«En los casos en los que la minoría nacional es intolerante, significa que la mayoría será incapaz de impedir la violación de los derechos individuales dentro de la comunidad minoritaria. Los liberales en el grupo mayoritario deben aprender a vivir con esto, de la misma forma que deben convivir con las leyes no liberales de otros países» (Kymlicka, en Benhabib, 2006, 125).
Frente a esto cabría responder que «un reconocimiento del valor de la pertenencia a una cultura no puede por sí mismo ni siquiera respaldar el derecho a la existencia ininterrumpida de una cultura determinada» (Buchanan, 2013, 107). Trasladado a configuración jurídica colegiríamos que ningún derecho cultural debe servir para proteger otra cosa que no sean derechos individuales, aunque éstos se ejerzan colectivamente (Habermas, 1999). Honrar la autonomía del individuo es garantizarle la opción de escapar («derecho de salida») de las exigentes y muchas veces injustas expectativas culturales; siempre que se acaten las normas comunes. Puesto que «las culturas sólo importan si importan a las personas» (Appiah, 2008, 49), debemos evitar las políticas del reconocimiento que imponen unos derechos colectivos (como la inmersión lingüística) que, en lugar de garantizar derechos lingüísticos (a la lengua materna o de uso habitual), imponen obligaciones y condenan a los individuos a no salir de su cultura. En este sentido no saldríamos de una reedición de la «paradoja de posguerra».
Quizás la tesis más refinada (y, en ese sentido, más compatible con un proyecto democrático inclusivo) de esta contradicción es la explicación nacionalista del etnosimbolismo. Smith acaba poniendo en valor cierto sentido de la identidad nacional, pero sin confrontarla al hecho de que las identidades son múltiples.
Aunque las colectividades culturales y las comunidades están compuestas por miembros individuales, no podemos reducirlas a un mero agregado de individuos que comparten algunos rasgos o que viven juntos. Tienen una dimensión mucho mayor, en términos de valores y normas compartidas, de recuerdos y de símbolos. A la inversa, las acciones y las disposiciones de los miembros individuales no pueden predecirse mediante un análisis de las características de una comunidad específica o de una identidad colectiva (Smith, 2004, 34).
En consecuencia, su etnosimbolismo parte de que en las comunidades políticas existen ya elementos culturales que unen a diversos colectivos (2004, 85); y pretende usarlos para servir a un proyecto nacional inclusivo teniendo en cuenta que siempre llevamos a cabo «un proceso de “reinterpretación” de los patrones de recuerdos, valores, símbolos, mitos y tradiciones que componen el patrimonio distintivo de las naciones». Esto supone una «remodificación de valores, símbolos y memorias anteriormente existentes, así como la adición de nuevos elementos culturales, por cada generación» (35-36).
Aceptemos como evidente, para quienes no podemos pensar ya fuera de la historia, que el adanismo es un vicio sin fundamento. Una mirada sociológica revela que nuestras interacciones sociales reproducen cada cultura (la tradición en que nos movemos); gracias a esas mismas interacciones, mediadas por la acción comunicativa, la persona se individua y adquiere una personalidad única (única pero deudora del «otro generalizado» a partir del cual creó sus expectativas y empezó a observarse a sí misma); por último, con ese mismo proceso interactivo nos vamos dando reflexivamente las instituciones que creemos más justas para organizarnos como sociedad (Habermas, 2010, 619). Así pues, personalidad, cultura y sociedad son elementos que van reproduciendo (y se van reproduciendo con) ese proceso de reinterpretación o remodificación de valores, símbolos y nuevos elementos culturales. Pero, como decíamos al principio, el etnosimbolismo nos embauca si oculta que una reflexión que se precie debe problematizar la apropiación (lingüística) de las tradiciones que compartimos intersubjetivamente y sin las cuales, es cierto, no podríamos ni siquiera empezar a operar. El sujeto debería incluso hacerse explícitas las precondiciones del habla orientada al entendimiento (que hasta entonces operaban inconscientemente) y, entre otras cosas, comprender que la sociedad está sometida a múltiples asimetrías y que toda comunicación y todo consenso está bajo sospecha de haber sido logrado mediante algún tipo de coerción más o menos latente.
«Nuestra identidad no es solamente algo con que nos hayamos encontrado ahí, sino algo que es también y a la vez nuestro propio proyecto. Es cierto que no podemos buscarnos nuestras propias tradiciones, pero sí que debemos saber que está en nuestra mano el decidir cómo podemos proseguirlas. […] Toda prosecución es selectiva, y es precisamente esta selectividad la que ha de pasar hoy a través del filtro de la crítica, de una apropiación consciente de la propia historia o […] por el filtro de la “conciencia de pecado”» (Habermas, 1989; 121).
En Alemania (y se puede decir que en toda Europa) la prosecución crítica de la tradición (y, por tanto, de las identidades colectivas) topó con Auschwitz, una «conciencia de pecado» que obligó a proseguir reflexivamente una identidad que ya no podía sostenerse sobre el nacionalismo étnico. Décadas más tarde, tras la «disputa de los historiadores», se aceptó el giro hacia un nuevo nacionalismo cívico que Dolf Sternberger denominará «patriotismo constitucional». Con éste, frente a la exclusión o la asimilación a las que conducen las identidades nacionales, se apuesta por la inclusión de las exigencias culturales que puedan ser justas y por el rechazo del multiculturalismo, que llanamente defiende la preservación de culturas minoritarias (Benhabib, 2006, 10).
