Escribo acerca de un eminente epidemiólogo y una filósofa comprometida y trato de recuperarlos en sizigia. He marcado los hitos de mi narrativa sobre Zambrano y Pittaluga con subtítulos que crean una suerte de señales de los senderos que sigue el texto. Hablemos, entonces, de dos grandes intelectuales, en paridad en la obra, buscando entender el vínculo que contrajeron en la experiencia compartida del exilio.
I. LA SYZYGUÍA
Lo escribo como lo escribía Zambrano en sus cartas a Agustín Andreu y como lo dejó anotado entre los inéditos que custodia la fundación que lleva su nombre. Ella retomaba el término de la nominación en latín, syzygia, pero lo escribía tal y como lo pronunciamos algunos. Este término esconde sus orígenes en la antigüedad porque proviene del griego συζυγία, donde significa unión. Siglos más tarde, hacia el ii de nuestra era, ya lo encontramos en manuscritos gnósticos, donde sizigia significa la unión del Logos y la Vida: Cristo y Sofía (la Sabiduría), pareja emanada de eones de Dios, para decirlo con el lenguaje usado dentro de esa cosmología. Valentín fue el teólogo gnóstico que más elaboró el término y parece ser la fuente de donde lo toma Zambrano, siempre según Andreu, cuya correspondencia con la filósofa recogida en Cartas de La Pièce compone un libro peligroso, de esos que una vez abiertos nunca se abandonan, pues sus secretos no cesan de brotar. Uno de ellos es el gnosticismo de Zambrano dentro de su peculiar cristianismo. «Una gnóstica precoz, alejandrina gnóstica», así la caracteriza Andreu (Cámara y Hurtado, 2015, p. 306).
En este ensayo me centro en cómo experimentó la sizigia María Zambrano con Gustavo Pittaluga. La de ella fue una vida de transmutación de formas de conocimientos: intuitivo, revelado y vital. Quiero, entonces, que leamos en sus palabras su apropiación del término: «[…] La syzyguía o pequeña comunidad con la cual soñamos Ara [su hermana] y yo desde niñas, sin por ello hacer el voto que Lou Salomé cumplió “tan despiadadamente” hasta que deje de cumplirlo tan turbiamente. No, las cumplidas nupcias no deberían de ser ostaculo (sic) para la célula comunitaria que no comunista» (14 de noviembre de 1974, en Andreu, 2002, p. 123). Zambrano escribe estas cartas a Andreu con 70 años, y se refiere a «sueños» que compartía con su hermana en la infancia, revelando que sentía nostalgia de uniones igualitarias entre hombre y mujer, sin excluir el matrimonio, que ambas hermanas practicaron.
Otro dato de valor para entender los orígenes de esta visión del vínculo entre los sexos en Zambrano se encuentra en una correspondencia dirigida al que fue su novio, el capitán Gregorio Campos. «Setenta cartas y misivas, escritas en los años veinte del novecientos», según dice en nota de contraportada la editora, María Fernanda Santiago Bolaños. A partir de una carta datada en 1924, donde Zambrano cuenta a Campos que hace tres años que se conocen, podemos reconstruir en el tiempo una relación íntima pero no matrimonial que tuvo varios aspectos trágicos: la pérdida de un hijo en común, la separación y la muerte de Campos en el batallón de fusilamiento en 1936. Suponemos que la futura filósofa es una muchacha en sus veinte. Esta joven Zambrano (en Bolaños Santiago, 2012, p. 56) escribe: «Y es imposible que la naturaleza humana, tan frágil, esté siempre en vela, por eso cuando dos personas se asocian en su fin común, cuando duerme una la otra debe velar y cuando una caiga de las fatigas del camino, la otra debe recogerla y prestarle fe y esperanza. Esto es lo que yo creo debe existir en una unión buena, y esto no son “cargas”, a mí me parece, ni lo tuyo tampoco, ¿verdad?». Ya estaba «aprendiendo a ser María Zambrano», como diría la prensa reseñando este libro que, sin embargo, recibió el silencio por parte de los estudios académicos zambranistas reacios a descubrir la intimidad de la escritora. Por primera vez leemos a una Zambrano que usa el lenguaje popular –abundan los diminutivos para llamar a Gregorio, su «feíco», «guapico», «nene», etcétera–, lo que obviamente muestra que eran cartas coloquiales; no las que suponemos que escribió a Pittaluga veinte años después, que no están a disposición del público o simplemente ya no existen. Queda en el aire el misterio, pero la incursión, indiscreta o no, en su experiencia amorosa con Campos sí nos indica que era una preocupación de juventud el asegurarse de que su pareja entendía las expectativas que ella tenía dentro de la «unión».
