Mi opinión, basada en las cartas de él a ella que publicó Blanco y en mi propia interpretación de la rica personalidad del sabio doctor por sus libros, es que no hubo intercambio carnal entre ellos. Que se encontraran en el cementerio es más que probable. A ambos les atrae el tema muerte/vitalidad y, por otra parte, todo cubano o cubana ha ido a ese lugar a noviar. Ya sabes lo bello que es, lo lleno de tradición y de luz. Entonces, quiero usar la anécdota no como prueba de veracidad, sino de verosimilitud. Ella, en su vejez, revive momentos como los hubiera querido vivir. Quienes la escuchan –tú en este caso y otros que también debieron compartir esta historia– dan credibilidad a lo narrado, pues, en María, sobre todo esa María de los años ochenta, hay espacio para hechos así. Como trabajo con teoría feminista, como sabes, uso el concepto de performatividad para validar construcciones subjetivas. Y esa María del cementerio es real a nivel del texto oral/auroral que se construye entre ella, quienes la escuchan y la figura complejísima de Pittaluga (entonces en el recuerdo).
Me contesta Verdú (14 de enero de 2013):
Te respondo en lo referente a tu pregunta. María me contó una tarde en su casa de Ginebra en un tono festivo y riendo al recordarlo. No recuerdo que pronunciase el nombre de la persona que, por deducción, descubrí más tarde sería Gustavo Pittaluga… María me había contado en esta isla de las vivencias de uno de sus más hondos encuentros amorosos. Y uno de los lugares de sus citas temporales era el cementerio de La Habana. Y la llegada inoportuna de un entierro –lo lógico se transforma aquí en ilógico– al que acompañaban muchos conocidos… La huida apresurada ante aquella indiscreta presencia…, su caída en una de las tumbas abiertas…, la pérdida de un zapato…, la rotura de medias… Cuando llegué a La Habana quise visitar aquel escenario. La idea que de un cementerio podemos tener en España quedó completamente alejada de cualquier coincidencia. Era un jardín de bellos paseos, rincones, y las tumbas reflejaban un aliento de vida perdida mas vivida…, una comunicación entre muerte y vida… Te lo cuento tal como aparece en mi libro: La palabra al atardecer (Endymion, Madrid, 2000).
Según la pintora Rosa Mascarell, quien fue su secretaria durante los últimos años, Zambrano operaba también por seducción, y por eso le pesaba dejarse ver por sus admiradores al final de su vida, cuando su físico había declinado. El comentario de Mascarell me da otra razón para entender por qué gustaba de compartir historias de tiempos anteriores con quienes la visitaban en su pisito madrileño, anécdotas quizá alteradas por la desmemoria pero que alentaban a los otros a convertirlas en leyendas que la perpetuaban en su juventud, cuando una elegante belleza acompañaba a la inteligencia, cuando conquistaba mentes y corazones… Eso es lo que veo en esta bellísima historia que nos cuenta Verdú. Pero aun así, sin la seguridad de entonces, sin formularlo como opinión, sino como intuición, argumento ahora que, en la correspondencia de Pittaluga a Zambrano, las palabras no me conducen al mundo gozoso de lo erótico, sino a los enrevesados dominios de la intimidad y la complicidad intelectual, donde el contexto del exilio habanero permea todo el intercambio. Pasemos a las citas que tomamos de la compilación de cartas que ofrece el trabajo de Rogelio Blanco.
El primer texto es un escrito de Pittaluga de 1943 que no cabe clasificar como carta, pues no tiene destinario, pero encabeza la compilación. El tono pesimista puede explicarse por el contexto histórico, mas pienso que estas líneas caen dentro del género del diario por sus observaciones emotivas y también por consignar fecha y lugar al final. Cito algunos fragmentos:
Creo que he llevado a cabo una obra buena, de trascendencia para España… Creo que he conducido la labor colectiva con serenidad y firmeza. Me siento satisfecho de ello, dentro de la gran fatiga que nadie puede medir…, y que procede de otras causas que nadie ha de conocer… Y al propio tiempo, he tenido el supremo consuelo de encontrar uno de los más nobles espíritus femeninos que puedan existir: la forma de un ensueño ideal, que con toda la riqueza de su gracia y de su bondad me ha asistido y me asiste en mi angustia, en el ansia inagotable que compartimos ante la dolorosa realidad de la vida. Pero esta mujer no me pertenece. No es asequible a mis anhelos sino a través de horribles transacciones de la aspiración a la belleza, incompatibles con la pureza, que es una condición esencial… (Pittaluga, 2007, pp. 46-47).
Otro testimonio aparece fechado el 14 de septiembre de 1944: «He dudado mucho antes de reanudar este diario». Con incertidumbre, Pittaluga (2007, p. 48) se pregunta: «¿Para quién escribo? ¿Qué ojos, torvos en el resentimiento, leerán estas páginas?». Es retórica la pregunta, pues más adelante comienzan las imprecaciones como en un diálogo directo donde reprocha a Zambrano el desdén que le manifiesta. El texto enfatiza «esta mañana» con una conmovedora urgencia de abrirse a la confesión de la pena que se siente: «Y tú sigues altiva tu camino… La lección que me has dado ha sido dura» (Pittaluga, 2007, pp. 48-49). Más específicamente nos enteramos de que ella necesita «serenidad», «impasibilidad», y él añade, culpabilizándola: «Que te son, por lo visto, más gratas o más necesarias que nuestro querer» (Pittaluga, 2007, p. 49). Nos ocuparemos luego de esa incomprensión de Pittaluga hacia la «impasibilidad» que Zambrano había defendido para su vida como una condición del intelectual, incluso entre el excelso grupo de varones reunidos en La Plática de La Habana (Comisión Cubana de Cooperación intelectual, 1943, p. 106).
Ahora prefiero llamar la atención sobre esa expresión coloquial, dulce, íntima –«nuestro querer»– que confirma que estamos ante una relación de mucha cercanía, que le da a él derechos a reclamarle. Es interesante leer que ya «no son las cosas externas, ya no es el cerco, ya no es la esclavitud, el tormento de las circunstancias adversas» –recuérdese que ambos están casados–, sino que «ahora soy yo, es mi yo interior, que no puede, que no debe llamarte. ¿Qué es esto, Dios, qué es esto?» (Pittaluga, 2007, p. 49). Pittaluga nos conmueve con un tono de desesperación que indicaría sorpresa ante lo que está pasando. En realidad, pensamos que él lo sabe y asume.
A nuestro parecer, en estas anotaciones, correspondientes al año 1944, estamos ante un intercambio donde ella controla el nivel de entrega y, por momentos, aumenta la exigencia de la «pureza» que debe regir la relación, pero también inferimos que él acepta el pacto. Sin las cartas de ella, todos los juicios se desprenden de la versión que dan las cartas de él. De estas, creemos que puede derivarse la construcción, por parte de Pittaluga, de una imagen de enamorado fiel casi hasta el sacrificio, pero, sobre todo, de alguien cuyo amor lo ha convertido en un ser incólume al desprecio. Esta posición discursiva no se abandona en el resto de las cartas (no tenemos espacio para analizarlas, aunque hemos comprobado que resulta coherente). En un nicho seguro, él puede seguir cultivando su papel de amante tanto en su escritura como en sus relaciones prácticas con la filósofa. En varias misivas posteriores, se nota que prefiere escribirle solo de los asuntos prácticos que la preocupan: la salud de su hermana, los libros que tiene en progreso o sometidos a editoriales, las amistades comunes y también las cuestiones de orden pecuniario, frente a las cuales él representa una ayuda. Los asuntos van desde la gestión para que la revista Bohemia publique un texto de Zambrano (Pittaluga, 2007, p. 59) hasta el envío directo de dinero a París, aunque no se encuentre él mismo en buena situación económica (Pittaluga, 2007, pp. 56, 63 y 69). Pittaluga evita las zonas de conflicto y alude a su propio matrimonio como «esclavitud» en más de una ocasión (Pittaluga, 2007, p. 51), lo cual puede ser su profunda verdad o una manera elegante de presentar su situación de hombre casado. Respecto a Aldave, se refiere siempre con familiaridad y sin ningún tipo de celo (Pittaluga, 2007, p. 52).
Muchas pruebas se acumulan sobre las estrategias amorosas que despliega Pittaluga durante años para seguir manteniendo la comunicación desde su lugar dentro de la relación, al que él nunca renunciará. Dos años después de la carta-ruptura, el 10 de septiembre de 1946, cuando ella está en París porque su madre ha muerto, él le escribe: «Solo quiero que sepa que estoy allí con usted…, y que quiero tener un sitio en su corazón angustiado. Suyo siempre. Gustavo» (Pittaluga, 2007, p. 47). En 1953, las hermanas se han establecido en Italia y en La Habana continúa su delirio el doctor: «Me veo, hoy, releyéndote, cogido del brazo contigo, subir desde la Piazza al Pincio, y pasear, pasear, pasear. Ensueños» (Pittaluga, 2007, p. 67).
V. ESAS «HORRIBLES TRANSACCIONES DE LA ASPIRACIÓN A LA BELLEZA»
Así consideraba Pittaluga los obstáculos que encontraba a los requerimientos de sus «anhelos», pero Zambrano tenía otras «ideas». María vive y escribe dentro de un «orbe» donde belleza y pureza son sinónimas condiciones del desarrollo del logos. Es imposible referirme a ese «orbe», tratar de explicarlo requiere un andamiaje de citas para el cual se me acaban las páginas. Pero sugiero este sendero, que otras investigaciones podrían seguir.
Para entender de dónde proviene en su cosmovisión el lugar que ella le asigna a su «amante italiano», debemos remitirnos a la utópica sizigia que desde niña añora Zambrano para mantener su independencia y fuerza como mujer y persona, esa que se logra solo en la unión interpares. Además, debemos considerar el alto concepto que María Zambrano tenía de la doncellez, que parece que también viene de su juventud. ¿Provenía de su formación literaria clásica o de la parte más íntima de su cristianismo, de su deslumbramiento por la figura de la Inmaculada Concepción? Dejo la pregunta abierta y solo anoto que en su obra se rastrean ambas fuentes en la representación de mujeres; entre otras, figuras mitológicas como las sibilas, religiosas como Santa Catalina, literarias como Ofelia e históricas como las de Diotima y Simone Weil. También se observan estas referencias, con más diapasón, en su ensayo sobre Eloísa, en su obra de teatro sobre Antígona y en su antología de 1987, realizada en colaboración con Edison Simmons y Juan Vázquez, Sueños y procesos de Lucrecia de León.