En su defensa del patriotismo constitucional, Habermas (1999, 123 y ss.) se esforzará, por una parte, en distinguir la formación de la voluntad política de la autocomprensión ético-política. Confundirlas supondría dar por bueno un ethos previo y homogéneo, que probablemente el nacionalismo se encargará de definir e imponer. Por otra parte, evitará la falsa tolerancia que encierra la comprensión liberal de un procedimiento democrático presuntamente neutral; se alejará de Bruce Ackerman (1993, 37, 43), para quien el político debe centrarse en las cuestiones de justicia y dejar de lado las cuestiones sobre lo bueno, susceptibles de crear enfrentamientos irresolubles. Habermas hará valer la respuesta de Nancy Fraser: «Sólo los participantes mismos pueden decidir qué es y qué no es una preocupación común para ellos», encabezando así la «lucha por la interpretación de las necesidades» y retomando a su vez la crítica republicana de Hannah Arendt, quien también exigía tematizar públicamente determinados temas privados porque, de lo contrario, se perpetuarían las injusticias con las mujeres en el oscuro interior del hogar.
Frente a las dos trampas señaladas, el patriotismo constitucional priorizará el reconocimiento jurídico de la autonomía pública (libertad positiva) sobre ensueños de «autenticidad». Así, podrá salvaguardar el clásico paradigma de la redistribución (frente al avance del paradigma identitario), precisamente porque respeta la diversidad de identidades en el nivel subpolítico (punto de partida) y trata de integrarlas (si son tolerables) en la cultura política común de la que se nutrirá (Habermas, 1999: 213 y ss.). Dicha integración evitará a toda costa caer en el clientelismo paternalista y será la forma correcta de enfrentar las discriminaciones fácticas que se producen en el interior de comunidades reguladas por un derecho formalmente igual; ya sean discriminaciones culturales, de género (256 y ss.) o cualesquiera otras. Por lo demás, las autoidentificaciones y la decisión de seguir, abandonar o transformar las prácticas culturales dependerá de quien se socialice en ellas, sin que éstas deban ser protegidas (punto de llegada) como especies biológicas porque la diversidad cultural no equivale a enriquecimiento moral (210). Consecuentemente, el patriotismo constitucional derivará su justa inclusividad de la sociedad civil: desde la experiencia de la humillación que desata la vergüenza social (Honneth, 1997, 193-205) se producirán unas «luchas por el reconocimiento» que no deben acabar en «políticas de reconocimiento», sino en la corroboración de que lo igual se trata de forma igual y lo desigual, de manera desigual.
Lógicamente, donde arraiguen tales pretensiones universalistas ya no resultará moralmente aceptable la persistencia de políticas de construcción nacional que no conciban a la sociedad como el conjunto de sus ciudadanos (con intereses en conflicto que sólo aspiran a ser institucionalizados dentro de un marco constitucional que salvaguarde los derechos básicos de todos y cada uno) e imaginen la comunidad de forma orgánica, donde no se entienda al individuo al margen del todo que le da sentido y donde, por tanto, no se respeten las libertades de aquellos que no encajan en su lecho de Procusto.
5.2.3. RESTRICCIONES MATERIALES A LA SECESIÓN: JURÍDICAS, POLÍTICAS Y ECONÓMICO-SOCIALES
RESTRICCIONES JURÍDICAS
A las restricciones impuestas por el derecho internacional (al Estado se le presume legitimidad democrática), habría que sumar la lógica imprevisibilidad de la secesión en los ordenamientos nacionales.[16] Porque la soberanía tiende a la autoafirmación frente al resto de soberanías, no resulta concebible una constitución que prevea en serio un cauce legal para la propia secesión: simplemente esto implicaría romper la soberanía y poner ontológicamente fin a la constitución original; de una soberanía y una constitución se pasaría a tener dos (Buchanan, 2013, 80-82; Aragón, 2014, 21). Esta imprevisibilidad constitucional estará en la base de las tensiones de un proceso secesionista que difícilmente podrá realizarse por la vía de una reforma. Ni pactarse de forma amistosa.
Por lo demás, incluso en constituciones que, como la nuestra, no gozan de cláusulas de intangibilidad o límites materiales explícitos para su reforma, es concebible que en cuestiones tales como la democracia, la separación de poderes y los derechos fundamentales podamos hablar de cláusulas de intangibilidad implícitas (De Otto, 1988, 61). Y, aunque con límites (Aragón, 2014, 18), no resultaría conceptualmente forzado extender tales cláusulas a la determinación del cuerpo soberano, condición de posibilidad de la democracia, como demos definitivo donde arraigue el autogobierno sin exponerse a ilimitada fragmentación. Luego, frente a las tensiones con que amenaza un nacionalismo étnico que rechaza la contingencia y trata de justificar la frontera, el patriotismo constitucional hará justicia a la histórica contingencia que define al demos.