1. WOODROW WILSON Y EL APOGEO NACIONALISTA (1918-1950): EL PRINCIPIO DE LAS NACIONALIDADES O PRINCIPIO DE AUTODETERMINACIÓN

El apogeo nacionalista se enmarca en la segunda etapa de nacionalismo (etnolingüístico). Toda la base teórica y la acendrada experiencia histórica cristalizan en el denominado «principio de las nacionalidades», con el que se pretendía hacer coincidir las fronteras del Estado nación con las de la nacionalidad y la lengua.

Mientras que antes de 1914 el movimiento nacional característico había ido dirigido contra Estados o aglomeraciones políticas a las que se veía como multinacionales o supranacionales, por ejemplo, los imperios de los Habsburgo y el otomano, a partir de 1919, fue dirigido, en general y en Europa, contra Estados nacionales (Hobsbawm, 2012, 149).

Este nacionalismo contó, después de 1918, con medios de comunicación de masas y con el deporte para forjar esa «comunidad imaginada» de millones de personas (151-152). Aunque, como se ha visto, la esencia de este principio puede rastrearse hasta tiempos anteriores y aunque hoy se sigue invocando, solemos identificar al presidente Wilson como su creador. Muchas pudieron ser sus motivaciones.[6] Pudo hacerlo con la vista puesta en promocionar la política norteamericana de open door a través de la ruptura de los decadentes imperios, minados ya entonces por el auge de nacionalismos internos (Arregi, 2014, 101-131): su intención habría sido liberar a los distintos pueblos sometidos a los imperios ruso, alemán y austrohúngaro. Pero también es posible, en segundo lugar, que quisiera contener la asociación del principio con el bolchevismo, que lo acababa de declarar.[7] Y, en tercer lugar, cobra fuerza la hipótesis de una malinterpretación de la voluntad del propio Wilson, que siempre prefirió, según apunta M. Pomerance (1976), el término «autogobierno» al de «autodeterminación». En realidad, no pensaba en las minorías étnicas estadounidenses, por ejemplo, sino que se refería a la idea de autodeterminación interna, a la necesidad de garantizar en todo caso el autogobierno democrático que era negado dentro de los grandes imperios.

Sea como fuere, lo cierto es que el principio vino a presidir una etapa de entreguerras caracterizada por el auge de las economías nacionales, donde incluso los británicos abandonaron el libre cambio en 1931 y donde Alemania vio nacer el nazismo (Arregi, 2014, 123-126). Y, como precedente, el episodio de unificación italiana, de lucha por el poder (Piamonte a la cabeza), conflictos y alianzas internacionales, ilustra bien el marco en que Wilson lo pergeña. Es, en fin, un principio abocado al fracaso debido a las dificultades prácticas de su aplicación (1) y a sus contradicciones éticas (2), que chocaban frontalmente con los principios liberales (3).

 

3.1. DIFICULTADES PRÁCTICAS

Uno de los grandes problemas del principio de autodeterminación así configurado es que concibe la diversidad como un mosaico. Pero, como afirman Ahhil Grupta y James Ferguson (1992), eso no es más que un absurdo antropológico. Es, además, una falacia de composición (y un peligro notable) derivar de la unicidad y autonomía del individuo (de cuyas múltiples identidades colectivas y actuaciones contradictorias no puede, por cierto, esperarse nunca plena coherencia) la homogeneidad y coherencia del Estado ni de las regiones que lo componen. Como afirma Hauke Brunkhorst (2008), los Estados nación así concebidos nunca han existido.

Por tanto, entre las dificultades destaca la gran cantidad de grupos étnicos que poblaban entonces Europa central y que hoy siguen poblando más si cabe cualquier sociedad moderna. Basta con decir que actualmente se reconocen ciento noventa y cinco Estados y que en el mundo hay unas cinco mil lenguas: si cada cultura (asociada falazmente a una lengua) tuviera derecho a constituirse en un Estado, la fragmentación sería de una dimensión inasumible (Buchanan, 2013, 38). Así, las tensiones nacionalistas no fueron institucionalizadas sino más bien azuzadas, demostrando que «el nacionalismo de las naciones pequeñas era tan impaciente con las minorías como lo que Lenin llamo “el chovinismo de las grandes naciones”» (Hobsbawm, 2012, 144).

 

3.2. LA CONTRADICCIÓN DEL VENCEDOR

Para aplacar tales tensiones se optó por soluciones contradictorias y algo cínicas. Los Estados reconocidos por el derecho internacional tendieron a centralizarse y a construir la nación. Y esto ocurrió incluso en Estados recién creados como Italia, que, paradójicamente, tras nacer mediante la fórmula «from nation to State» aplicaron la fórmula «from State to nation» para apuntalar su exigua existencia y su carencia de lengua común. Por eso afirmó Mazzini: «Hemos hecho Italia, ahora tenemos que hacer a los italianos».

Sucede que el derecho internacional alentó, incluso desde antes de la Sociedad de Naciones, la creación, bajo el principio de las nacionalidades, de múltiples nuevos Estados en Europa central y del Este que, a su vez, albergaban en su seno cuantiosas minorías. Pero hasta entonces no existía ninguna organización internacional preocupada por encauzar los conflictos que pudieran derivarse. Los primeros mecanismos de protección de minorías tomaron forma de tratados (con Polonia, por ejemplo, se firmó el 28 de junio de 1919) que confirieron excesivo margen a la soberanía de los nuevos Estados.

 

3.3. MENOSPRECIO DE LOS PRINCIPIOS LIBERALES

Los nuevos Estados, lejos de aplicar en su seno el principio de las nacionalidades que sirvió para alumbrarlos, se comportaron con intransigencia hacia sus nuevas minorías (ocurrió, por ejemplo, en Polonia respecto a los alemanes). Así, descuidando los principios democráticos, los nuevos Estados se dispondrán a nacionalizar a sus ciudadanos, vulnerando recurrentemente los derechos liberales de las minorías interiores. Este desprecio por los fundamentos de la propia Sociedad de Naciones[8] dio lugar a lo que Minogue definió como «paradoja de posguerra»:

«[…] que el arreglo político destinado a satisfacer las aspiraciones de las nacionalidades más pequeñas había logrado crear una situación intolerable para millones de personas; pues es un destino mucho peor vivir como miembro de una minoría en un Estado nacionalista que ser parte de un pueblo que es uno de los muchos gobernados en un imperio multinacional, aunque ese imperio sea un tanto despótico» (1975, 215).

 

Donde el principio se aplicó quedó en entredicho por sus resultados: se sucumbió a las tendencias recentralizadoras de los Estados y se avivaron tensiones por cuanto las principales potencias se resistían a ver a sus minorías nacionales oprimidas en el seno de otros Estados. Y, cuando no, quedó en entredicho por su inconsecuente inaplicación frente a los perdedores: la zona alemana de Moresnet fue cedida a Bélgica sin plebiscito previo, Alsacia y Lorena a Francia y Dánzig a Polonia (De Blas, 1994, 68).

En definitiva, los pocos elementos liberales con que el imperialismo de los Habsburgo podía contentar a las minorías en su seno (Sosa Wagner, 2007, 54) fueron abandonados sin que se consiguiera instaurar una solución que no pasara por hacer coincidir las fronteras de los Estados soberanos con los lindes de la nación cultural que se afanaban en crear. En fin, como rector de entreguerras, no cabe duda de que, tras declararse el principio en 1918, el mundo se volvió más inestable. Pero es cierto que, en otro orden de cosas, siguió despertando movimientos nacionalistas fuera de Europa.

 

  1. EL DERECHO A LA AUTODETERMINACIÓN REGULADO POR NACIONES UNIDAS

Tras la Segunda Guerra Mundial, de 1950 a 1970, el principio de las nacionalidades fue repudiado, dando lugar a un paréntesis en las etapas de nacionalismo descritas por Hobsbawm. Se lo acusó de antidemocrático porque, en lugar de tener a las personas (sujetos de derechos civiles) y a los ciudadanos (sujetos, además, de derechos políticos) como sujetos de derecho, había aupado a categoría de sujeto a las naciones culturales. Pero ahora, ante el legítimo despertar de las colonias, se le crítica además su inadecuación para impulsar la descolonización por cuanto las colonias carecían de homogeneidad cultural.[9] De ahí que la ONU, que fue fundada el 24 de octubre de 1945 y que sustituyó a la Sociedad de Naciones, regule de un modo más claro y manejable el derecho a la autodeterminación:

«El principio de la creación de Estados desde la Segunda Guerra Mundial, a diferencia de después de la Primera, nada tenía que ver con la autodeterminación nacional “wilsoniana”. Reflejaba tres fuerzas: la descolonización, la revolución y, por supuesto, la intervención de potencias exteriores» (Hobsbawm, 2012, 188).

 

Veamos la carta y el tenor de algunas de sus más relevantes resoluciones, pactos y declaraciones.

 

4.1. CARTA DE NACIONES UNIDAS DE 1945: EL PRINCIPIO DE LIBRE DETERMINACIÓN DE LOS PUEBLOS

«Artículo 1.2. […] Los propósitos de las Naciones Unidas son: fomentar entre las naciones relaciones de amistad basadas en el respeto al principio de la igualdad de derechos y al de la libre determinación de los pueblos, y tomar otras medidas adecuadas para fortalecer la paz universal.

[…]

Artículo 55. Con el propósito de crear las condiciones de estabilidad y bienestar necesarias para las relaciones pacíficas y amistosas entre las naciones, basadas en el respeto al principio de la igualdad de derechos y al de la libre determinación de los pueblos, la organización promoverá:

  1. a) Niveles de vida más elevados, trabajo permanente para todos y condiciones de progreso y desarrollo económico y social;
  2. b) la solución de problemas internacionales de carácter económico, social y sanitario, y de otros problemas conexos; y la cooperación internacional en el orden cultural y educativo; y
  3. c) el respeto universal a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión, y la efectividad de tales derechos y libertades».