RESTRICCIONES POLÍTICAS

Las dinámicas secesionistas obedecen a impulsos políticos (de poder) antes que a motivos morales. Como se ha dicho, el nacionalismo busca hacerse con el Estado o, al menos, con un Estado propio: «Por regla general, los nacionalistas han tronado contra la distribución del poder político y la naturaleza de las fronteras políticas, pero raramente se han quejado, si es que alguna vez han tenido ocasión, de la ausencia de Estado y de fronteras» (Gellner, 2008, 71). El mismo apetito por el poder ha vinculado la pulsión secesionista con la expansión del capitalismo industrial y con las consecuentes desigualdades regionales y conflictos de clase aparejados. Como advierte Hechter desde los parámetros individualistas de la «elección racional», la secesión surge «por la privación relativa entre regiones dentro de los Estados modernos o entre clases en unos y otros Estados, entre la periferia subdesarrollada y las regiones centrales desarrolladas» (en Smith, 2004, 65). «Hay abundante evidencia de que los grupos nacionalistas emplean estratégicamente la violencia como un medio de obtener sus fines comunes, de entre los cuales destaca la soberanía» (Hechter, 1995, 62).

Y esto es cierto tanto en los inicios de la modernidad (el «principio de barreras de comunicación» significa que muchas culturas preindustriales con menor capacidad de beneficiarse de las ventajas que la industrialización tributó a culturas más desarrolladas aprovechan el distanciamiento cultural y lingüístico para expresar el resentimiento en aras de encontrar una salida política que alivie sus males)[17] como en una modernidad más avanzada. El «principio de resistencia a la entropía social» hace referencia al nacionalismo tardío (Gellner, 2008, 167), consciente de que «siempre es posible inventar rasgos que en un momento dado pueden parecer resistentes a la entropía. Siempre se puede inventar un concepto que cuadre sólo a tal o cual clase de gente».[18] Mediante la construcción nacional ad hoc, este nacionalismo tardío hoy tiende a proteger sus recursos para los suyos, elevando barreras de entrada en el mercado de trabajo propio en forma de requisitos inalcanzables para los de fuera:

«El que trabajadores emigrantes ni siquiera hablen una variante dialectal de la lengua estatal principal que utilizan burócratas y empresarios hará que inicialmente aumenten las probabilidades de que sigan ocupando los últimos peldaños de la escala social […]. En cambio, si su lengua (o, mejor, una versión estandarizada y simplificada de uno de sus dialectos) se convierte en la lengua académica, burocrática y comercial de un Estado nacionalista que alcanza su independencia, estas desventajas específicas desaparecerán, y sus características culturales dejarán de ser resistentes a la entropía» (Gellner, 2008, 148).

 

No obstante, por lo mismo habrá que aceptar que la soberanía tiende a autoafirmarse y que frente a una demanda de secesión (particularmente ante una demanda de secesión allí donde se vela por el principio de autodeterminación interna), el Estado también podrá aplicar sus medidas de legítima defensa (Buchanan, 2013: 156). Cualquier solución democrática pasa por la inclusividad.

 

RESTRICCIONES SOCIOECONÓMICAS

En las democracias actuales, el soberano que busca legitimarse tiene que garantizar algo más que derechos civiles y políticos. Si la estabilidad democrática sólo se sostuviese sobre esas dos categorías de derechos, quizás sí podría valer en teoría (difícilmente valdrá en la práctica cuando va aparejada a políticas de construcción nacional) la justificación liberal de la secesión: negar el derecho a la secesión es dar injustamente ventaja al «nosotros» que representa el Estado sobre el «nosotros» que representan aquellos que se quieren separar (Dahl, 1999, 177 y ss.).

Sin embargo, a nada que pensemos un poco la sustancia democrática la cosa se complica. La estabilidad política depende de la legitimación del poder, y ésta depende de las expectativas de los ciudadanos; las cuales, a su vez, dependen en buena medida de los derechos sociales que les garantizará el Estado y, antes aun, de las oportunidades laborales que les ofrece su mercado interior. Esto implica que la estabilidad política (y, con ella, la calidad democrática) de un Estado no está al margen de su productividad (competitividad respecto al resto de Estados) y de su capacidad fiscal para garantizar la prestación de determinados derechos sociales.

En este sentido, la secesión no puede configurarse como derecho general porque lo normal es que la viabilidad económica (y consecuente estabilidad política) de uno de los fragmentos derivados de la secesión se vea lastrada (Buchanan, 2013, 157-160).[19] De hecho, ese lastre en la viabilidad económica no sería una consecuencia tangencial, sino la consecuencia lógica de los movimientos nacionalistas-secesionistas del siglo xx: «En todo caso, en el fondo del nacionalismo de la lengua hay problemas de poder, categoría, política e ideología y no de comunicación o siquiera de cultura» (2012, 120). Hobsbawm muestra que la segunda y tercera olas de nacionalismo (quitando los procesos de descolonización) nada tienen que ver con las intenciones integradoras del primer nacionalismo que, desde finales del siglo xviii y durante el xix, acompañó a la construcción democrática para integrar a quienes hasta entonces sólo sabían concebirse como súbditos (muchos analfabetos) aislados, desconocidos, sin nada en común.

Desde los años setenta crece un nacionalismo estratégico en regiones periféricas que, o bien levantan, temerosas ante la internacionalización, barreras de entrada en sus mercados de trabajo, o bien buscan constituirse en subunidades de una unidad más grande, para aprovechar su mayor productividad:

«Los nacionalismos separatistas de la Europa occidental, tales como el escocés, el galés, el vasco o el catalán, se muestran hoy favorables a dejar a un lado a sus respectivos Gobiernos nacionales y a apelar directamente a Bruselas en calidad de “regiones”» (Hobsbawm, 2012, 195).

