5.1. ENTRE EL FEDERALISMO Y EL DERECHO A LA SECESIÓN REMEDIAL

Habría que empezar conviniendo unas cuantas cosas. Que las fronteras territoriales que delinean los Estados soberanos son siempre históricamente contingentes. Que dichas fronteras nunca corresponderán plenamente con las étnicas o lingüísticas. Que tampoco acabaría con las tensiones (por potenciales fragmentaciones del demos) un principio cívico voluntarista de tendencia anarquizante que, siguiendo una reductio ad absurdum, implicaría que el sujeto de decisión pudiera dividirse hasta comprender al individuo aislado (Buchanan, 2013, 171). Que de lo que se trata es de hacerse cargo de la contingencia configuradora del demos; y que hacer justicia a la diversidad de identidades individuales y colectivas superpuestas, a la diversidad de riquezas, capacidades, ideologías o religiones pasa por concebir a la comunidad política como un proindiviso donde deba dirimirse democráticamente el interés general, donde nadie pueda despojar de derechos a las minorías, donde ni los individuos o regiones más ricas o poderosas tengan ningún derecho o poder de romper o chantajear unilateralmente las negociaciones despreciando al resto de la comunidad política.

La cuestión es si las obligaciones de justicia distributiva pueden impedir la secesión, o, más exactamente, si existe una obligación de compartir la riqueza con otros en el Estado existente que constituya una razón determinante en contra de la secesión de dicho Estado (Buchanan, 2013, 163).

Más bien, cuando aflora algún tipo de pulsión particularista, las minorías culturales o lingüísticas territorialmente concentradas que reclamen autogobierno deberían ser integradas en el autogobierno democrático mediante algún tipo de encaje federal que, aplicando el principio de subsidiariedad, no ponga en entredicho la igualdad política y social de todos los ciudadanos. Se antepondría así la autonomía regional a la secesión en cualquiera de sus formas (Buchanan, 2013, 56-66).

Por lo demás, si aceptamos que un Estado democrático es una comunidad de justicia, se comprenderá que desde la Resolución 2625 adquiera fuerza la tesis de S. Cassese, que extiende análogamente la legalidad (y legitimidad) de la secesión como criterio corrector en regiones donde se vulneran sistemáticamente la democracia y los derechos humanos y no se otea otra solución. Una tesis que, en realidad ya era colegible con el punto 1 de la Resolución 1514 de Naciones Unidas («la sujeción de pueblos a una subyugación, dominación y explotación extranjeras constituye una denegación de los derechos humanos fundamentales») en conexión con el punto 2 (derecho a la libre determinación de los pueblos).

Puesto que su lógica parece idéntica, sostenemos que a este criterio corrector se refiere Buchanan cuando habla de «derecho moral» (que no derecho general/universal o derecho a secas) a la secesión. De hecho, entre las doce razones que escruta Buchanan a favor de la secesión, sólo tres le parecen atendibles. En primer lugar, para eludir una «distribución discriminatoria» (Buchanan, 2013, 85.), afirmará que «si el Gobierno central vulnera derechos individuales básicos o derechos estatales, se le puede oponer resistencia por la fuerza». El Estado podría incurrir en tal discriminación sin aparentemente vulnerar derechos fundamentales y respetando un procedimiento si con la fiscalidad, regulación o políticas públicas actúa «sistemáticamente en perjuicio de algunos grupos y en beneficio de otros de forma moralmente arbitraria» (88). Éste, por cierto, es un argumento que no puede aplicarse a Cataluña (como el propio Buchanan se plantea en el prólogo a la edición de 2013) no sólo porque el déficit fiscal es parangonable al de otras regiones ricas europeas, sino sencillamente porque en España los impuestos los pagan las personas y las Comunidades Autónomas cuentan con los presupuestos ajustados para ofrecer similares prestaciones a todos y cada uno de sus administrados. En segundo lugar, a Buchanan le parecería aceptable exigir la autodeterminación por «legítima defensa» (124) si, no habiendo iniciado ellos la agresión, su propio Estado los agrede o no los defiende ante un tercer agresor. En tercer lugar, menciona la autodeterminación para rectificar injusticias del pasado, siempre que no se retrotraigan tanto que deje de tener sentido (127, 151). Cuesta pensar en algo distinto a la descolonización. También se plantea una cuarta razón, pero con tales reservas y restricciones que cabe dudar de su alcance más allá de algunas tribus indígenas. Habría un derecho a la secesión en caso de que una cultura esté «realmente en peligro» (no un peligro común, como cualquier cultura puede sufrir) y que no existan formas menos drásticas para preservarla. Esto siempre que dicha cultura no vulnere los derechos fundamentales de sus ciudadanos. Y con una última restricción: que el Estado o alguna tercera parte no tengan derechos legítimos sobre el territorio; lo que nos retrotraería a las tres causas anteriores.

En suma, existirían criterios correctores en aquellos casos en que una minoría esté probadamente sometida a bélica anexión, a extorsión o expoliación de sus recursos, o a violación constante de sus derechos fundamentales (Buchanan, 2003, 170-174).

 

5.2. INEXISTENCIA DE UN DERECHO GENERAL A LA SECESIÓN

Salvo tasadas excepciones, se ha visto que carece de sentido extender la secesión como derecho. A la legalidad internacional, se suman buenas razones para oponerse a ello.

