Para Smith las cuatro bases sagradas que sostendrían la nación, desafiadas por el racionalismo, no se han evaporado todavía: 1.ª) la creencia en la elección étnica (la idea de nación como pueblo elegido); 2.ª) un apego a un territorio sagrado bendecido por santos, héroes y sabios; 3.ª) la existencia de memorias históricas compartidas de «épocas doradas»; 4.ª) el culto al sacrificio heroico en aras de la nación y su destino. Y así es como lanza su hipótesis: allí donde estas bases sagradas persisten, la nación étnica seguirá siendo poderosa y creará una drástica división entre miembros y foráneos (170-172).

Pero, a pesar de lo que pueda tener esto de verdad, se esconde la relación de causalidad y, por tanto, la teoría entera oculta más de lo que alumbra. En Cataluña, por ejemplo, no cuesta mucho reconstruir cómo las élites nacionalistas han contribuido a apuntalar la narración sagrada acerca de la época dorada, el ocaso y la promesa de nuevo esplendor: elección, usurpación, salvación (Alonso, 2014, capítulo 4). Por eso se le puede reprochar a Smith que, si dejamos de servirnos de la categoría de nacionalismo cívico, quedamos automáticamente inermes para criticar las plasmaciones reales más perniciosas del nacionalismo étnico. Y, lo que es peor, perdemos la capacidad de criticar a las élites que reinterpretan, de acuerdo con sus intereses, los elementos culturales que definen el cuerpo político. Si, como él subraya, el nacionalismo francés (supuestamente cívico) propugnó medidas políticas contra los judíos, aceptemos que el reproche afectará a quienes se congratulan en tenerse a sí mismos por nacionalistas cívicos.

Es cierto que el patriotismo republicano (nacionalismo cívico o voluntarista) estrecha lazos de solidaridad cívica mediante temor y coerción (si los ciudadanos no acatan la ley por convicción —porque crean justo el procedimiento democrático alumbrador—, tendrán que acatarla por miedo a la sanción de un detentador del monopolio de la violencia), y también es cierto que estrecha esos lazos entre propios que se autoafirman como un «nosotros» contra un «ellos» (aquellos «otros» cuyos derechos quedan garantizados por un ente soberano distinto). Respecto a esto segundo, algún rasgo encontrarán siempre para darse a sí mismos una entidad propia: donde hay una comunidad política concreta, hay una identidad colectiva particular, una forma ético-política de autocomprensión. Unos pondrán énfasis en la justicia constitucional y otros en la democracia; unos ensalzarán al emprendedor y otros a la comunidad que le ofrece las condiciones materiales; unos acogerán a inmigrantes en nombre de la libertad y otros restringirán su llegada en nombre de valores universales que hay que preservar; unos institucionalizarán un estado de bienestar amplio e individualista y otros ahorrarán en prestaciones aprovechando el papel asistencial de la familia; unos acusarán a cualquier intromisión estatal de coartar la libertad y otros animarán intervenciones no arbitrarias para velar por la no dominación.

Aceptemos, pues, que el mejor patriotismo es deudor de una mezcla de lealtad e identificación (de adhesión voluntaria) e incentivos ajenos —positivos (esperanzas) y negativos (temores)— (Gellner, 2008, 134). Pero a esta hibridación de modelos paradigmáticos se le oponen todavía dos objeciones que el nacionalismo, en cualquiera de sus dos acepciones, difícilmente salvará: primero, si de tasar la legitimación de una nación se trata, el problema del voluntarismo es que con la autoidentificación podríamos componer infinidad de colectivos compartiendo algún rasgo; segundo, la cultura sobre la que busca delinearse objetivamente el nacionalismo étnico no es menos confusa, por porosa y discontinua. En ambos casos la definición de nación estaría constantemente en entredicho y las tensiones políticas enterrarían la democracia.

 

2.2. EL NACIONALISMO EN LA HISTORIA: UN FENÓMENO MODERNO

Parece claro que si queremos manejar eficazmente el concepto de autodeterminación habríamos de dejar de lado el concepto de nación y tomar, como unidad de medida, la entidad jurídico-política del Estado soberano, detentador del monopolio legítimo de la violencia y sujeto del derecho internacional; el saldo es de ciento noventa y cinco naciones reconocidas (si optamos, al modo anglosajón, por llamar así a los Estados).

Pero la realidad es tozudamente compleja y nos obliga a tener presente el principio nacionalista para calibrar el alcance del principio de autodeterminación. Recordemos algunos hechos. Primero: al margen de los Estados soberanos que ya existían desde que la paz de Westfalia (1648) fundara el orden internacional clásico, no es posible desvincular el nacionalismo del resto de grandes etapas de nacimientos estatales (a finales del siglo xix, a mediados y finales del xx). Segundo: desde las revoluciones liberales del xviii, la solidaridad democrática fue estrechada por el nacionalismo (que debía brindarle ciudadanos que se supieran iguales); democracia (universalista, inclusiva) y nacionalismo (particularista, excluyente) han estado obligados a cabalgar juntos a pesar de sus contradicciones. Tercero: el proceso histórico de civilización del poder político exige hoy a cualquier Estado que se gobierne democráticamente (autodeterminación interna).

Como se ha ido defendiendo, el nacionalismo cívico (patriotismo republicano) sería la corriente que ha ido entendiendo históricamente que, si quería conjugarse con la democracia liberal, los rasgos determinantes de la autocomprensión colectiva debían ganar en abstracción para ser más inclusivos y cobijar disensos razonables. Por eso, dada la progresiva identificación de nacionalismo cívico, patriotismo constitucional y soberanía popular, cuando un movimiento nacionalista se empeña hoy en mantener la denominación será para subrayar su vínculo con el nacionalismo étnico, el que reivindica ser nación con base en un rasgo diacrítico que excluye objetivamente al resto de la ciudadanía que forma la soberanía original para, a continuación, construir un Estado nación soberano a su medida. Veremos primero cómo se ha ido conceptuando el fenómeno moderno del nacionalismo desde distintas perspectivas teóricas parciales (2.2) y analizaremos luego cómo la integradora teoría de Hobsbawm sirve para explicar la evolución histórica de un fenómeno complejo (simbólico, sociológico-económico, político) que empieza empastando con las democracias emergentes, pero acaba hoy contraponiéndose a ellas (2.3; 3; 4 y 5).

 

2.2.1. CONSTRUCCIONISMO SIMBÓLICO (DE ARRIBA ABAJO): BENEDICT ANDERSON

En la famosa definición de Anderson (1993, 23-25), la nación es «imaginada»: «Aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas […], pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión». A los nacionales les vincularía una narración nacionalista que les permite imaginar la comunidad política como finita, soberana y horizontalmente interclasista.

Tras el vacío dejado por las religiones cósmicas y, luego, por las monarquías dinásticas, el capitalismo vinculado a la imprenta mantuvo vivos los lazos comunitarios porque hizo posible imaginar naciones, manteniendo viva su imagen en un tiempo lineal: la imagen de la comunión es análoga a la del narrador omnisciente que en una novela conecta escenarios y personas que no se conocen, pero que desde alguna trascendente mirada guardan relación. Se da un paso decisivo en esta lógica nacionalista hacia 1700, cuando se satura el mercado de biblias impresas en latín y la industria busca mercados con la traducción a lenguas vernáculas. De ahí que la Reforma sea concebida como un éxito gracias al capitalismo impreso (65). Finalmente, la comunión fue particularmente fomentada por la prensa: unos mismos hechos filtrados diariamente al público dan a la comunidad una imagen de sí, como un organismo sociológico que se reproduce en el tiempo, cuyos componentes son ciudadanos extraños entre sí, pero que van confeccionando una conciencia de comunidad (44 y ss.).

Esta teoría nos descubre la primacía de la voluntad constructiva de las élites. Se sigue, por ejemplo, de que la lengua no fuera un punto de controversia en las luchas iniciales por la liberación nacional (en América Latina se recurrió a otros rasgos diacríticos, a otras herramientas que permitían forjar los imaginarios). Del mismo modo, acaba con la tesis de que el nacionalismo estuviera necesariamente ligado al bautismo político de las clases bajas: Bolívar opinaba que una rebelión negra era «mil veces peor que una invasión española» (Anderson, 1993, 79). Sin embargo, aunque la vislumbra, no acaba de ofrecer una explicación estructural de por qué las élites se afanan en nacionalizar.

 

2.2.2. PERSPECTIVA SOCIOCULTURAL (DE ABAJO ARRIBA): ERNEST GELLNER

Las naciones son fenómenos modernos (por oposición a la sociedad agraria, de ligaduras metafísicas y atravesada por rígidas jerarquías), engendradas para apoyar el proceso de industrialización que a su vez las requirió: serían expresiones de una alta cultura, transmitida por la escuela (gracias a la normalización de una palabra escrita que antes era escamoteada a las clases más bajas) y apoyada por los especialistas y por un sistema de educación pública universal y obligatoria. El nacionalismo tributa a su progenitor (industrialización) con fuerza de trabajo, estandarizada y alfabetizada (Gellner, 2008, 123). Es decir, sobre la base estructural del industrialismo se dispara el nacionalismo que engendrará a la nación; no a la inversa (136). Y esa estructura exige que el propio Estado adquiera un tamaño mínimo para ser independiente de sus vecinos (Gellner, 2008, 126). Esta dimensión mínima fue conceptuada por Mazzini como «principio del umbral».

En sus propios términos («naciones naturales») el nacionalismo es débil, pues la multiplicidad de posibles naciones genera inestabilidad. Pero esta perspectiva sociológica confiere nitidez y fuerza explicativa al concepto: el impulso hacia una sociedad más igualitaria, con vocación de integrar a las masas para disponer de mano de obra formada, homogénea y flexible proviene de la estructura industrial; la materia prima proviene de una de las culturas (la «cultura superior») que arraiga en su interior; y el método será la construcción nacional llevada a cabo por el nacionalismo. Así se erigieron los grandes Estados nación en su tránsito desde el absolutismo al autogobierno democrático, capacitándose para sofocar las luchas de clases internas. Este primer nacionalismo tenía origen económico, estrechaba lazos políticos entre los nuevos soberanos y se revestía pragmáticamente de una cáscara cultural. Por eso este modelo ignora deliberadamente la preeminencia del capital, la propiedad y la riqueza[3] y se centra en la identidad de cultura, el acceso al poder y el acceso a la educación. Para analizar la base que hoy da pie al nacionalismo bastaría con centrarse en el acceso a determinadas habilidades para cumplir con las condiciones que impone la división del trabajo industrial.

Nuestro modelo espera y predice un conflicto vertical entre diversos estratos horizontales, de forma bastante diferente al marxismo, y lo prevé sólo en aquellos casos donde lo «étnico» (signos diacríticos culturales o de otro tipo) es visible y acentúa las diferencias en cuanto al acceso a la educación y al poder, y sobre todo cuando se inhibe el libre flujo de personas a través de las difusas líneas que informan la estratificación social (Gellner, 2008, 184-185).