 

O, en palabras de Smith: «La globalización, lejos de conducir a la superación del nacionalismo, en realidad podría reforzarlo» (Smith, 2004, 163). Se trata en definitiva de que hay regiones productivas que, conscientes de que el actual proceso productivo del capitalismo se fracciona entre múltiples Estados (en unos países se produce barato, de otros se importan las materias primas, en otros se monta, por otros se transporta, en otros se comercializa, en otros se especula financieramente) porque cada uno ofrece ventajas distintas (fuerza de trabajo barata o cualificada, seguridad física o jurídica, fiscalidad laxa, secreto bancario, etc.), buscarán (aprovechando que el nacionalismo es un instrumento maleable —en función del rasgo diacrítico sobre el que se escoja construir nación— al servicio de quien lo explote) autonomía o independencia para aprovechar mejor sus ventajas comparativas; y evitarán así el «lastre» de la transferencia de rentas. Y este incentivo perverso es más fuerte en la Unión Europea: las ricas regiones europeas buscarían una pseudosecesión (independencia del Estado miembro, pero permanencia en lo que sería una muy conservadora «Europa de las regiones»); así quedarían amparadas por el esqueleto jurídico (pero políticamente insustancial) de la Unión Europea, sin prácticamente redistribución entre conciudadanos (el presupuesto europeo corresponde a la agregación del uno por ciento del PIB de cada Estado miembro —descontando el cheque británico—).

«El Estado se entiende, en la actualidad, […] en términos de posición estratégica en algún lugar del complejo circuito de una economía mundial integrada, que pueda ser explotada para asegurar una adecuada renta nacional. […] En nuestros días es evidente que Estados Unidos o Japón y sus compañías preferirán tratar con Alberta antes que con Canadá, y con Australia Occidental antes que con Australia, cuando se trata de llegar a acuerdos económicos (en ambas provincias existen, de hecho, aspiraciones autonomistas)» (Hobsbawm, 1977).[20]

 

5.2.4. LA SECESIÓN ES ANTIDEMOCRÁTICA POR DEFINICIÓN

La secesión es antidemocrática por definición. Por una parte, cometería injusticia con el factor temporal del desarrollo histórico (Pogge, 2008): a la contingencia han de sumársele la planificación estatal y la estructura económica mundial para entender la mayor productividad de unas regiones y la persistencia agraria de otras (hoy, por ejemplo, mediante la Política Agrícola Común [PAC] de la Unión Europea). Por otra parte, si la participación democrática exige normativamente poder tomar partido en la solución de los problemas que nos afectan, la única dirección aceptable sería ensanchar las comunidades políticas. Esa es la forma democrática de definir el «auto-» del «autogobierno»: si los riesgos a los que tenemos que hacer frente (terrorismo, contaminación o cambio climático, pero también el dumping fiscal, el secreto bancario o la especulación financiera con las deudas nacionales), son cada vez más globales, la única solución para afrontarlos es tender al cosmopolitismo.

Sin embargo, la secesión aumenta el número de comunidades políticas, cada vez más pequeñas y débiles, cada vez más sometidas a la mutua competencia por desregular y atraerse la inversión. Esta lucha por la soberanía, y por hacerse con la mayor parte del pastel internacional frente al resto de países, conduce a una encarnizada carrera suicida («race to the bottom»). Y, pese a que tecnócratas y teóricos de la nueva gobernanza digan que las decisiones más justas pueden provenir de la integración sistémica entre unidades políticas pequeñas, es decir, de la común delegación de decisiones en organismos técnicos sectoriales internacionales, lo cierto es que no habrá una correcta rendición de cuentas ni responsiveness allí donde no hay un poder jerárquico común al que se pueda deponer por voto de la mayoría. Las mayorías que deponen son siempre relativas a comunidades políticas nacionales (soberanas); y miran por sus intereses. Por eso la política internacional refleja asimetrías (injusticias) inconcebibles en las arenas nacionales.

Por lo demás, resulta ilustrativo que, incluso imaginando una secesión pactada pacíficamente (la de Checoslovaquia ni siquiera se sometió a votación para evitar el previsible rechazo ciudadano), no podemos negar que los miembros de las dos nuevas comunidades políticas habrían perdido indefectiblemente capacidad de autogobierno: no podrán votar acerca de, por ejemplo, la instalación de un cementerio nuclear en el Estado vecino. En este sentido, resulta evidente que la secesión amplía la cantidad de externalidades que soportan los ciudadanos sin poderlas someter a su autogobierno democrático.

 

5.2.5. LEY DE CLARIDAD COMO SALIDA POLÍTICA (NO NORMATIVA)

Quedará, no obstante, aludir a una vía secesionista que ya no guarda relación con el principio de autodeterminación interna o democrática. Se ha hecho múltiples referencias al nacionalismo como máscara del poder político. Pues bien, como cualquier sistema de gobierno requiere, para consolidarse, legitimar el poder político (consagrando la paz y las mutuas expectativas de acción), resulta evidente que topamos con un problema político (no necesariamente de déficit democrático, pero necesitado de respuesta para relegitimar el sistema) cuando una región plantea persistentemente su voluntad de secesión (Ruiz Soroa, en Arregi et al., 2014, 27-36). Seguramente esto es lo que conduce a Buchanan a concebir dos modelos ideales de cara a constitucionalizar la secesión: una vía culposa o sustantiva (abierta a quienes hayan sido injustamente tratados por el Estado) y una vía sin culpa o procedimental: