POR MARINA CLOSS
Fotografía de Sara Gallardo (1931-1988), escritora argentina autora de Eisejuaz. Fotografía de Eduardo Comesaña

Es un poco vergonzoso hablar del canon, porque implica aceptar que a uno le importa (como los que piden que se acepten palabras en la Real Academia Española). El canon es una estantería de dioses vergonzosos, a la que da un poco de pudor que se nos descubra mirando. A la parentela literaria, a todo ese pequeño círculo de señoras y señores inolvidables, uno se la arma no tanto mirando hacia lo alto, sino más bien alrededor: desempolvando (cuando no directamente desenterrando). Eso no es del todo desagradable, porque se termina gozando bastante de esa intimidad curiosa. Así también, uno se vuelve un poco mezquino de los suyos, hasta el punto de que casi detestaría que alguien los suba a esa vidriera tan poco profunda que es el canon. A esa especie de salón con amplio ventanal, aquel lugar al que todos miran sin parpadear ¿torciendo un poco el cuello, quizá, en actitud respetuosa?

En el fondo, pienso que, del canon, no es posible esperar nada. Porque, de hecho, lo primero que quita el canon es la esperanza. Parece que no hay lugar, o que el que hay ya está casi previamente asignado. Y eso que, como los dioses, la literatura ama ocultarse. Al menos por un tiempo, los libros se pierden. En eso quizá radica uno de sus verdaderos poderes: el de volver.

Un libro es, en el fondo, no mucho más que un modo de permanecer. No necesariamente en el canon, sino distraídamente, ocupando más bien poco espacio. Por lo general, los libros viven sus vidas en masas polvorientas, son casi el fondo del decorado. Pero ¿por qué hay algunos libros que jamás podrían tirarse? ¿o pdfs leídos y releídos que uno, de todas maneras, de pronto, sale apurado a comprar? Porque eso son también los libros: pura necesidad. No sé si el canon es una necesidad del mismo modo que son necesarias las repisas polvorientas, los vericuetos, la profundidad enmarañada de una biblioteca. Mientras un libro tenga la oportunidad de permanecer en algún lugar, no importa que no esté en el canon ¿qué escritor va a buscar al canon? Es casi al contrario: un escritor omite el canon, se lo saltea. Va directamente al último rincón, a mirar en el fondo de la boca de la gran serpiente. El problema, claro, es que hay libros que no están ni siquiera en el fondo.

Algunas de las historias de los libros que voy a contar son un poco desesperantes. Sus desapariciones fueron estremecedoras. Sus reapariciones tuvieron (y tienen) cierta aura estruendosa que los devolvieron rápidamente a las primeras filas de los estantes. En el fondo, repito, más que una entrada al canon que, para mí al menos, es igual que quedarse atrapado en un baile de estatuas, lo que me gustaría reclamar para estos libros es la oportunidad de que, esta vez, sí se queden.

El día del accidente

Yo estaba de paso por una de las librerías de saldo de la calle Corrientes cuando me encontré por primera vez con un ejemplar de Eisejuaz (la edición de 2013 de Cuenco de plata). En ese momento, estaba en alguna clase de estado de rebelión permanente contra la “literatura argentina” que me parecía dominada por un montón de narradores realistas prolijos, urbanos y algo así como solemnes. Creo que, en el fondo, adolescentemente, yo disfrutaba de odiar a todos o, al menos, de estar enojada con unos cuantos. Cuando abrí Eisejuaz, era como para comprobar que esa Sara Gallardo era otra vez una narradora argentina olvidable de puro prolija y realista y parecida al resto, así que a mí misma me dolió mi cara de sorpresa cuando leí toda una hoja totalmente asustada de mi propio entusiasmo. Me fui inmediatamente de ahí y no me compré el libro, solo porque siempre es un poco más cómodo seguir equivocada. Por suerte, el hechizo se prolongó. Lo leí al poco tiempo. Entero. Muchas veces. Es verdad que ninguno de sus otros libros tuvo sobre mí el mismo efecto, pero a veces me parece que Eisejuaz es el único clásico argentino en mucho tiempo, no sé desde cuándo, pero quizá hasta ahora.

