POR LUIS MORENO VILLAMEDIANA
En El lugar del escritor (1992), Victoria de Stefano desarrolla una especie de planimetría directamente unida a la literatura, sin convertir ese vínculo en una condición positivista. Los recintos que allí se describen tienen sobre todo una fluctuante cualidad personal que la narradora de la novela, Claudia, identifica como impulsos que retrasan o propician el acto de escribir. Esa naturaleza inestable dificulta su cristalización: el lugar tiene atributos contingentes de orden sentimental, no definidos por la materialidad ni prescritos por las tradiciones culturales. Lo que se busca cartografiar no es ya una ciudad prestigiada, como el París que se extiende del modernismo hispanoamericano a la tropa del boom, sino un núcleo de tránsito más restringido, no menos relevante. Con esa reducción igualmente se reordena el sistema literario, que ahora mitiga las virtudes retóricas concedidas al turismo poético y al cosmopolitismo existencial. Para el flâneur exhausto, la urbe se ha transformado en un exceso de mercancías, símbolos, costumbres, de allí que abunden los registros —grandilocuentes, conformistas, moderados, nostálgicos— del puesto interior como breviario de la privacidad.

Según lo indicara Walter Benjamin en «París, capital del siglo xix»: «En la época de Luis Felipe, el hombre particular [der Privatmann] hace su aparición en el escenario de la historia [geschichtlichen Schauplatz]» (p. 54). Ese fulano, sigue Benjamin, cree en el contraste del par ideológico «espacio vital» [Lebensraum] y «sitio de trabajo» [Arbeitsstätte] como confirmación del novedoso rasgo subjetivo que implica la busca de una localidad doméstica y cerrada. En tal claustro, amoblado y ornamental, la experiencia es más bien un conglomerado de fantasías amonedadas en su colección de objetos plurales, que pretenden representar en su exotismo un apego trotamundos. También ahí se hallan las trazas menos visibles de los moradores —«Habitar significa dejar huellas [Spuren]» (Benjamin, p. 56)—, lo que subraya el carácter narrable de un ambiente. (En su ensayo sobre Nikolái Leskov, Benjamin escribió: «Así se adhiere a la narración la huella [Spur] del narrador» (Illuminationen, p. 393). La correspondencia permite repasar una habitación como un relato, igual que un detective —lo sugirió el propio autor alemán—). El paisaje de bulevares y avenidas dilatadas compendia un sueño pedagógico, como lo propone el José Fernández de José Asunción Silva en De sobremesa («La capital transformada a golpes de pica y de millones —como transformó el barón Haussman a París— recibirá al extranjero adornada con todas las flores de sus jardines y las verduras de sus parques» [p. 145])—, o, más recientemente, un ansia de aventuras cuya actualización incluye la visita a las ruinas modernas; el extravío en una multitud distinta a la de Poe y Baudelaire; la esperanza de una relación azarosa, sin riesgos; la puesta al día de la sensibilidad artística; el tropiezo con otro paraíso artificial. Afuera están los monumentos y panteones, no los bibelots del deseo.

«¿Es acaso gloria patria?», le pregunta a Claudia su amigo Rufo en El lugar del escritor (p. 33). El señalado es un personaje que, unos treinta años antes, tenía la estampa y el oficio comprobable de pintor; ese día, en la fiesta que los ha reunido a todos para celebrar los sesenta años de Julio, lo que queda de ese hombre son las contorsiones, la nostalgia de lo irrealizado, la proclama que describe con creces lo que podría lograrse. La pregunta de Rufo no busca establecer el balance entre un proyecto, una obra y su notoriedad —lo que sería afín a la formulación ingenua de un campo cultural—. Sus palabras tienen una ironía que desbanca la noción de justicia poética: en ocasiones, propone, un exceso de valoración convierte al artista en estatua. En ese caso, los trazos de una firma suplantan el instante material de la creación, logran que sean suficientes las intenciones y el dogma que las articula. Las glorias patrias hacen que la expresión «pasado utópico» no sea una paradoja: ella apunta al tiempo donde se planeó y se hizo lo perfecto. Para una gloria patria, el presente es una galería de ejemplos.

Al leer esta novela de Victoria de Stefano, debe entenderse que esa ampulosa tasación del arte que Claudia y Rufo critican se realiza en un espacio público gastado. La conversación entre ellos nos permite vislumbrar el topograma de esa superficie: allí todo es plaza, zócalo, curia —sitios donde el debate es menos significativo que la matemática coronación—. Lo que ocurra en ese territorio tiene consecuencias planetarias: ese engarce de acontecimientos se admite como un eslabón de la cadena de estrategias que conforman un dispositivo. El ágora y sus variantes son asumidos como elementos que el poder manipula para fundar modalidades de control y saber y, con ello, vindicar el concepto de comunidad útil.[i] Con sutileza, De Stefano logra que ese apartamento de planta baja donde se hace la fiesta sea por instantes un modelo a escala de esas forzadas asambleas. Un sencillo cumpleaños casi adquiere las facciones ampulosas de un mecanismo paraestatal que fija movimientos, actitudes, posturas, hostilidades, cansancios, apetitos.

Con el paso de las horas, Claudia anota mentalmente la máscara relativa que les corresponde a los presentes, después de prestar atención a lo que dicen —esa primera parte del libro lleva por nombre «Hoy no haré otra cosa que escuchar»—. El mismo Rufo no puede evitar las letanías, su cuota de grandeza anticipada; la repetición de una frase, seccionada o completa, da la medida de otro mal propagado:

Tengo pensado, dijo Rufo, tengo pensado.

[…]

Tengo pensado escribir… Rufo se removió en la silla. Claudia, Claudia, dijo dándome un imperativo golpe en el hombro, Claudia, tengo pensado escribir un poema.

[…]

Tengo pensado escribir un poema, un largo poema con todo lo que he visto y leído en los urinarios, y más que eso… más que eso (p. 36).

 

En la brevedad de ese estribillo se adivina la intromisión del idealismo literario: nada existe fuera del pensamiento de la obra. En tal sentido, Claudia sabe que la proposición de Rufo no tendrá continuidad sensible, y por eso la interpreta como la persistencia de la noción de genio. El poema como una estructura mental. Más que ligarla a la filosofía de Berkeley o a los cuentos de Borges, Claudia describe esa promesa con un ejemplo novelesco:

Soñador en el peor sentido de la palabra. ¿Todo lo tienes escrito en la cabeza? ¿Sabes a quién me recuerdas? Al conde Wenceslao de La prima Bette, al escultor que soñaba con la estatua pero no iba al taller. Se echaba en la cama y soñaba con la obra, soñaba con la obra y dormía la siestecita (pp. 38-39).

 

Rufo y el pintor parecen avatares del mismo autor interrumpido, un fantasma que redundantemente sólo engendra fantasmas. Esa condición no tiene que ver con los libros no escritos de Jesús Semprum, ni con la novela postergada de Macedonio Fernández; estos últimos ejercen su revuelta literaria en la propia escritura —en forma de fragmentos, en Semprum; en Macedonio, en prólogos casi interminables—. Los mismos escritores del no, los bartlebys de Enrique Vila-Matas, renuncian a escribir por causa de una «pulsión negativa» o «atracción por la nada». Aquellos personajes de El lugar del escritor están más atraídos por el imaginario social del artista que por la metafísica de la desaparición. Sea como salvadores o vándalos, la suya es, en su convencimiento, una función pública. De nuevo, Claudia adivina el entramado que justifica los nexos en aquel espacio, el fondo de pretensión que regula toda ceremonia. Su visión se muestra en un comentario después de una breve fuga; no tiene más remedio que regresar, piensa, «al grupo de los reposados, en la terraza con vista al jardín» (p. 17):

Había huido en pos de no sé qué por ese largo corredor que iba a morir a la cocina; una cocina que no podía imaginarme con los fogones encendidos, las ollas montadas, el delicioso olor a comida: oscura, fría, desocupada. Una cueva, una caverna con sus cacharros apilados, nunca del todo limpios, nunca del todo sucios, siempre a mitad de camino entre el uso y el desuso (pp. 17-18).

 

El apartado de Walter Benjamin sobre Louis-Philippe ha pasado a aceptarse literalmente: lo que escribió sobre el surgimiento del hombre privado en el escenario histórico [geschichtlichen Schauplatz] ahora se traduce con la omisión del adjetivo. De lugar a locación, cada sitio es transformado por la utilería. El espacio vital es en algunos casos un tablado conforme a las interacciones, no la hipóstasis de lo subjetivo. La cocina de Julio y su esposa Margarita existe en oposición al lugar de Claudia, la escritora, cuya formación obedece a propuestas modernas. En The Space Within. Interior Experience as the Origin of Architecture (2016), Robert McCarter cita unas palabras de Louis Kahn, quien consideraba «el cuarto, el simple cuarto como el comienzo de la arquitectura»; el plano, por su parte, vendría a ser «una sociedad de espacios» (p. 81). La narradora de El lugar del escritor vindica un habitáculo que se erige como origen de la trama construida, anterior a ese mundo de aposentos compartidos donde se entrecruzan las cuitas personales o, en el mejor de los casos, las ficciones promovidas por el roce obligado.