Para apoyar su discurso, Vargas Llosa cita un fragmento de Darío, proveniente de La caravana pasa (Darío, 1917, 145-146):
«¡Los comienzos! Es decir, los sueños, las esperanzas, el entusiasmo. Esos principios son más bellos muchas veces que las más triunfantes victorias. Siquiera porque toda esperanza es hermosa, y todo logro quita el placer de esperar y da el cansancio humano de lo conseguido. La posesión de la gloria es lo mismo que la posesión de la mujer».
A partir de esta afirmación formula Vargas Llosa una serie de preguntas retóricas que tienen, probablemente, más que ver consigo mismo que con Darío:
«¿Escribiría Faulkner como escribe si no hubiera leído a Joyce, y el purísimo estilo de Borges sería posible si no hubiera existido Marcel Schwob? Pero en estos autores, esas lecturas han sido asimiladas, han contribuido a la formación de una nueva personalidad, se han integrado» (Vargas Llosa, 2001, 58).
Del mismo modo, menciona el estudio que Sartre escribiera sobre Baudelaire, publicado en 1947 (59), y que, de alguna forma, puede considerarse un modelo para este primer ensayo de Vargas Llosa. De hecho, en la edición de Losada de la traducción realizada por Aurora Bernárdez del ensayo sartreano, Michel Leiris apunta en el prólogo:
«Determinar cuál fue la vocación (destino elegido, llamado, por lo menos consentido, y no destino pasivamente soportado) de Charles Baudelaire, y, si la poesía es vehículo de un mensaje, precisar cuál es, en el caso considerado, el contenido más ampliamente humano de este mensaje» (Leiris, 1958, 7).
Por este motivo Vargas Llosa concluye que «en ese tiempo, no era aún Darío, es decir, una personalidad formada […] era, solamente, una vocación que trata de orientarse» (2001, 51). Y señala el punto de inflexión en el que se clausura esa imitación bulímica: entre 1887 y 1888, en torno a Azul…, y, más concretamente, a partir de la lectura de Zola que transparenta el cuento de «El fardo», y que identifica, después de todos esos años de repetición, eclecticismo, tanteos, confusión y necesidad de orden, con «el instante en que nace Rubén Darío» (59).
En el segundo capítulo («El impacto de Zola, la experiencia de “El fardo”»), Vargas Llosa se ocupa, precisamente, de iluminar ese instante, basado además –como apuntaría el mismo Darío en sus notas a la segunda edición de Azul…– en una experiencia real:
«Éste es un episodio verdadero, que me fue narrado por un viejo lanchero en el muelle fiscal de Valparaíso, en el tiempo de mi empleo en la Aduana de aquel puerto. No he hecho sino darle la forma conveniente» (Darío, 1995, 312).
El joven crítico Vargas Llosa, sin embargo, valora el cuento de un modo tan revelador como contundente e insospechado:
«Es improbable, sin embargo, que “El fardo” haya conmovido a alguien. Es demasiado evidente que el autor describe ese medio con la misma frialdad impasible con que el cirujano manipula el cadáver que autopsia, y que ve en él sólo un pretexto para escribir […]. Darío va a darse cuenta de que es imposible que de ahora en adelante continúe en esa posición de eclecticismo y universalidad, en la que intenta todos los estilos, todos los temas, todos los sentimientos, todas las emociones. Darío va a dar un sentido, personal, nacido de una decisión, a la literatura y desde entonces ésta va a ser ya su literatura. Con la experiencia de “El fardo” Darío va a comprender lo que no quiere escribir: va a elegir al revés» (Vargas Llosa, 2001, 68).
Como continúa analizando en el capítulo tercero («El origen de una vocación. La aptitud formal»):
«Darío no comienza, pues, a escribir impulsado por el deseo de comunicar algo, su caso no es el del escritor o del poeta que tiene muchas cosas que decir y cuyo drama, cuyo problema esencial está en buscar una vía de expresión para esa imperiosa urgencia interior, sino de quien se descubre una aptitud, una habilidad a la que trata de dar un contenido, una consistencia. Hasta ahora ha tratado de llenar esa estructura vacía, esa disposición, de cualquier manera, siguiendo el primer impulso, sin tomar casi en cuenta los temas de sus escritos, seleccionando aquellos de acuerdo a sus lecturas, a los pedidos que recibía, a los compromisos poéticos que surgían en las reuniones en que era solicitado por su “rítmico don”, es decir, viendo los temas como un simple pretexto, como rellenos» (93).