¿Qué puede tener de clásico un experimento?

Creo que a los buenos libros se les siguen descubriendo más y más aciertos y este es uno de esos casos. Lo que a mí me sorprendió particularmente de Eisejuaz es que su vínculo con el mundo indio no iba tanto por el lado del pasado, la tierra, lo mágico (que es la conexión típicamente latinoamericana); Eisejuaz no es, como el personaje de ese cuento (hermoso, igual) de Guimarães Rosa Mi tío el yaguareté, el último ejemplar de una raza casi extinta, un personaje al que uno solo puede mirar con sorpresa y nostalgia. Es un mundo vivo, luchando por sobrevivir en otro mundo vivo, mucho más fuerte, más definido, y que le resulta por definición hostil. Ese mundo que es Eisejuaz, no sé con qué derecho, pero a mí me pareció cercano. Porque es un mundo emparchado, a medias destruido, a medias reacomodado. No tan distinto del nuestro (o del mío, al menos). Un mundo joven, o que se percibe como joven, pero en realidad, porque no le queda otra, porque no encuentra a la vista las huellas de ningún pasado. Un mundo levantado a medias, para mí esa fue la revelación: que de un mundo así también pudiera salir una gran novela.

El segundo motivo de mi sorpresa tiene que ver exclusivamente con el texto. Extraño, porque es como si no estuviera escrito, sino endiabladamente esbozado, como si no hiciera falta escribirlo del todo, alcanzara con lanzarlo a pedazos ¿pero a la cara de quién? ¿A la cara de la prosa retórica y ensimismada (dejemos esto sin ejemplo)? ¿A la cara del realismo explicativo y sobredibujado?

Pienso que Eisejuaz se sigue percibiendo, hasta ahora, en el cuerpo de la literatura argentina, como un ángel extraño: para empezar, porque lo escribió una “señora bien” y es la historia alucinante de un mataco lumpen. Aunque la literatura está hecha de esta clase de parentescos distantes (un soltero empedernido inventó a Alicia, un hombre bastante cruel e insoportable concibió a Salambó). Como observó la misma Gallardo, La madre de Gorki es un gran libro porque está escrito por Gorki. No sabemos qué hubiera sido del libro si lo hubiera escrito “la madre”.

Eisejuaz sufre de esta misma deformidad: de esta misma distancia inexplicable entre escritor y personaje. Entonces, ¿a la cara de quién tira la “señora bien” su libro de indios? ¿a la cara de su clase? ¿a la cara de la (seguramente perpleja) crítica social? A veces me parece que lo está tirando (aún) acaso contra la literatura del presente, propensa al testimonio y a la denuncia como si esas dos cosas fuesen, en sí mismas, un valor literario (cuando, a esta altura, hay que ser bastante hipócrita para no darse cuenta de que se han transformado también en valores comerciales). Por eso justamente está de vuelta: Eisejuaz, como un paradigma de todos esos geniales libros bicéfalos, continúa chirriando.

Fotografía de Aurora Venturini (1922-2015), escritora argentina autora de novelas como Las primas. Fotografía de Nora Lezano

Ser o no ser una mujer

La primera edición de Eisejuaz es de principios de los setenta. La primera reedición (según el texto que consulto) es del 2000. Los primeros trabajos críticos sobre Eisejuaz aparecen después de esta segunda edición y, hasta tiempos recientes, no son muchos. Más que las exaltadas cartas de Mujica Láinez, no quedan demasiados signos materiales de una recepción positiva de la novela en su contexto. A veces uno empieza a preguntarse si no fue justamente no haber escrito sobre mujeres lo que condenó a Sara a esa especie de ostracismo desmemoriado. Como si una mujer que no escribiera sobre ser una mujer, en el contexto de la literatura de su tiempo, fuese una especie de anomalía sin público. Esto lo aventuro como hipótesis. Y como crítica a nuestro propio tiempo en el que creo que podría volver a pasar. Porque, en ese llamado boom de la literatura femenina, parece a veces asomarse el tufillo de la concesión, de la repetición, de la inercia: como si “ser mujer” fuese el tema. Y como si repetir muchas veces la fórmula fuese la única posibilidad de existir de algún modo.

Lo que a mí me parece que “vuelve” de Eisejuaz o de los libros que voy a describir ahora (escritos por mujeres) es justamente que no se parecen entre sí ni a los otros, no participan de ningún impulso común. Se acomodan, en su deformidad, a la fase del experimento. En su marginalidad, además, toman una especie de aliento raro, y ahí los tenemos ¿convertidos en canon? Ojalá que no. Ojalá que convertidos simplemente en muchos libros nuevos.

La pequeña diosa

Todavía antes de leer a Sara Gallardo, yo había quedado impresionada por esa prosa tan despreocupada y tan precisa (tan accidentalmente infinita) que es la de Hebe Uhart. Hebe fue bastante reconocida en vida. De ella, leí cuanto pude hasta llegar a la nouvelle Señorita, que es cuando me detuve y suspiré. Me gustó tanto que me costaba comparar todo lo demás con esa pequeña obra de pura necesidad y talento. Frente a las grandes puertas de la literatura nacional, Señorita es casi un destrato. No quiere entrar, tampoco parece que vale la pena sacarla. Es tan mínima que no molesta, hasta se puede hacer como que nunca llegó. El final de Señorita, que es como reírse y alejarse, sin que nadie tenga tiempo de venir a hacer preguntas: esa es la actitud que Hebe Uhart tuvo toda su vida. Porque, al contrario de (pongámosle archienemigos varones, aunque en realidad eran fervientes recomendadores de Hebe) Piglia o incluso Fogwill, Hebe tenía una prosa al mismo tiempo concisa y realista, y sin embargo, totalmente exenta de aspavientos. Y una tendencia a la gracia coloquial, la gracia en la desfachatez. Que Fogwill tiene en las entrevistas, pero es como si para escribir un libro más bien se pusiera el moño. Y Piglia, el moño siempre. El hombre moño.

Hebe vivió una vida bastante apacible y ordenada. En su vejez, fue ciertamente admirada (al menos en Argentina). Fue algo así como aclamada “reina de la miniatura y de la pequeñez”. ¿De lo trivial? No se enojó, paseó por su moderada fama como paseó por todos lados. Si alguien la hubiera metido en el canon, yo creo que, por puro paseandera, se bajaba.

En esa actitud, no digo humilde, porque más que humildad, creo que está relacionada con la alegría de ir haciendo (y deshaciendo) con toda libertad y a su antojo, quiero decir: en esa vida que se consumía en andar risueñamente, en esa actitud y en ese tono, Hebe encontró su lugar. Y su gracia también: la de evitar los grandes discursos. La de privilegiar las acciones. Y siempre, siempre: el secreto. Que le da a su escritura esa especie de halo de conversación amistosa, de murmullo pícaro: de buen humor completamente bien mezclado con talento. Hebe es el anti-cliché de la escritora exuberante y apasionada. Su gracia consiste justamente en algo así como en ser moderada. Y hay que decir que es una gracia bastante inhabitual. Toda la literatura fálica cayó de rodillas ante su sencillez y su falta de aspavientos. Pero también, uno podría pensar que lo que la salvó (la hizo algo así como “recomendable”) fue justamente esa falta de interés en su propia persona y esa falta de solemnidad con respecto a su propia obra. Así, Hebe se transformaba, en el discurso de sus contemporáneos, en su propia “pequeña” sombra: la mejor cuentista argentina de su generación, claro. Pero una que no se tomaba a sí misma muy en serio.

La gran serpiente

Aurora Venturini publicó una veintena de libros en vida, sin que quede muy claro dónde, cómo, cuándo. Hasta es posible dudar de si los publicó. Sabemos que existió porque, al final de su vida compareció ante el mundo, sobre todo, después de ganar un famoso concurso. Pero Aurora llevaba como setenta años siendo extraordinaria. Ella se consideraba discriminada “por peronista”. Creo que se hubiera sentido bastante confundida si alguien le hubiera planteado que el problema es que era una mujer. ¿Ese era el problema? Puede ser. Aunque creo que, otra vez, el problema principal eran sus temas. No se podía mandar a Aurora al cómodo rincón (al que sí se mandó a Uhart) de las “reinas de las pequeñeces”. Su extraña mezcla de fantasía exacerbada y frialdad burlona tampoco le permitían dirigirse a un público con muchos sentimientos. ¿Qué tenía Aurora que casi repelía? ¿demasiada personalidad? ¿Una novela que destilaba odio (Las primas) y un montón de libros demasiado difíciles de encasillar? De entre las tres autoras que presento en este ensayo, Aurora es el ejemplo más claro de “pura escritura”. No es ejemplar en ningún otro sentido que en el de que escribe demasiado bien (¡y demasiado!). Del rencor y del dolor de Las primas, en los demás libros, es verdad que siempre queda algo. Pero también es verdad que Las primas es el único libro en el que ese veneno se torna un poco agotador. En general, el veneno auroral viene en impresionantes buenas mezclas de fantasía y gran estilo (en Nosotros, los Caserta), de realismo y gran estilo (en los cuentos de El Marido de mi madrastra), de humor desopilante y gran estilo (en Cuentos secretos). Es que Aurora debió ser leída por el público que leyó a Osvaldo Lamborghini (¿pero quién lo leyó hasta que lo editó Aira?), o debió ser leída por Aira. Creo que ahí está también el corte: en las camarillas de escritores que se leen y se salvan. Allí, creo yo, era donde las mujeres pasaban por criaturas extrañas: fuera de toda posibilidad de asociación. En esos pequeños corrillos de popes ¿por qué las mujeres no entraban?

¡Aurora merecía esos lectores! En fin, se tuvo que salvar saltando al salvavidas un poco vergonzoso de ganar un premio. Aurora creía de hecho, firmemente, en la posteridad. ¡Qué fuerza de voluntad más grande, la de tener 85 años y todavía seguir creyendo en el futuro!

No le importó tanto. Hizo lo que tenía que hacer y lo volvió a hacer una y otra vez hasta el cansancio. Aurora Venturini vuelve a la vida en cada uno de sus libros, vuelve a merecer, a tener, a pedir, a querer, a tomar, a chupar, a morder. En todos sus libros, la culebra que es ella hablando, parloteando, otra vez se agita. De ella hay que aprender: basta con empezar a decir lo que hace falta, desde el principio y hasta el final, basta con conservar la calma y la paciencia de encontrarse hablando. Y que el mundo (los lectores, siempre lentos y perezosos) te encuentren después, calavera hermosa que se ríe y se lamenta. O, en el caso de Aurora, se ríe y se ríe y se ríe. Así, toda metida en un pasado del que ya nadie podría sacarla. Se resucita en sus libros, como si se riera de nosotros que la dejamos vivir tan sola. Aurora es para siempre su increíble jeta de anciana, su figura torcida, de alimaña. Está para siempre vestida, teñida y pintada de vieja malvada. Si la olvidamos, bueno, fue solo por un tiempo. Ahí está otra vez. Es todo lo contrario al polvo: una criatura fantástica de corazón de piedra.

Fervores

Con estos tres nombres (Gallardo, Uhart, Venturini) a la literatura argentina le crece, no digo un canon, sino tres huesos raros, que dejan al cuerpo vivo respirando, pero en un estado de deformidad (creo yo) benigno y fértil. Tres huesos con mucha carne. Para desurbanizar, desenmoñizar y, sobre todo, para dar por sentado que la identidad (la excentricidad, casi: esa libertad de ser uno mismo, incluso cuando eso implica ser muy razonable) es el único destino literario serio. Porque creo que hay algo exagerado, una suerte de retorcimiento casi vergonzoso que es, en último sentido, el pulso metido en el fondo del puño de todo escritor. La prolijidad es casi mala compañía, ante la necesidad de no dejarse domeñar por una forma de la normalidad (la “realidad”) tan tímida como aceptable. La mirada tiene que estar alta, y poder ser sostenida para siempre, ante la indiferencia, la perplejidad o la risa de los demás. Porque eso también es un libro: una mirada que, pasan los años, y no se baja. Estas tres autoras escaparon de ser un boom, pero se quedaron con la leyenda de sus pequeñas (o largas y jorobadas) siluetas yendo sin prisa y sin demoras hacia ese lugar al que todos querríamos también estar yendo.