritura autobiográfica y poco su generosidad. Solemos considerar el narcisismo sinónimo de un yo hipertrofiado, pero tiene también un sentido positivo, pues sin un mínimo de narcisismo la vida sería imposible. Éste aporta al individuo la seguridad necesaria para poder vivir, que no es otra cosa que hacer frente a los retos y a los peligros. Exponerse públicamente, sin máscaras ficticias, es un acto tildado de exhibicionista en España, donde subsisten todavía mecanismos de intolerancia en el comienzo del siglo xxi. No se aprecia, por lo general, el servicio inestimable que los autobiógrafos pueden rendir a la higiene mental de un país al aceptar el desafío de escribirse y de compartir aquello que los singulariza íntimamente.

No cabe duda que este ejercicio intimida, porque se trata de poner en claro la verdad de los secretos. Salir a escena, para mostrarse tal como uno se ve o se imagina ser, puede amedrentar al autobiógrafo que, consciente de los riesgos, esquiva el compromiso o, por el contrario, le hace frente. Tanto los autobiógrafos tibios como los arriesgados coinciden en destacar que la escritura de las memorias fue un ejercicio altamente exigente. Para Caballero Bonald, a pesar de ser especialmente cauteloso, escribir La novela de la memoria resultó «agotador, impúdico y desconcertante». Terenci Moix comentó en varias ocasiones que la escritura de El peso de la paja tuvo un lado doloroso, incluso horroroso, al tener que revisar el tiempo y los seres queridos desaparecidos. Por esto, considero la autobiografía un género literario caracterizado por plantear unos desafíos específicos, diferentes a los de otros géneros, si bien igual de exigentes. El autobiógrafo que decide escribir su vida debe saber que ese acto lo va a poner a prueba frente a los demás, pero, sobre todo, frente a sí mismo.

La idea del desafío íntimo no es una artimaña comercial para provocar escándalos ni un recurso del escritor al que han abandonado las musas. Es ante todo la respuesta a una necesidad de esclarecer la verdad íntima. Cuando esto se impone a la escritura, dicha necesidad no se puede regatear y se convierte en asunto ineludible. Puede tardar años en patentizarse, se puede posponer, aunque, finalmente, acaba por imponerse. La diferencia entre los autobiógrafos radica en el modo de enfrentar esa experiencia: unos le dan vueltas de manera claudicante hasta enmarañarlos o convertirlos en ficción; otros desafían los riesgos.

Por tanto, cabría distinguir dos clases de autobiógrafos, que no serían más que la expresión de un dilema al que todos nos vemos abocados en nuestra propia vida cuando somos concernidos por hechos que nos exigen tomar una decisión o darles una respuesta. ¿Callar o contar? Ésa es la cuestión. De acuerdo con esta disyuntiva habría dos clases de autobiógrafos: los que evitarían los peligros, a veces de manera pusilánime y vergonzante, y los que buscándolos van derechos a ellos. Los primeros hacen un ejercicio en el que predomina el escamoteo de la sinceridad, esquivan los aspectos más duros o difíciles de contar o levantan artefactos narrativos en los que se prefiere el juego al riesgo de coger el toro de la verdad de sus vidas por los cuernos, como recomendaba Michel Leiris. Los autobiógrafos arriesgados, los «toreros», para continuar el símil, los que no tienen miedo a las cornadas que puede acarrear torear en terreno peligroso, escasean entre nosotros, y por eso merecen ser destacados. En el periodo precedente al que nos ocupa sobresalen las autobiografías de Juan Goytisolo, Terenci Moix, Carlos Castilla del Pino o Jesús Pardo. Éstos se adentran con las armas de la literatura en el relato veraz de sus vidas sin otros límites que los obstáculos que los muy humanos de justificarse o reivindicarse ante los demás, a costa incluso de acrecentar sus pecados o de exagerar un malditismo irredento. Como el torero que arriesga su vida, el autobiógrafo, sin el riesgo ni el dramatismo de éste, no arriesga su vida, pero sí su prestigio de escritor y su crédito como hombre.

Escribirse así, cuando predomina la intolerancia en la sociedad, entraña mayor riesgo: osar decir la verdad antes no dicha es un reto personal. Implica el deseo de ser verdadero y supone evitar y rechazar cualquier forma de ficción. Ésta es la restricción a que obliga la autobiografía cuando se toma en serio. «Escribir “yo” —dice Lejeune— es una ascesis, es necesario llegar a ver las cosas lúcidamente, para conocer cualquier cosa que bien podría ser la última que se va a conocer». Frente al reto de decir «yo» con veracidad hay autobiógrafos que se rinden y se resignan a lo que parece imposible, y se dejan arrastrar por la corriente mayoritaria de considerar todo ficticio. En cambio, otros, con lucidez, se enfrentan al carácter imaginario de la vida e intentan esclarecerlo. En resumen, la persona que, en estos tiempos de recelo, se pone a la tarea de escribir su vida, hace una apuesta por contar la verdad lo más fielmente que le permite su memoria. O al menos corre el riesgo de buscarla con sinceridad.

Este aspecto desafiante que tiene el pacto autobiográfico no es tampoco ajeno al lector, el carácter interpelante de la autobiografía lo incluye y lo reclama también a él. Para leer la vida contada por otros hay que sentirla como parte de la propia. Sus vidas hablan, asimismo, de las nuestras. Y, por tanto, sus retos nos enfrentan a los nuestros. Su valor o su cobardía son también los mismos del lector. Su éxito o fracaso no debería dejarnos indiferentes, si empatizamos con su lucha. La lectura de las autobiografías nos ayuda a comprender mejor cómo funciona la vida de los otros y la nuestra. Nos enseñan a hacer frente a los desafíos de la existencia y a gestionar sus dificultades.

 

EL DESAFÍO LITERARIO

Además del arrojo de ser veraz, el autobiógrafo ha de encontrar la forma más eficaz para revelar lo íntimo, lo doloroso, incluso lo vergonzoso de su propia vida. Queda dicho arriba que una de las rémoras que arrastra la autobiografía todavía es la falta de reconocimiento literario, porque la crítica, la academia y los propios autobiógrafos españoles la menosprecian, cuando no la desprecian abiertamente. Se ha considerado y se considera que es un género seudoliterario, registrador de hechos históricos sin gracia ni vuelo artístico. En fin, una literatura mediocre y adocenada, al alcance de cualquier escribiente notarial. Subyace en este menosprecio una suerte de maniqueísmo que divide el hecho literario en dos categorías: una superior, la ficción, y otra inferior, la histórica o de no ficción. Desde esta supuesta jerarquía literaria se considera la autobiografía una escritura repetitiva, sin imaginación ni interés. Pareciera que en España lo autobiográfico sólo tuviese reconocimiento cuando se pone en un marco novelesco o se sazona con unas gotas de ficción. Pero la autobiografía no es eso, desde un punto de vista ontológico y literario representa la negación de la libertad del novelista. A diferencia de éste, el autobiógrafo no puede añadir imaginación a los hechos verdaderos. El novelista fabula sin otros límites que los que le dictan su conciencia creadora y la coherencia de su invención, en cambio, el autobiógrafo se impone no utilizar otros materiales que los verídicos.

Desde el punto de vista literario, los autobiógrafos adocenados parecen aceptar que todas las vidas fuesen la misma vida, uniformes y sin singularidad alguna, y no se atreven a dar a su relato la originalidad de su propia personalidad. Como si quisieran negar que cada uno de nosotros es un ser único e irrepetible. Es cierto que las vidas de las personas presentan semejanzas, pues se han sometido o enfrentado a parecidas condiciones o han pasado por pruebas similares, pero la mayoría de las autobiografías se escriben sin tener en cuenta lo importante que son las estrategias narrativas, pues se conforman con contar su propia existencia como siempre se contaron y escucharon contarla a otros. Puestas así las cosas pareciera que no hubiese escapatoria para la autobiografía: una literatura menor para los que reparten títulos de maestría artística, que sólo testimonia hechos reales. En fin, un ejercicio literario fácil para gente sin imaginación o para escritores al final de su carrera cuando la inspiración desaparece o la jubilación está próxima.

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