En tal sentido, hay que apuntar que, en esta lectura especular que se propone aquí, la imagen que le devuelve Darío a Vargas Llosa es, precisamente, una imagen invertida, ya que –como antes se ha apuntado apenas al paso– el escritor peruano se reconoce más bien en el proceso contrario de tener que realizar un gran esfuerzo para poder canalizar y vehicular su aliento narrativo –más en la línea de Flaubert, como estudia con detalle a partir de la lectura de su correspondencia, principalmente–. Sobre todo, esto es así en sus primeras novelas, que parten de la experiencia vivida, con un trasfondo autobiográfico probado;[i] sucede tanto en La ciudad y los perros como en La casa verde (1966), por poner los ejemplos más inmediatos, aunque incorporen cierto «elemento añadido» o «muda» que hace que ese material magmático dé el necesario «salto cualitativo» que lo transforme, de forma convincente, en ficción.
Para definir el intento fallido de «El fardo» desde su perspectiva, Vargas Llosa emplea una imagen que aparece en el tercer soneto de «Trébol» de Cantos de vida y esperanza (1905), donde Darío compara la obra de Góngora con una «jaula de ruiseñores labrada en oro fino» (Darío, 1995, 407, v. 8). En este caso, Vargas Llosa subvierte la imagen y compara el relato con «un buitre encarcelado en la primorosa jaula de un canario» (Vargas Llosa, 2001, 102). Y añade que, «al escribir “El fardo”, Darío, sin saberlo, acercaba al fuego sus encantadoras “manos de marqués”» (103). Al mismo tiempo, Mario Vargas Llosa se apoya en las propias palabras del nicaragüense en Historia de mis libros, donde éste acepta haber escrito ese cuento como «reflejo […] inmediato», pues Darío acababa de conocer algunas obras de Zola a propósito de las cuales observaba: «No correspondiendo tal modo a mi temperamento ni a mi fantasía, no volví a incurrir en tales desvíos» (Darío, 1919, 175). Vargas Llosa, sin embargo, rastrea junto con Raimundo Lida (1950), en un primer momento, cómo aún hay huellas de Zola en un cuento posterior, de febrero de 1889, «La matushka», y sigue buscando huellas de esa lectura en otros textos a lo largo de la trayectoria de Darío, como es el caso de «Cerebro y carne», el poema «La dama de las camelias» (1894) –sobre Nana (1880) y la impresión de su lectura– o las referencias desperdigadas a lo largo de Los raros (1896) en los perfiles dedicados a Leconte de Lisle, Leon Bloy, Jean Moréas y Max Nordau, prosiguiendo hasta crónicas aún más tardías recogidas en Peregrinaciones («Noel parisiense», en Darío, 1901, 130), La caravana pasa (Darío, 1917, 157) y Opiniones («El ejemplo de Zola»). En esta última recopilación, en ese apunte (Darío, 1918, 7-21), el propio Darío da cuenta de su asistencia en 1902 al entierro de Zola, donde rinde homenaje «al servidor de la verdad, al profeta de los proletarios», en palabras de Vargas Llosa (2001, 153).
A partir de este análisis de la presencia de Zola en la obra de Darío, el entonces joven escritor peruano reflexiona y concluye:
«Aunque Darío nace a la literatura como hemos visto, insurgiendo contra Zola, tomando partido contra él, y alcanza su plenitud y su solidez, impugnando o desafiando insolentemente a aquel, íntimamente, secretamente, se mantuvo ligado a él» (152).
En este sentido, Vargas Llosa observa en Darío un proceso contrario al suyo: «Darío ha rechazado algo: la realidad. En su lugar ha escogido su sueño» (Vargas Llosa, 2001, 117), y con ello, desde su perspectiva, desde su elección, «el artista sacrifica la realidad al arte, es decir, a la belleza. De este modo, salva la pureza de la actividad artística. Al naturalismo, o al realismo, que contaminan la poesía o la prosa con elementos antiestéticos, es decir impuros» (118). Es más, todavía sigue insistiendo en especificar que:
«Darío fue un artepurista nato y su obra, a pesar de algunos escritos, como los poemas “A Roosevelt”, “Salutación al águila”, y otros, de tema americano, en los que, inexactamente, se ha querido ver cierto tipo incipiente de realismo o de poesía social conserva una unidad interna, ideológica, consecuente con la que se conoce, algo generalmente, con el nombre de literatura gratuita, artepurismo o literatura no comprometida» (133).
Otro va a ser, por el contrario, el camino que acabará tomando Vargas Llosa en ese tramo inicial de su trayectoria literaria, como sabemos: el camino del compromiso literario, a la manera sartreana. Acaso esta reflexión sobre la obra de Darío pudo ayudar a Mario Vargas Llosa a tomar impulso en ese otro momento de inflexión, el propio, también al principio de su carrera, antes del común e iniciático viaje a París.