POR JACOBO IGLESIAS

El 18 de diciembre de 1921 —hace justamente un siglo— amanecía nublado en la ría de Vigo mientras un enorme trasatlántico proveniente de Nueva York asomaba su fría nariz de acero navegando entre las islas Cíes. El práctico del puerto se enfunda su traje de agua para salir en bote y recibir al Leopoldina con su pasaje lleno de americanos deseosos de aventuras. Entre ellos viaja un joven y aún desconocido Ernest Hemingway que vuelve a Europa, esta vez no para participar en una guerra mundial —fue conductor de ambulancias en el frente italiano en 1918—, sino como corresponsal del periódico canadiense Toronto Star. Hemingway se despierta muy temprano como será su costumbre —«He visto todos los amaneceres que ha habido en mi vida»—, se viste en su camarote y sale a mirar por la borda en el preciso momento en el que el Leopoldina deja atrás las islas Cíes rumbo al puerto de Vigo donde hará una breve escala.

Hay momentos en la vida de algunas personas que funcionan igual que un buen primer párrafo de novela, en el que, mediante un brillante ejercicio de condensación, se anticipa y se resume toda la historia que vendrá después. Este es uno de esos momentos. 

Acodado en una de las barandillas de la cubierta principal del Leopoldina, el joven Hemingway asiste inesperadamente al espectáculo de contemplar varios barcos pesqueros frente a las islas Cíes persiguiendo unos enormes atunes de dos metros que saltan fuera del agua atraídos por bancos de sardinas.

Estas escenas de pesca que se suceden a lo largo de la ría impresionan a Hemingway hasta el punto de que escribe entusiasmado “La pesca de atún en España”, uno de sus primeros artículos como corresponsal del Toronto Star, y en el que trata por primera vez dos de los que serán los temas más recurrentes y fructíferos de su carrera: España y los trágicos escenarios de lucha

Hemingway, que había aprendido a pescar junto a su padre en los lagos y ríos del norte de Michigan, y que llegará a ser todo un experto en la materia, contempla maravillado una ría de Vigo en la que «a veces saltaban del agua hasta cinco o seis atunes a la vez, emergiendo como delfines y zambulléndose después con un potente salto, limpio y hermoso».

Estas escenas de pesca que se suceden a lo largo de la ría impresionan a Hemingway hasta el punto de que escribe entusiasmado “La pesca de atún en España”, uno de sus primeros artículos como corresponsal del Toronto Star, y en el que trata por primera vez dos de los que serán los temas más recurrentes y fructíferos de su carrera: España y los trágicos escenarios de lucha. 

Después de atracar en el muelle, Hemingway y Hadley Richardson —su primera esposa— recorren las calles empedradas de Vigo y se adentran en el mercado del puerto. Hemingway se pasea por la lonja de Vigo como quien inspecciona un campo de batalla, un lugar donde el combate del hombre en el mar estaba perfectamente representado, y cuyos restos de muerte y de sangre se exponen sobre el hielo de las mesas. Los pescadores que entran y salen de la lonja con sus rostros curtidos por el viento y la sal, no son más que los guerreros de aquellas batallas que acababa de contemplar desde la borda del Leopoldina. La lonja del puerto le trae recuerdos de los felices días de pesca junto a su padre en el norte de Michigan, pero también de la guerra mundial que había vivido en Italia donde fue herido por la metralla de un mortero. Las calles de Vigo le ofrecen la posibilidad de beber y comprar alcohol a buen precio, cuando en Estados Unidos estaba prohibido por la ley seca. Después de contemplar todo esto en una misma mañana, Hemingway le escribe una carta a un amigo: «¡Jo, qué sitio! Vigo, España. Este es el lugar donde un macho puede vivir»

Siempre hiperbólico y obsesionado con la virilidad, el joven Hemingway veía en Vigo un lugar donde uno podía salir a pescar temprano, lidiar con atunes de dos metros durante toda la mañana, y volver agotado de esa batalla en el mar para beberse todo el alcohol que quisiera.

Recordemos que Hemingway no hará otra cosa en su vida que perseguir escenarios de lucha, ya sean conflictos armados, tardes de toros, pesca de altura, safaris por África o peleas de gallos. Fiel a su estilo, llevó esa búsqueda hasta el último de sus días, que se convirtió también en un escenario de guerra, esta vez de una guerra consigo mismo: su propio suicidio en Idaho.

Pero todavía faltaban muchos años para eso, y Hemingway, emocionado con su primera visita a Vigo, comienza su artículo para el Toronto Star de la siguiente manera: «Vigo es un pueblo de postal, con calles adoquinadas y casas revocadas en blanco y naranja, situado en un gran puerto de entrada pequeña en el que cabría toda la escuadra británica».

Si exceptuamos la breve escala que había hecho en Algeciras dos años antes para regresar a Estados Unidos como héroe de la Gran Guerra, las islas Cíes y Vigo son el primer contacto que Hemingway tiene con una España de la que ya no se despegará nunca.

Tras la excursión en Vigo, y siguiendo el consejo de su amigo Sherwood Anderson, Hemingway continuó rumbo al París de los años 20 donde, según él mismo relató, él y Hadley fueron muy pobres y muy felices. Allí es donde comienza su carrera literaria, donde publica sus primeros relatos breves y novelas, donde desarrolla su teoría del iceberg —la verdadera historia del relato siempre permanece oculta—, y donde conoce a Scott Fitzgerald, Gertrude Stein, Picasso o James Joyce. Sin embargo, y a pesar de que París le ofrecía todas esas cosas, Hemingway tenía una idea fija en la cabeza: volver a España cuanto antes. Aquella breve experiencia en Vigo no había sido suficiente para él, y al cabo de dos años viaja por su cuenta a una de las que será una de sus ciudades fetiche: Pamplona.

Como escritor de experiencias, Hemingway tenía que vivir primero para contar después. De su fecunda relación con España obtendrá el material para escribir gran parte de su obra: como corresponsal en la guerra civil española (Por quién doblan las campanas; La quinta columna); como primer americano que frecuenta los sanfermines (Fiesta); para seguir de cerca el duelo entre los toreros Ordóñez y Dominguín (El verano peligroso); o simplemente como aficionado a los toros (Muerte en la tarde)

Después de estas primeras visitas, Hemingway regresaría a España en incontables ocasiones, durante un idilio que duró casi cuarenta años. Como escritor de experiencias, Hemingway tenía que vivir primero para contar después. De su fecunda relación con España obtendrá el material para escribir gran parte de su obra: como corresponsal en la guerra civil española (Por quién doblan las campanas; La quinta columna); como primer americano que frecuenta los sanfermines (Fiesta); para seguir de cerca el duelo entre los toreros Ordóñez y Dominguín (El verano peligroso); o simplemente como aficionado a los toros (Muerte en la tarde).

Además de esas cuatro novelas y la fallida obra de teatro sobre la guerra civil española, algunos de sus excelentes relatos breves —cumbre del género en cualquier idioma— y docenas de artículos y reportajes tienen a España como escenario. 

Pero para llegar a la obra maestra de Hemingway, debemos volver a ese primer artículo que escribió sobre la pesca de atún en Vigo, y cuyo último párrafo dice: 

«La pesca de atún destroza la espalda y los tendones; es un trabajo de hombres incluso con una caña que parece el mango de una azada. Pero si uno pesca un gran atún después de una lucha de seis horas, una lucha entre hombre y pez hasta que los músculos duelen por la tensión ininterrumpida, y por fin lo arrastra junto al bote, verdeazul y plateado contra el plácido océano, se sentirá purificado y podrá entrar con la cabeza alta en presencia de los dioses mayores, que le dispensarán una buena acogida.»

En esa lucha ininterrumpida con los atunes podemos ver perfectamente dibujada la historia de El viejo y el mar —la mejor novela de Hemingway—, en la que su protagonista, Santiago, un viejo pescador cubano, mantiene una lucha de tres días en alta mar con un gigantesco pez espada. Sin embargo, después de esta bíblica proeza en solitario, los tiburones van devorando el cuerpo del pez y Santiago regresa con el espinazo del animal atado al barco como única prueba de su gesta.

El viejo y el mar, prefigurada 30 años antes en el artículo sobre la pesca de atunes en la ría de Vigo, fue una de sus últimas publicaciones en vida y significó su consagración literaria, por la que recibió el premio Pulitzer en 1951 y, un año después, un premio Nobel que no podría recoger en persona por estar todavía convaleciente de sus dos accidentes aéreos consecutivos en África.

Hemingway fue un viajero incansable, recorrió medio mundo como corresponsal de guerra, como periodista, como aventurero, como cazador o como deportista. Muchos son los pueblos y las ciudades que han quedado atados a su nombre para siempre: París, La Habana, Madrid, Oak Park, Pamplona, Cayo Hueso, Ketchum o Burguete, son algunos ejemplos. Todas estas ciudades tienen un recorrido Hemingway en sus guías, placas en restaurantes que aseguran que Hemingway se sentaba a comer en una de sus mesas, locales que exhiben con orgullo fotografías del escritor, pensiones donde durmió alguna vez, y hasta habitaciones, como la del hotel Ambos Mundos de La Habana, que se conservan tal y como él la tenía. Sin embargo, Vigo no tiene ninguna placa del escritor en sus calles, ningún recorrido en barco por la ría nos va a contar esta historia, pero cuando el 18 de diciembre de 1921 el práctico del puerto llega con su bote hasta el costado del Leopoldina para acompañarlo a través de la ría, Hemingway lo saluda con la mano desde la cubierta sin sospechar que su mito acaba de dar comienzo, que todavía se seguirá hablando de él un siglo más tarde, y que aquella pequeña escala en Vigo resumirá toda su vida y su obra como lo haría un buen primer párrafo de novela.

A partir de ese momento, no se le escapará ninguno de los amaneceres de su vida.