 

5.2.1. FALACIAS TRAS EL PRINCIPIO NACIONALISTA

Es necesario refutar el conjunto de premisas básicas sobre las que se asienta el principio nacionalista:[11]

1.º) La premisa ontológica afirmaría que el mundo está dividido en naciones, cada una con sus características (suele destacarse la lengua, que nos llevaría a una visión particular e inconmensurable del mundo —avalando así el relativismo moral y la manga ancha para los líderes—), historia y destino. Que una lengua configura la percepción —hipótesis de Sapir-Whorf o principio de relatividad lingüística— y, por tanto, la mentalidad nacional —añaden algunos— es una hipótesis repetida, en una versión más o menos fuerte, por los nacionalistas desde Anderson hasta Kymlicka (quien sostiene que el marco democrático adecuado es el nacional porque la deliberación política necesitaría del «ámbito vernáculo»). Pero no sólo queda desmentida por la experiencia universal de la traducción e inmersión en juegos ajenos de lenguaje (una lengua nos abre al mundo, no nos cierra a él), sino que ha sido refutada (como poco en su versión más fuerte) por la mayor parte de los investigadores.

2.º) La premisa instrumental se sostiene sobre la falacia del «individuo sin cultura»: ante tal riesgo, reclaman la necesidad de homogeneidad (de construcción nacional) para asegurar la socialización, el bienestar y la participación política de los ciudadanos. Kymlicka (2006, 70) alude a un experimento mental, tras el velo de la ignorancia: sin conocer de antemano su lugar en la sociedad y sin saber siquiera cuál será la sociedad ocupada, la gente preferiría nacer allí donde comparta lazos culturales y lingüísticos, a cambio incluso de perder movilidad. Pero cuesta siquiera concebir a tal «individuo sin cultura», pues allí donde hay otras personas hay socialización, individuación y aprendizaje. Además, la democracia funciona en democracias plurilingües, como Suiza o India. Por último, reprocharemos a Kymlicka que su experimento no explique por qué hay emigrantes jugándose la vida para entrar en un mercado laboral extranjero.

3.º) La premisa ética o valorativa sostiene que la integración política es indeseable porque asimilaría las diversas formas de vida. Quien esto afirme confunde el valor de la libertad de cada cual, que necesariamente dibujará un mundo plural y diverso, con el supuesto valor —que no es tal— de la diversidad. Por lo demás, urge más arrostrar los peligros mundiales que nos acechan, así como los desafíos que nos plantea una estructura económica mundial que horada la soberanía de los Estados.

4.º) La premisa psicológico moral sostiene que la compasión sólo puede extenderse a los nacionales. Pero sin justificar por qué puede extenderse a decenas o cientos de millones de desconocidos (connacionales) algo que no podría extenderse a un número más grande de personas. El construccionismo nacionalista podría darnos algunas pistas para ensanchar cualquier nación imaginada.

En todo caso el principio nacionalista se asentará siempre sobre una falacia de composición que imagina que existen Estados o regiones uninacionales. Todos albergan múltiples minorías étnicas o lingüísticas, e infinidad de identidades colectivas, desde la ideológica o religiosa a la sexual o racial. Existen múltiples rasgos diacríticos dispuestos para ser usados por quienes aspiren a construir una nación. Y es que, al final, el nacionalismo consiste en una minoría relativa de ciudadanos (los nacionalistas) que habla en nombre de un conjunto más numeroso de ciudadanos, de quienes afirma que son «nación». Y esto ocurre aun cuando no apuntan a ninguna «realidad ni científica ni social» y, por tanto, aunque de ellos «no pued[a] predicarse su verdad o su falsedad», sino que «se refieren a grupos humanos a los que atribuyen la autoridad legítima sobre cierto ámbito» (Rodríguez Abascal, 2000, 127). En ese sentido, siempre es una labor imposible y muy peligrosa pretender definir a quién corresponde el «auto» de la «autodeterminación».[12] Dar pábulo a un derecho al autogobierno de cualquier minoría autodeclarada sujeto político daría lugar, cuando no a una opresión de las nuevas minorías internas, a una constante tensión territorial.

 

5.2.2. POLÍTICAS ANTILIBERALES DE CONSTRUCCIÓN NACIONAL VERSUS PATRIOTISMO CONSTITUCIONAL

Derivado de lo anterior, resulta evidente que quienes hoy apelan al principio de las nacionalidades para reivindicar la secesión están, por una parte, presuponiendo la homogeneidad cultural; pero, por otra, conscientes de que nunca se alcanza dicha homogeneidad, estarán alentando, mediante políticas de reconocimiento (que son, al final, de normalización), a la construcción nacional.[13]

Será habitual que una minoría (quizás la mayoritaria) se lleve el gato al agua y, por consecuente, que algunas otras minorías pierdan su estatus.[14] Pero el margen de acción es muy estrecho, pues los procesos marcadamente antiliberales de construcción nacional dejaron de ostentar legitimación democrática tras Auschwitz: la cesura propiciada por el paroxismo del nacionalismo étnico nos forzó a transitar, en proceso civilizatorio, desde las identidades nacionales excluyentes a identidades postnacionales inclusivas (Habermas, 2004, 70; 1989, 94).

Quizás por eso hoy no es habitual encontrar grandes políticas de construcción nacional en Estados que se saben plurinacionales (Hobsbawm, 2012, 196); sin embargo, aprovechándose de este parapeto liberal antinacionalista que maniata al Estado, muchos procesos de construcción nacional se han ido desarrollando a nivel subestatal, en aquellas regiones a las que se les ha concedido autonomía en virtud de una especificidad cultural que un Estado democrático y plural habría reconocido.[15] Y así lo vendría a refrendar la tesis nacionalista de Kymlicka: