POR DUNIA GRAS
En 1958, un jovencísimo Mario Vargas Llosa –veintidós años– presentaba en la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, su alma mater, una tesis para optar al grado de bachiller en Humanidades. El título de este trabajo de investigación, muy explícito, fue Bases para una interpretación de Rubén Darío. El texto no se publicaría hasta muchos años después, en la editorial de esta misma institución universitaria, como homenaje al ya más que reconocido autor peruano, en 2001.

Se trataba del primer estudio literario de envergadura del entonces escritor novel –ahora Nobel–. Antes, había publicado en el suplemento dominical del periódico El Comercio tres series de entrevistas, entre 1955 y 1957, con los más relevantes autores peruanos (Rodríguez Rea, 1996),[i] así como «reseñas bibliográficas», es decir, crítica literaria. Del mismo modo, había ejercido la crítica cinematográfica, con el seudónimo de Vincent N., en el periódico Extra. Aunque su experiencia periodística databa de antes, de 1952, cuando, con quince años, durante las vacaciones, comenzó a colaborar en el diario La Crónica (Gargurevich, 2005),[ii] un año después de haber trabajado en una agencia de noticias, la International News Services.

Más allá de sus inicios en el periodismo, Vargas Llosa había estrenado unos años atrás, en 1952, una obra de teatro (La huida del inca) en Piura, donde entonces vivía y colaboraba en el periódico La Industria. Asimismo, había publicado ya algunos cuentos: «El callejón» (Turismo), «El abuelo» (El comercio, Lima, 9 de diciembre de 1956) y «El desafío» (Cultura Peruana, n. 117, marzo de 1958, pp. 16-19), relato éste último con el que ganó el premio de la Revue Française que le permitiría realizar su primer viaje a París, precisamente en ese mismo año.[iii] Por entonces, trabajaba en Radio Panamericana y había fundado junto a sus amigos y colegas Abelardo Oquendo y Luis Loayza la revista Literatura (1958-1959) –aunque sólo durara tres números–, proyecto truncado, en buena medida, por este viaje iniciático.

El lector se puede preguntar, en un primer momento, por qué Vargas Llosa, el narrador que hoy día todos conocemos, eligió, de todos los temas posibles, a Rubén Darío –aparentemente tan alejado de lo que será su obra– para redactar su primera investigación literaria ambiciosa. Muy posiblemente, sus profesores de entonces, Luis Alberto Sánchez –quien le sugiriera el tema– y Raúl Porras Barrenechea –con quien colaboró como asistente durante cuatro años–, dos de los pesos pesados de los estudios literarios en el Perú, jugaron un papel decisivo en esa elección, como el propio Vargas Llosa deja entrever junto a sus agradecimientos.[iv]

A pesar de la posible imposición inicial del tema, me atrevería a decir que había también un interés particular en Vargas Llosa, como creo que se trasluce en las páginas del texto e intentaré mostrar a continuación. El entonces joven escritor peruano eligió a un autor que representaba un espíritu cosmopolita y un reconocimiento literario que había trascendido fronteras, y que encarnaba el ideal de su deseo juvenil como literato en ciernes. En este sentido, Vargas Llosa logrará conectar de una forma extraordinaria con Darío, de tal modo que este estudio le servirá también para reflexionar sobre algunas cuestiones fundamentales que le atañían de pleno en sus propios comienzos como escritor.

Podría decirse que Vargas Llosa lleva a cabo, muy probablemente, una lectura especular viendo en Darío un modelo a seguir y un ejemplo del que aprender a partir del análisis de un momento decisivo al principio de la carrera de éste, que representará asimismo su consagración; en Azul… (1888), un texto cuya primera edición publicará Darío con veintiún años. El análisis le sirve de reflexión a Mario Vargas Llosa para entender un momento semejante en su propia trayectoria literaria, en un instante clave de toma de decisiones, y estando también imbuido por ese entonces en lecturas de escritores franceses[v] –en este caso, Albert Camus y Jean-Paul Sartre–, atento a las novedades de París y, sobre todo, de la revista Les Temps Modernes, hasta el punto de que sus amigos lo apodaron el Sartrecillo Valiente (Oquendo, 1999; Vargas Llosa, 1993, 273-303).

De hecho, el interés de Vargas Llosa iba más allá y, como recuerda en su libro de memorias El pez en el agua (1993), después de realizar esta primera aproximación a la obra del nicaragüense –por la que obtuvo la máxima nota, summa cum laude– deseaba continuar y profundizar en esa misma línea de investigación en la que debía de ser su tesis doctoral. La concesión de la beca Javier Prado le permitiría llevar a cabo una estancia de diez meses en la Universidad Complutense de Madrid, donde la viuda de Rubén Darío, Francisca Sánchez («la princesa Paca»), había depositado su archivo dos años atrás, en 1956. Sin embargo, este proyecto se truncará, no sólo por el ambiente asfixiante con el que Vargas Llosa se encontrará en la capital española durante esos años del franquismo, sino por una urgencia mayor: la escritura de su primer proyecto narrativo de largo aliento, iniciado ese mismo año, Los impostores, que acabaría convirtiéndose en La ciudad y los perros (1963), ya instalado y pluriempleado el autor en París, unos años más tarde. Pero esa es ya otra historia (Aguirre, 2015).

