Pero, por otra parte, hablamos de un autor proyectado en el texto, cuya presencia resulta inestable —los rasgos identificadores entre autor y personaje conviven con otros que resultan, en cambio, distanciadores—, de modo que dicha presencia del autor, si bien tiene la virtud de reforzar la referencialidad del texto, también la cuestiona. Los espacios de indeterminación que ello genera contribuyen a configurar narrativas de la ausencia del sentido (Gatti, 2011), especialmente en los textos de desfiliación, en los que se produce una fractura ideológica en la línea familiar, pues su objetivo no es llenar el vacío reparando, exorcizando y, cuando las circunstancias lo permiten, anulando lo acaecido —por ejemplo, cuando se restituye la identidad de unos huesos—, sino que reclaman ese vacío como el lugar desde el que se construye el sujeto. Podría interpretarse de este modo la imposibilidad para muchos narradores de relatar los hechos en los términos en los que éstos sucedieron en realidad o, incluso, su negativa a asumir algunos acontecimientos. Es el caso del protagonista de Soldados de Salamina, cuando se niega a aceptar la parte humana de Miralles y prefiere erigirlo en símbolo de heroicidad, o del narrador de La estrategia del koala, a quien la investigación en torno a la figura del abuelo le depara sólo aburrimiento: no hay épica en sus hazañas y sí estulticia en el pensamiento que transparentan las anotaciones del diario. Por esa razón, y tras ensayar distintas formas de narrar su historia, decide escribir un fake —una novela en primera persona sometida a la perspectiva del abuelo— que, de todos modos, también acaba abandonando: «¿A quién le va a interesar una historia que revele los desmanes de otro fascista sin nada sorprendente que ofrecer? —se pregunta—. Porque el abuelo, por lo que se deduce de las fotos y del diario […] no debió de ser más que un simple peón» (2013, p. 168).

Se advierte, pues, una oscilación entre aceptar la ausencia del sentido y la necesidad o el deseo de construir uno que reescriba los elementos de la historia trasmitida por los vencedores y se convierta en un acto de justicia para las víctimas. La distancia entre las generaciones, así como entre el momento presente y el momento de los hechos referidos explica, en cierto modo, dicha aspiración de comprensión y de totalidad. Por ello, se idealizan a menudo las opciones políticas (con su marcado carácter utópico) de aquellos que combatieron contra el fascismo, vertiendo sobre ellos una mirada que, a veces, resulta no sólo escasamente crítica, sino cargada de emoción. (En este sentido, la última novela de Cercas abriría un espacio distinto y, hasta cierto punto, incómodo).

De cualquier modo, en todas estas novelas no hay pretensión de fijar una verdad en mayúsculas. En ellas, se intersecan el testimonio, la autobiografía y la ficción —la historia privada y la historia colectiva— como prueba del escepticismo posmoderno ante la incomprensión global de lo real, pero como salvaguarda también contra el relativismo ideológico que niega cualquier tipo de verdad. Así pues, la modulación autoficcional del texto permite establecer un cierto equilibrio entre la autoconciencia artística y, al mismo tiempo, la confianza en lo literario como modo de conocer el mundo, de arañar o morder la realidad y de ofrecer explicaciones —aunque personales y subjetivas— a los diversos procesos sociales y políticos que nos afectan.

Si bien también cabría preguntarse hasta qué punto la proyección del autor en el texto no participa de la «superficialidad absoluta» que Hal Foster atribuye al pop art y al hiperrealismo, así como el encuentro fallido de éstos con lo real. Con relación al pop art, y haciéndose eco de las reflexiones de Foucault, Deleuze y Baudrillard, Foster sostiene que «La profundidad referencial y la interioridad subjetiva son también víctimas de la superficialidad absoluta del pop» (2001, p. 130). «El hiperrealismo —dice luego— es más que un engaño del ojo. Es un subterfugio contra lo real, un arte empeñado no sólo en pacificar lo real, sino en sellarlo tras la superficie, en embalsamarlo en apariencia» (200, p. 145). ¿No podría entenderse la autoficción como la expresión hiperrealista del autor, en tanto que figura inasible e irrepresentable que, al fin, se oculta más que se desvela?

Por otra parte, el vínculo de ambos movimientos pictóricos con el capitalismo (la frecuente representación pictórica de escaparates, coches, objetos) sugeriría tal vez una conexión de la autoficción con determinadas formas sociales y económicas. La ficcionalización del yo revelaría, en cierto modo, formas de «ser autor» impuestas o facilitadas por la sociedad de consumo. Es decir: este deseo de autor respondería, en cierta forma, a los modos de ejercer la autoridad con relación a un determinado sistema de producción cultural. Desbancado el autor de su lugar de privilegio —desde el que analizaba la realidad, como apunta Marina Garcés (2011)—, éste trataría de redefinir su relación con lo real, su paratopía, desde posiciones que no pueden ser más que individuales y subjetivas. Podría también darse el caso de que expresara, al contrario, nostalgia por lo que una vez fue y significó la figura del intelectual en el seno de la sociedad. O que expresara simplemente la ambivalencia entre «la ideología del texto», como la define Foster (con la muerte del autor como consecuencia), y la pasión de lo real (y del autor) de la que habla Zizek.

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