En esa transición impulsada por la estructura industrial la superestructura cultural mediada por el nacionalismo tomaría la delantera. Parece concluirse que la cultura ha sustituido a la estructura (112-113). De ahí que el lenguaje y la cultura se conviertan en nuevo cemento de una sociedad posmetafísica y atomizada, donde los individuos pierden el arraigo de la tradición y de las fuertes expectativas recíprocas de acción en las que se socializaban.
No obstante, a pesar de su potencial, esta perspectiva prescinde, por un lado, del crítico universalismo socialista y difumina, por otro lado, el lazo entre aquellos estratos horizontales (naciones confeccionadas por el nacionalismo) y la soberanía estatal que busca autoafirmarse políticamente (ad intra y ad extra). El choque entre anhelo socialista y realismo político dibuja mejor el conflicto vertical y explica por qué el estatismo se ha impuesto siempre, guerras mediante, al internacionalismo.
2.2.3. PERSPECTIVA POLÍTICA: JOHN BREUILLY
Para Breuilly (1993, 401), que podría llenar ese hueco que deja Gellner, cualquier idea de «identidad cultural como característica definitoria del nacionalismo» no tiene sentido, pues nos llevaría a sostener la irracional «necesidad de pertenencia» a la que se aferra el primordialista.
Casi la totalidad de las principales instituciones que construyen, preservan y transmiten las identidades nacionales, y que conectan esas identidades con los intereses, son modernas: parlamentos, literatura popular, tribunales, escuelas, mercado de trabajo, etc. Las únicas dos instituciones premodernas que podrían haber jugado ese papel (dinastías y religiones) mantienen una relación ambivalente con la identidad étnica. Pero sólo cuando éstas entran en conflicto unas con otras (normalmente las más poderosas) podemos identificarlas como vehículos de la identidad nacional (Breuilly, 1996, 154).
El nacionalismo sería un movimiento político moderno referido al control del Estado, una herramienta al servicio de subélites para conquistar y conservar el control político gracias a su capacidad para ofrecer una plataforma común por medio de la movilización, la coordinación y la legitimación de sus objetivos e intereses. Con ella dichas élites buscarán la unificación del Estado, su renovación o, más recientemente, oponerse a un Estado existente (en Smith, 2004, 95).
«[Un argumento nacionalista] es una doctrina política construida sobre tres aseveraciones: a) existe una nación con un carácter explícito y peculiar; b) los intereses y valores de esta nación tienen prioridad sobre el resto de intereses y valores; c) la nación ha de ser lo más independiente posible. Esto normalmente requiere la obtención de al menos la soberanía política» (Breuilly, 1993, 2).
Esta perspectiva soberanista es interesante, pero no aclara cómo se construye el nacionalismo, ni distingue críticamente entre objetivos/intereses nacionalistas en función de sus etapas históricas de evolución económico-social.
2.3. FASES HISTÓRICAS DEL NACIONALISMO: LA TEORÍA INTEGRAL DE ERIC HOBSBAWM
Hobsbawm integra las distintas perspectivas parciales en una teoría completa e históricamente contrastable. Las naciones serían fenómenos duales: el nacionalismo canaliza las energías de las masas recién liberadas para servir (superestructuralmente) a los intereses (estructurales) de las élites, que construyen nación con ingeniería social; pero el fenómeno sólo se entiende si se analiza también desde abajo, en términos de esperanzas, necesidades e intereses de las personas. Lo que resta de artículo (y no sólo este epígrafe) quedará estructurado de acuerdo con las tres etapas de nacionalismo secuenciadas por Hobsbawm.
LA PRIMERA ETAPA DEL NACIONALISMO (1830-1870): EL PRINCIPIO LIBERAL DEL UMBRAL
Hobsbawm (2012, 179) reincide en que en «el mundo “desarrollado” del siglo xix la construcción de varias “naciones” en las que se combinaban el Estado nación con la economía nacional fue un factor central de la transformación histórica». Puesto que tanto el poder político como el buen funcionamiento de la economía eran deudores del tamaño («principio del umbral»), sólo las naciones que hubieran alcanzado una cierta extensión territorial, un desarrollo demográfico y un cierto mercado podrían ser viables. Esto da cuenta de un carácter expansionista, unificador, inclusivo, cívico y democrático de un nacionalismo al que entonces se oponían conservadores y tradicionalistas (Hobsbawm, 2012, 39-49).
Si adoptamos una perspectiva «desde abajo», descubriremos que para construir la nación las élites se servían de protonaciones[4], es decir, de unos lazos populares (generalmente religiosos); pero éstos nada tienen que ver con el nacionalismo, que buscó identificarse con la unidad de organización política territorial del Estado moderno:
«El protonacionalismo solo no basta para formar nacionalidades, naciones, y mucho menos Estados. El número de movimientos nacionales, con o sin Estados, es visiblemente mucho menor que el número de grupos humanos capaces de formar tales movimientos» (Hobsbawm, 2012, 86).
En este sentido el nacionalismo aspiraría por definición a hacerse con un Estado («from nation to State»), puesto que sólo éste podía convertir a una protonación en nación. Y, como se ha dicho, la lengua nacional resultó clave para los ideólogos del nacionalismo desde los años treinta del siglo xix. «La lengua o lenguas que debían usarse en las escuelas secundarias de Celje (Cilli), donde coexistían hablantes de alemán y de esloveno, distaba mucho de ser una cuestión de comodidad administrativa» (Hobsbawm, 2012, 104).
Consecuentemente, si adoptamos una perspectiva «desde arriba», veremos que las élites de un Estado moderno ya constituido, y que entonces ampliaba el sufragio, debían encontrar nuevas formas de legitimarse («from State to nation»). Y que esto «colocaba tanto el asunto de la “nación” como los sentimientos del ciudadano para con lo que considerase su “nación”, “nacionalidad” u otro centro de lealtad, en el primer lugar del orden del día político» (2012, 92).
La fusión del patriotismo de Estado con el nacionalismo no estatal fue arriesgada desde el punto de vista político, toda vez que los criterios de aquél eran comprensivos, por ejemplo, todos los ciudadanos de la República Francesa, mientras que los criterios de éste eran exclusivos, por ejemplo, sólo los ciudadanos de la República Francesa que hablaran la lengua francesa y, en casos extremos, que fueran rubios y dolicocéfalos (102).
En suma, ni siquiera en sus inicios podía ocultarse, a pesar de los solapamientos y requerimientos mutuos, las contradicciones entre un patriotismo democrático inclusivo y un nacionalismo étnico excluyente. En la primera etapa nacionalista fue tomando fuerza una idea cultural de nación que aspiraba a fundirse en Estado nación. Así, al nacimiento clásico de las naciones occidentales de Europa, que provienen de Estados soberanos configurados entre los siglos xv y xvi (el despertar de la singularidad nacional del siglo xix condujo a la nacionalización «from State to nation»), se sumaron nuevos empujes nacionalistas que iniciaron un proceso de conflictos e inestabilidad geopolítica con intención de llegar a la misma meta de soberanía nacional («from nation to State»).
Un caso paradigmático, además del alemán, fue el de Italia. La independencia llegó tras dos fallidas guerras contra el Imperio austrohúngaro. En la primera, 1848, lucharon Giuseppe Garibaldi o el nacionalista Giuseppe Mazzini. En la segunda, de 1859 a 1961, donde también participó Garibaldi y destacó Víctor Emanuel gracias a la victoria en Solferino, las tropas francopiamontesas resistieron a las austrohúngaras, pero acabaron firmando la paz por temor a la participación de Prusia. Pero Piamonte ya se había anexionado Lombardía, Parma, Módena, Emilia-Romaña y la Toscana. Aprovechando las tensiones entre los dos imperios centrales y la guerra austro-prusiana de 1866, el Gobierno italiano se alió con Prusia y fue ganando terreno al Imperio austrohúngaro hasta conquistar Véneto; a continuación, y aprovechando la guerra franco-prusiana de 1870, las tropas de Víctor Emanuel II de Saboya lograron hacerse con Roma (colearía un conflicto con el Vaticano hasta 1929). No obstante, pese a declararse entonces la unificación, algunas provincias como Trentino, Alto Adigio, Trieste, Istria, Dalmacia y Ragusa seguían encontrándose bajo el imperio de los Habsburgo y considerándose irredentas; y esto duró hasta 1918 (sin que quedará cerrada la adhesión de Dalmacia).
LA SEGUNDA ETAPA DEL NACIONALISMO (1870-1950): UN NACIONALISMO ETNOLINGÜÍSTICO, ANTIIMPERIAL Y ANTICOLONIAL
Desde 1870 hasta 1918 se multiplicaron en Europa los movimientos nacionalistas conservadores como respuesta a las amenazas de «los trabajadores, de Estados e individuos extranjeros, de los inmigrantes, de los capitalistas y los financieros tan fáciles de identificar con los judíos» (Hobsbawm, 2012, 130). Surgieron en regiones donde hasta entonces no habían existido. Estos movimientos aunaban las exigencias sociales con las nacionales y tenían muchas menos opciones de concretarse realmente en su forma política estatal porque ya habían roto amarras con el objetivo democrático de autodeterminación interna.[5]
En otro orden (todavía compaginable con la autodeterminación interna), distintos movimientos nacionales (proliberación en los imperios; proindependencia en las colonias) luchaban por acabar con la administración imperial y con la dominación militar de las potencias.
Este nacionalismo abandonó el principio del umbral, y en lo sucesivo cualquier conjunto de personas que se consideraran como nación reivindicó el derecho a la autodeterminación, que, en último término, significaba el derecho a un Estado aparte, soberano e independiente para su territorio. […] A consecuencia de esta multiplicación de naciones “no históricas” en potencia, la etnicidad y la lengua se convirtieron en los criterios centrales, cada vez más decisivos o incluso únicos de la condición de nación en potencia. Sin embargo, hubo un tercer cambio […]: un marcado desplazamiento hacia la derecha política de la nación y la bandera, para el cual se inventó realmente el término “nacionalismo” en el último decenio (o los últimos decenios) del siglo xix (Hobsbawm, 2012, 112).