Permítaseme ahora acercar más mi lente a la obra de Pittaluga. Es indispensable para reconstruir esta sizigia habanera tratar de explicar qué tenían en común el maduro científico y la joven filósofa, qué los llevaba al placer de contemplar juntos el rayo verde. Estimo que la diferencia en el estado de sus respectivas carreras, y quizá también la cuestión de género, se dejó sentir en el modo en que fueron recibidos Pittaluga y Zambrano en el ambiente académico cubano, por entonces renuente a incluir extranjeros. Por esta razón, al doctor Pittaluga se le obligó a revalidar sus méritos internacionales para poder dar clases en la Universidad de La Habana, y sus entradas de dinero provenían más de conferencias constantes y publicaciones, tanto científicas como en revistas culturales como Carteles y Bohemia. «Pero le faltó grandeza y patriotismo al ambiente médico cubano de aquel momento, vieron en él no ya al gran maestro, sino al competidor que afectaría sus intereses económicos y prefirieron rodear su labor con un muro de indiferencia hasta llegar a anularla» (García Delgado, 1983, p. 161), se ha dicho en Cuadernos de Historia de la Salud, otra publicación cubana que lo ha honrado. No obstante esas dificultades, Pittaluga mostraba una gran vocación por las humanidades y un gran amor por la cultura cubana, que probó a través de un intenso trabajo cultural, que extendió incluso a dar charlas radiales en la popular Universidad del aire.

¿Pesaban además circunstancias personales? Es muy posible. Pittaluga era descendiente de un reputado linaje de médicos italianos y contaba con su propia familia, establecida desde hacía años, pues estaba casado con la madrileña María Victoria González del Campillo y era padre de tres hijos. Su casa en El Vedado, que ahora lleva una placa con su nombre, muestra aún con decoro un estatus social que Zambrano nunca tuvo en Cuba. Ella transitaba por casas de amigos que la acogían –entre otros, Lydia Cabrera– o vivía en apartamentos alquilados de modo provisional. También estaba casada, pero su esposo era un historiador sin trabajo y había tenido que dejar atrás, en París, a su hermana y a su madre enferma, a las que enviaba toda la ayuda monetaria que podía, y por cuya separación penaba profundamente. No puedo menos que pensar que la inestabilidad económica y la fragilidad emocional conspiraban contra su productividad intelectual. Aun así, se abrió paso, publicando y dando charlas en varios prestigiosos medios. En particular, se destacó la estrecha colaboración que mantuvo con el grupo Orígenes y con la revista del mismo nombre. Todo ello ha sido documentado prolijamente en las páginas de Islas, una antología y estudio de Jorge Luis Arcos, y demuestra que Cuba fue el primer peldaño de la carrera literaria y filosófica por la que se la reconoce años más tarde, en 1988, con el Premio Cervantes de la Lengua Española.

Se aprecia en el currículo de Pittaluga toda la gama de preocupaciones que podría motivar esas largas conversaciones con Zambrano, y que tanto echa de menos en las cartas que veremos seguidamente. En la bibliografía del italiano destacan obras ensayísticas sobre temas psicológicos y éticos como Seis ensayos sobre la conducta (Buenos Aires, 1944), aunque las más relevantes, de carácter científico, están dedicadas al mundo de la investigación biológica. En particular, a lo referido a la sangre, al punto de que se le ha llamado «el fundador de la moderna hematología» (García Delgado, 1983). El interés surge cuando las preocupaciones filosóficas y los acercamientos mítico-culturales comienzan a cruzarse, desbordando el compás de la hematología. Pongo como ejemplo su ciclo de conferencias pronunciadas en La Habana donde el tema de la sangre adopta tintes antropológicos y simbólicos, lo cual se deduce de algunos títulos: «El mito de la sangre», «El linaje de la sangre» y «La risa y la sangre». Por eso no deben conducirnos a asombro libros totalmente disociados de sus intereses científicos como el especulativo y divertido Coloquios interplanetarios (1952), de temas varios entresacados de su trabajo como articulista, o el bien argumentado Diálogos sobre el destino (1954), que dedica a la cultura cubana y tantos elogios mereció en la prensa habanera de entonces. No obstante, Pittaluga confiesa a Zambrano en una carta: «Aquí ya están editando, con un prólogo de Mañach, que ha insistido en ello y se ha portado muy bien en todo, el libro aquel de Diálogos sobre el destino. No me interesa nada desde el punto de vista intelectual, pero sí el cobro de los discretos emolumentos por la edición de 2000 o 3000 ejemplares» (Pittaluga, en Blanco, 2007, p. 69). Antes le había adelantado sobre el libro, con complicidad: «Le sacaremos algo» (Pittaluga, en Blanco, 2007, p. 59).

 

III. GRANDEZA Y SERVIDUMBRE DE LA MUJER: LA OBRA EN COMÚN

El libro que le valió más elogios a Gustavo Pittaluga desde el punto de vista literario fue Grandeza y servidumbre de la mujer (1946). Todo indica que lo escribió en estrecha y no reconocida colaboración con Zambrano, algo que con tristeza él menciona en una carta, donde, hablando de una reseña que ella publicó, le reprocha: «[…] Las frases despectivas con las cuales rehusaste reconocer toda colaboración espiritual conmigo me han aleccionado, llegándome muy a lo hondo…» (Pittaluga, 2007, p. 53). Este episodio de colaboración fue a la vez productivo y frustrante para Pittaluga.

Algunos antecedentes del interés de Zambrano en el tema se remontan décadas atrás. Ella ya había mostrado signos de su intención de escribir un libro al respecto, según le comenta a Alfonso Reyes en 1939, dato que recoge la antología de cartas entre ambos Días de exilio (Enrique Perea, 2006, p. 381). Antes aun, en 1928, había usado la expresión «grandeza y servidumbre» (Zambrano, en Ortega Muñoz, 2007, p. 91) refiriéndose a la mujer en uno de sus artículos publicados en El Liberal. Quizá la más cercana interacción entre los dos intelectuales que pudo dar lugar a la escritura del libro debe buscarse en el ciclo de conferencias que en 1940, en el mes de marzo, imparte Zambrano en la Sociedad Universitaria de Bellas Artes bajo el título global de «La mujer y sus formas de expresión en Occidente», y que luego se publicó en los números 45 y 46 de la Revista Ultra: «La mujer en la cultura medieval» (1 y 8 de marzo), «La mujer en el Renacimiento» (15 de marzo) y «La mujer en el Romanticismo» (24 de marzo). Esta estructura cronológica se mantiene en el libro de Pittaluga, jalonada por calas informativas sobre figuras históricas en particular. Andreu (2002, p. 367) no tiene reparos en decir: «Gustavo Pittaluga, su gran amigo, le escribió en Grandeza y servidumbre de la mujer (Buenos Aires, 1946) la galería de mujeres y maneras de representar e intervenir estas, desde la prehistoria hasta nuestros días». Blanco (2007, p. 45) es menos directo y dice que en el libro «se siente la mano de Zambrano». Finalmente, Ortega y Muñoz, en su libro La eterna Casandra, se declara deudor de los estudios sobre la mujer realizados por ambos. Los tres estudiosos apuntan hacia la misma tesis que defiendo, pero insisto en adscribir al carácter de colaboración «espiritual», esa que dolía a Pittaluga que Zambrano no hubiera reconocido. Quizás él pudo haberla escuchado en aquellas conferencias de Bellas Artes, como ella dice haberlo escuchado a él en una conferencia ofrecida en el Lyceum en el año 1943 (Ortega Muñoz, 2007, p. 199). Lo cierto es que, después de publicar en 1947 su reseña en Sur –escrita en 1946, como aclara Ortega Muñoz (2007, p. 204) basándose en la consulta del texto original–, la veleña no volvió a abordar el tema de la mujer explícitamente dentro de una reflexión cultural. En mi opinión, su objetivo estaba logrado, el tema se había expuesto y esto era lo importante, lo necesario en el gran cauce impersonal de las ideas donde se mueve el pensamiento zambraniano. No sería este el primer ni el único trabajo donde Zambrano hace de la autoría un palimpsesto de voces. Dejemos este gran tema para otra ocasión y pasemos al marco más íntimo de la relación con Pittaluga, repasando algunas de las cartas recogidas por Rogelio Blanco.

 

IV. UNA CORRESPONDENCIA SIN SOSIEGO

No tenemos las cartas en que se implica que ella respondiera. Según Andreu (2002, p. 291), María le cuenta que, viviendo en La Pièce, quemó las cartas de Pittaluga, pero quizá solo quemó las de ella, que no sabemos dónde están, o algunas de las escritas por él. Por no haber información disponible, este apartado nos lleva al examen de lo que Pittaluga escribe y Blanco logra recoger. De esta muestra, solo tenemos una certeza: el desosiego de Pittaluga, que duró al menos una década, si juzgamos de la primera carta de 1943 hasta la última de 1953, en la que, estando ella en Roma y él en La Habana, Pittaluga dice escribirle desde una «soledad transatlántica».

Algunos de sus investigadores no dudan en calificar de «amorosa» la relación entre ambos. Así es para Blanco (2007, p. 43) y para Moreno Sanz (2014, p. 73). Aparecen menciones en la correspondencia entre Andreu y Zambrano, y de forma muy sensible Ortega Muñoz (2007, p. 71) opta por emplear la misma palabra que Zambrano usaba para calificar su vínculo con Pittaluga: «compañero». Solo refiero lo que puedo citar aunque, en más de una ocasión, en intercambios coloquiales o en artículos periodísticos he oído o leído de pasada la referencia a Pittaluga como «el amante» de Zambrano. Sobre este aspecto de la transmisión oral quiero citar una anécdota que debo al estudioso Joaquín Verdú, de quien tuve la oportunidad de escuchar una de esas leyendas hace ya varios años. El 14 de enero del 2014 me decidí a escribirle un correo electrónico. Procedo a transcribir el intercambio.

Le decía entonces a Verdú con demasiado aplomo: