POR MIKEL ARTETA Y MARTA GIL BLASCO
  1. PLANTEAMIENTO: AUTODETERMINACIÓN INTERNA VERSUS AUTODETERMINACIÓN EXTERNA

Tras el principio de autodeterminación hay una gran ambigüedad de la que el nacionalismo ha sacado provecho: ha podido servir a pueblos para conquistar cotas democráticas de autogobierno, pero el balance arroja más tensión que estabilidad. Desde su configuración jurídica en forma de principio de las nacionalidades (primero en noviembre de 1917, en la Declaración de Derechos de los Pueblos de Rusia tras la Revolución de Octubre; y luego en la Sociedad de Naciones, tras el discurso en catorce puntos de Woodrow Wilson en 1918 y la posterior Conferencia de París, 1919, congregados Wilson, Lloyd George, Clemenceau y Orlando) hasta hoy ha dado pie a dos interpretaciones contradictorias: una interpretación que identifica el principio de autodeterminación con el simple autogobierno democrático (o soberanía popular) del que no puede ser excluido ningún ciudadano en virtud de su sexo, origen, confesión, ideología, raza o nacionalidad; y una nacionalista-estatista, que busca que toda nación cultural coincida con la forma estatal y que, por tanto, se arrogue la capacidad de autodeterminarse hacia el exterior, frente al resto de Estados soberanos y dentro de los márgenes del derecho internacional.

Detengámonos brevemente en esta última disquisición, nuclear en todo lo que sigue. No es difícil encontrar en los ensayos de teoría política una definición de «soberanía popular» que se refiera a la autodeterminación interna o democrática. Con ella nos referiremos idealmente al sistema de gobierno donde los ciudadanos quedan sometidos a las leyes que ellos mismos se han dado en un procedimiento inclusivo de decisión que, garantizados los derechos fundamentales de todos, deberá acoplar las decisiones mayoritarias a una formación deliberativa de la opinión.

Frente a éste, encontramos otro concepto que, aunque puede ir de la mano con aquella soberanía, no siempre lo hará: la soberanía estatal, a la que llamaremos «autodeterminación externa». Este tipo de autodeterminación se refiere al poder político soberano como detentador del monopolio de la violencia, y sirve, de cara al interior, para sancionar la ley; y, de cara al exterior (si elimináramos toda referencia a la autodeterminación democrática de la soberanía popular), se refiere a la arbitraria autoafirmación de una comunidad política frente a otras comunidades políticas (Habermas, 2012, 50-52). Esta es la única autodeterminación que concibe el realismo político: Carl Schmitt (1991), como máximo exponente, al singularizar y por tanto cosificar una voluntad soberana que se autorizaría a sí misma, dibuja una soberanía reducida a la soberanía exterior, identificándola más con el «libre arbitrio» de un gobernante cesarista que con la autonomía bajo las «leyes de la libertad» kantiana de la que pueden hacer uso los ciudadanos en el Estado constitucional (Habermas, 2004, 35 y ss.).

Aclarado esto, repetimos que lejos de interpretarse como que todo Estado debe siempre quedar amarrado a una soberanía popular inclusiva (que no excluya a las minorías), el principio de autodeterminación suele leerse de una forma simplista, rindiendo tributo al nacionalismo étnico: el principio de las nacionalidades en que se sustenta el nacionalismo sostendría vulgarmente que a cada nación le corresponde un Estado.

El nacionalismo es una teoría de legitimidad política que prescribe que los límites étnicos no deben saltar por encima de los políticos (Gellner, 2008, 68).

 

  1. EL NACIONALISMO: DEFINICIONES E HISTORIA HASTA 1919

2.1. NACIONALISMO CÍVICO VERSUS NACIONALISMO ÉTNICO: ALCANCE CRÍTICO DEMOCRÁTICO Y LÍMITES PRÁCTICOS DE LA DISQUISICIÓN

En 1944, el historiador Hans Kohn distinguió en su Historia del nacionalismo (1949) dos tipos clásicos de nacionalismo que convivirían en tensión desde la modernidad.[1]

Por una parte, rastrea una tradición de nacionalismo cívico, habitualmente asociado con el republicanismo francés: las formas de nacionalismo occidentales entenderían la nación como asociación racional de ciudadanos, unidos por leyes comunes y un territorio compartido. Podríamos destacar en tal espectro a Ernest Renan (1987, 77), para quien la nación debe ser fruto de un «plebiscito cotidiano», si es que ha de persistir la «voluntad» de seguir unidos. Por ejemplo, como consecuencia de la Revolución francesa se abrieron las primeras consultas a la población con el fin de confirmar su adscripción a un Estado. En 1791 se anexionaron a Francia Venoissin y Avignon; en 1792, Saboya, Mulhouse, Hainaut y Renania. Otras regiones fueron adheridas por idéntico método durante el mandato de Napoleón y Napoleón III (De Blas, 1994, 60).

Fruto del nacionalismo cívico sería la construcción nacional planificada (por ejemplo, mediante la estandarización de una lengua política que granjeara el entendimiento entre ciudadanos y de éstos con la Administración, la movilidad laboral y, en general, la igualdad de oportunidades), un proceso moderno que no existía antes del 1789 y que se usó para impulsar y canalizar la movilización política del pueblo.

Una excentricidad voluntarista sería la planteada por el austromarxista Otto Bauer, para quien, puesto que los Estados naciones eran sin duda heterogéneos, la «nacionalidad» habría de atribuirse a las personas si es que optaban por reclamarla, con independencia de dónde y con quién vivieran. Evidentemente, se trata de una definición inmanejable por su circularidad (son nación quienes dicen que son una nación), germen de infinitas tensiones.

Por otra parte, y opuesto a este tipo de nacionalismo, podemos rastrear un nacionalismo étnico o primordialista. En su origen, expansión y consolidación tuvo buena parte de responsabilidad el movimiento romántico del siglo xix europeo y, dentro de él, el idealismo alemán que identificaba la personalidad colectiva cristalizada en la nación con el espíritu del pueblo. Para Hegel, la historia tiene por sujeto a un espíritu absoluto que va desplegando a lo largo del tiempo una conciencia universal. Pero ésta va plasmándose dialécticamente mediante el nacimiento y ocaso de formas vivas (conciencias colectivas) que arraigan en cada Estado (por eso Hegel los denomina «espíritus objetivos»). Y esa conciencia colectiva representa en cada Estado una forma de vida concreta, una conciencia social, una identidad nacional que configura a cada uno de los súbditos prácticamente como títeres de un proceso histórico que les trasciende y que determina su propia subjetividad: «En una comunidad ética es fácil señalar qué debe hacer el hombre, cuáles son los deberes que debe cumplir para ser virtuoso. No tiene que hacer otra cosa que lo que es conocido, señalado y prescrito por las circunstancias» (Hegel, 1999, § 150). Las instituciones serían una «segunda naturaleza», puesto que «una constitución no es algo que meramente se hace», sino que «es el trabajo de siglos, la idea y la conciencia de lo racional en la medida en que se ha desarrollado en un pueblo» (§ 274, agregado).

Sin duda, las críticas hegelianas a las abstracciones kantianas fueron muy útiles para bajar a tierra el principio de universalización kantiano, dándole concreción histórica al deber moral, fuerza motivacional y responsabilidad respecto a las consecuencias de nuestras acciones. Pero también fueron perversamente usadas[2] para fundamentar falazmente el trasfondo del principio de las nacionalidades: donde Kant hablaba de la autonomía de la voluntad individual, el nacionalismo concibió una equivalencia orgánica con la autonomía o autogobierno del pueblo; y donde Kierkegaard trataba de trascender románticamente la «identidad del yo» confrontando existencialmente al individuo a escoger quién quiere ser y a hacerse responsable ante Dios (para incentivar la reflexión del sujeto con su biografía), Fichte (2002) promueve la identidad de la nación alemana confrontándola existencialmente a pensar qué quiere ser, encajándola en una identidad colectiva metafísicamente definida y acríticamente pensada (Habermas, 2009, 34).

El nacionalismo étnico, de hecho, estaría basado, según Kohn, «en la creencia en una cultura y unos orígenes étnicos comunes, por lo que tendía a ver la nación como un todo orgánico y sin fisuras que trascendía a sus miembros individuales y los marcaba ya desde su nacimiento con un indeleble carácter nacional» (en Smith, 2004, 57). Consideraría que las afinidades de sangre, lengua o costumbres forjan unos lazos cuyo poder coercitivo es «inefable» y, en ocasiones, «abrumador» (Geertz, 1973, 259-260).

Al intentar soslayar las críticas recibidas por este organicismo primordialista, los perennialistas toman el relevo sin cambiar excesivamente de tercio: para ellos las naciones tienen históricamente una raíz étnica que, ciertamente, el nacionalismo puede trascender incorporando a otras etnias dentro de una comunidad política más amplia; pero el poder movilizador de éste se deriva siempre de la conciencia compartida de su historia. «Esto no convierte en “natural” a la base étnica; pero tampoco es una interpretación o una imposición de los nacionalistas» (Smith, 2004, 124). Así podrán incluso afirmar que la construcción artificial (por racional) es el nacionalismo cívico, mientras que el nacionalismo étnico, enraizado en lazos de parentesco sentido, es más congruente con las emociones básicas (en Smith, 2014, 123).

Finalmente, y en lógica continuidad con los anteriores, estarían los etnosimbolistas. Sostienen que el perennialismo ayuda a explicar los elementos subjetivos por los que arraiga con fuerza el nacionalismo: la «continuidad» de la nación se rastrearía en los nombres propios colectivos, códigos lingüísticos y paisajes étnicos; en ellos se asentaría el renacer de una cultura. Lo que debería percibirse como una inconsistencia sirve al etnosimbolismo para justificar otro elemento característico del nacionalismo: «recurrencia» de etnias y naciones, es decir, su aparecer y desaparecer en el tiempo. Y a estos dos elementos los engarzaría el tercero: la «reinterpretación» de los elementos culturales que intelectuales y líderes aspirantes a dirigir flamantes naciones pretenden redescubrir en su historia «auténtica» para vincularla con supuestas «edades de oro» de su pasado étnico, a fin de regenerarlas y restaurar así su «glorioso destino» (Smith, 2004, 104-105).

Dicho esto, y volviendo a la distinción entre nacionalismo cívico y étnico, parece claro que mientras el primero es por definición inclusivo, el segundo, al imaginar un todo orgánico (determinismo sociobiológico), difícilmente dejará de excluir a las minorías por ser un cuerpo extraño en su idealizado imaginario.

Sin duda es cierto, como apunta Smith (2004, 58) contra esta distinción canónica, que «muchos nacionalismos cambian de “carácter” a lo largo del tiempo y suelen compartir elementos de ambos tipos, de modo que las distinciones analíticas originales pierden mucho de su valor práctico». Sin embargo, se diría que al enmendar de plano la distinción está empañando el problema en beneficio de su tesis etnosimbolista:

«El discurso de los modernistas está históricamente truncado, es un relato posrevolucionario de modernidad progresiva que arrastra los vestigios del pasado y su combinación de culturas étnicas y religiosas, mientras que, para los etnosimbolistas, la nación es inconcebible fuera de un mundo de etnicidad, y es difícil que surjan naciones concretas si no es sobre la base de unos lazos étnicos anteriores» (Smith, 2014, 106).