Volviendo a Bases para una interpretación de Rubén Darío, como ocurre tantas veces, cuando un escritor escribe sobre otro, en el fondo, está escribiendo sobre sí mismo. Hay quien piensa que la crítica literaria es, de algún modo, una forma autobiográfica. Así sucederá también con Vargas Llosa en sus ensayos literarios posteriores, como, por ejemplo, La orgía perpetua (1975), sobre su maestro reconocido Gustave Flaubert, en quien intuye un mismo esfuerzo compartido del trabajo diario y una lucha constante con la palabra, más allá de la inspiración; o en la investigación que acabará convirtiéndose –finalmente esta vez sí– en su tesis doctoral: Historia de un deicidio (1971), donde, a través del análisis de la obra de su entonces colega y amigo García Márquez, va a construir su propia teoría narrativa. Por mencionar sólo dos ejemplos conocidos y relevantes.

En este caso, Vargas Llosa no se ocupa de toda la obra de un autor, sino de su momento inicial –como decíamos y advierte en el prólogo Américo Mudarra– para observar su metamorfosis, su «transformación de Félix Rubén García Sarmiento en Rubén Darío» (Mudarra, 2001, 9), y da en el clavo al afirmar que «la elección de este literato como tema de tesis obedece a la búsqueda de referentes que legitimen la propia aventura del crítico[:] construir su imagen recurriendo a una figura del pasado que alumbre su futuro» (11). Se plantea, de hecho, de algún modo, la paradoja que Jorge Luis Borges apuntara en su famoso y siempre citado ensayo –incluido en Otras inquisiciones (1976, 107-109)– «Kafka y sus precursores».

A lo largo de cinco capítulos, más unas conclusiones, Vargas Llosa se ocupa, básicamente, de lo que pudo suponer para Darío la lectura de Émile Zola durante aquel viaje (iniciático) a Chile que le llevó a la asunción momentánea y tentativa de los postulados naturalistas mientras trabajaba en la aduana de Valparaíso (1887) en un relato como «El fardo», perteneciente a Azul…, y de las implicaciones inmediatas posteriores al descarte de este camino aquí apenas transitado, lo que representará un punto de inflexión significativo en su trayectoria literaria.

A lo largo de estas páginas, además, Vargas Llosa apunta una serie de cuestiones que unen las imágenes duplicadas de ambos autores como en un espejo, como si se tratara de un reflejo, donde se van identificando los elementos comunes, los paralelismos:

  1. La coincidencia de una historia familiar compleja, donde destaca la ausencia del padre y su sorpresiva aparición posterior, que redunda en el refugio en los libros (interpretación casi psicoanalítica: «el catálogo de sus lecturas juveniles […], el drama interior de que es síntoma» [Vargas Llosa, 2001, 56]).
  2. La precocidad literaria.
  3. El temprano ejercicio del periodismo y, por tanto, la profesionalización de su vocación de escritor.

 

Y, más importante, se reflexiona en torno al papel de los modelos literarios, la imitación y la consecución de una voz literaria propia, cuestiones que intentaré apenas apuntar y resumir a continuación, y que giran alrededor de la lectura de Zola (aunque donde dice «Zola» podríamos leer «Camus y Sartre», en esa meditación autorreflexiva vargasllosiana), evidente en «El fardo» de Azul…, y en las referencias al cosmopolitismo, con París como referente (en dos momentos también previos a un viaje iniciático, el de Darío en 1893, y el de Vargas Llosa, en 1958).

De este modo, en el primer capítulo («La indecisión inicial»), apunta el escritor peruano, poniendo de manifiesto cierta identificación o empatía:

«En los primeros escritos de Darío se advierte, como en un film, aquel periodo dramático de imprecisión y desconcierto que padece quien comienza a escribir. El desasosiego y el entusiasmo, la curiosidad incesante, la vaguedad de propósitos del autor principiante, sin filiación ni firmeza, que avanza por el mundo de la literatura a tientas, desorientado y febril, han impregnado los relatos y poemas que publica cuando es todavía un jovenzuelo lleno de ambiciones. A través de ellos se descubren de inmediato sus diversas lecturas: cada una de ellas deja una huella fácilmente identificable en sus escritos» (47).

 

Efectivamente, como sigue diciendo, la lista parece interminable, hasta el punto del «vértigo: a cada instante creer hallar un camino» (48). Vargas Llosa hace un listado de las imitaciones de los románticos peninsulares Gustavo Adolfo Bécquer, José Zorrilla, Ramón de Campoamor, Manuel José Quintana, Gaspar Núñez de Arce, Manuel Reina, etcétera; de los ecos del ecuatoriano Juan Montalvo, el mexicano Salvador Díaz Mirón y el peruano Ricardo Palma (sobre todo, sus «tradiciones», que rastrea en la escritura de «Las albóndigas del coronel» de Darío, cuyo subtítulo reconoce la deuda como «tradición nicaragüense»); y, desde 1882, de los franceses (Victor Hugo, Théophile Gautier, François Coppée, Catulle Mendés). Mario Vargas Llosa también subraya «la facilidad y la sinceridad con que [Darío] adopta e imita los estilos y las ideas de los autores que lee» (41), de tal modo que «adopta posiciones tan opuestas y contradictorias con sinceridad» (57), de lo que se deduce una conclusión general:

«Todos o casi todos los grandes autores han vivido en sus primeros años literarios una situación semejante, en la que vacilaban entre diversos centros de atracción […]. Deben atravesar aquellas ascesis indispensables de imitación, y a veces plagio, de los autores contemporáneos o anteriores. Esa literatura de los comienzos es efímera y nada agrega a la obra valiosa de un autor, que sólo comienza cuando éste ha concluido la etapa inicial de búsqueda y copia, y avanza por su propia ruta. Los que no superan aquella etapa de simple asimilación de influencias, aquellos que sólo repiten, con mayor o menor habilidad, sus lecturas, son los que conocemos como poetas menores o mediocres» (57).