Llegamos justo al año 1936 y la encontramos casada con el historiador español Alfonso Rodríguez Aldave. Ambos parten por un periodo breve a Chile, donde él tiene cargos diplomáticos. Me he ocupado de esta estancia y de su matrimonio con Aldave en otros trabajos (Cámara, 2014), pero, en este recorrido por sus relaciones de pareja anteriores a la que forma con Gustavo Pittaluga, quiero acotar que, muy pronto –tan solo diez años–, el suyo no fue un matrimonio feliz. Hacia 1948 ya se habla de divorcio, y parece que se consumó en 1953. No obstante, su buen amigo en Puerto Rico Ricardo Alegría me contó en el verano del 2010 que no vio una relación «doméstica» en la pareja desde los cuarenta, precisamente sus años en el Caribe. Lo cierto es que tampoco fueron años insoportables, al menos para ella, pues se sabe por carta a Rosa Chacel que estaba orgullosa del esposo que regresaba a España para unirse al Ejército Republicano. Luego, en los primeros años del exilio, se cuenta que Aldave mecanografiaba sus cartas, evitaba a María el bochorno de sus tipos –que, sin embargo, los lectores perdonamos– y corregía esa ortografía dudosa por la que recibía regaños de Lezama Lima. Más duros fueron los años después de la muerte de la madre de Zambrano y la enfermedad de Araceli, cuando Aldave no la proveía de manutención económica en momentos en que la necesitaba mucho. Tampoco fue así luego de duros litigios durante el divorcio. En conclusión, no fue el matrimonio un camino que permitió a Zambrano realizar su añorada sizigia. ¿Lo fue, entonces, la amistad con Gustavo Pittaluga?
II. EL REENCUENTRO EN LA HABANA
Ambos eran exiliados del régimen franquista, que había robado la democracia a España durante la cruenta Guerra Civil (1936-1939). Juntos habían luchado en las trincheras intelectuales que apoyaron a los republicanos desde las filas de la Federación Universitaria Española (FUE), así como desde la Liga de Educación Social (LES). En alguna asamblea de estos grupos debieron conocerse, y sugiere Rogelio Blanco (2007, p. 43) que ya comenzaba una «relación que va más allá de lo intelectual». Pittaluga llegó a La Habana procedente de la Francia ocupada por los nazis en 1937; Zambrano, exiliada desde 1939, llegó de México en 1940. Cuando se reunieron en Cuba, España era un país al que ninguno de los dos podía regresar. Para él, suponía la perdida de la patria adoptiva, pues había nacido en Florencia, Italia, en 1877; Zambrano, se quedaba sin su tierra. Como sabemos, nació en Vélez Málaga en 1904, 27 años después que Pittaluga.
Quizás esa diferencia de edad contribuya a explicar que él dijera en una carta que la quería «como a una hija» (Pittaluga, 2007, p. 47), mientras que ella lo veía como «gran amigo y compañero» (Zambrano, en Andreu, 2002, p. 71). Para el momento en que vuelven a verse, existe otra diferencia que podía influir en la posición paternal que parecía haber asumido Pittaluga: él tenía tras de sí una carrera definida por varios libros y había realizado trabajos investigativos que avalaban aportes científicos reconocidos en varios países; Zambrano, por su parte, tuvo que abandonar España sin terminar su tesis doctoral sobre Spinoza, aunque con el prestigio de haber pertenecido a la famosa Escuela de Madrid y de haber sido discípula de Ortega y Gasset. También había publicado artículos relevantes en la Revista de Occidente y tres libros, uno en España y dos en México.
En 1941 Pittaluga y Zambrano trabajan juntos en las comisiones del importante encuentro de intelectuales Plática de La Habana, donde se examinó en profundidad el tema «América ante la crisis mundial» –obviamente refiriéndose a la Segunda Guerra Mundial, entonces en curso–. El documento final de la asamblea, «Declaración de La Habana», es un testimonio indispensable para entender esta sombría época, sus debates políticos y la esperanza en juego de la democracia. Participaron pensadores de América como Alfonso Reyes y Germán Arciniegas, junto a importantes intelectuales cubanos como Fernando Ortiz, Jorge Mañach y, entre otros, Juan Marinello, con quien Zambrano tuvo un acalorado y revelador debate que muestra como ella ha ido cambiando su ideología política. María Zambrano ha dejado atrás el antifascismo beligerante de los años treinta para dar espacio a un nuevo discurso sobre la importancia de la ética individual dentro de la política, llegando incluso a invocar el ejemplo de Cristo y a aludir a su «pasión y padecimiento» (Comisión Cubana de Cooperación Intelectual, 1943, pp. 106-107 y 226-227). Todo ello en abierto enfrentamiento con las tesis del intelectual comprometido de Marinello, que años atrás, en 1937, ella mismo celebró en el número X de la revista Hora de España (pp. 72-74). Resumiendo, Zambrano adelanta en este ágape la tesis de su libro de 1958 Persona y democracia: la primera exigencia del régimen democrático es el cultivo de la persona. Su relevancia dentro del importante cónclave de ideas se nota más cuando constatamos que participan solo dos mujeres, Zambrano y la periodista norteamericana Freda Kirchwey, que tuvo una intervención mínima. Por su parte, el doctor Pittaluga, pese a que su nombre está en la lista, no parece haber realizado ninguna intervención sustancial o, al menos, no se recoge en las memorias, que tuvo la gentileza de obsequiarme ese gran estudioso del exilio español en Cuba que es Jorge Domingo Cuadriello.