Cortesía, cortesanía… No he conocido a ningún artista tan cortés como él. Hasta sus leves susurros —que a veces me desesperaba al tratar de oírlos—, tenían el tiempo convertido en ceremonia amable, a veces simpática, siempre correcta… ¿Cómo este sesgo indeleble de su personalidad melancólica se hacía versos, contribuía a cincelarlos? Hacia allí trataré de ir; pero antes modulo su serena urbanidad con dos anécdotas (guardo la tercera para los párrafos finales), en la inteligencia de que son un deferente, comedido prólogo para la caracterización imprescindible de su singular estilo, dentro de los poetas de habla hispana que fueron sus coetáneos, como los más cercanos amigos: Fina García Marruz y Cintio Vitier que, junto a José Lezama Lima, Virgilio Piñera y Gastón Baquero, formaron el núcleo fuerte de la hoy mítica revista Orígenes, la más relevante de su tiempo (1944-1956) en español, como argumenté en mi tesis-ensayo de 1971, escrita bajo la tutoría de Lezama, la vista examinadora de Pepe Rodríguez Feo, las conversaciones con Eliseo, Fina y Cintio.
La primera anécdota ocurrió en la terraza lateral de la Unión de Escritores en El Vedado habanero, a pocas cuadras de su casa de entonces, la de E entre 23 y 21, que le «cambiaron» por su querida Villa Berta, donde habían crecido sus tres hijos. Un escritor novel —pero no demasiado joven— natural de Holguín, le había pedido permiso para leerle su kilométrico poema épico al cacique Hatuey, quemado en la hoguera por los conquistadores-colonizadores españoles. Una hora después —quizás como hora y media—, tras terminar la lectura y ante un breve comentario de Eliseo, donde la urbanidad lo llevó a musitarle un «qué bien», el entusiasmado vate le pidió permiso para leerle su inédita tragedia Guarina —legendaria esposa de Hatuey—, toda escrita en endecasílabos pareados. Entonces Eliseo —sin opciones— se desmayó. Literalmente cayó desmayado detrás del banco de mármol, casi sobre una descuidada maceta de rosas. De ahí lo rescatamos cuando ya el autor holguinero huía despavorido, se esfumaba de la escena delictiva.
La segunda anécdota también avala su olímpica parsimonia —tan educada templanza, rara ayer y muy rara hoy. Ocurrió en la casa de la entonces cónsul de Cuba en Mérida de Yucatán, donde pasaríamos la noche para continuar la próxima mañana hacia Villahermosa, Tabasco, a participar en la Jornada Internacional de homenaje a Carlos Pellicer. Un autor yucateco, ciego de nacimiento, había mandado su cuaderno de poemas a Cintio Vitier —concuño, como se sabe, de Eliseo— con la solicitud de que le escribiera el prólogo. Eliseo le traía el encargo y la cónsul lo invitó, junto a otros escritores de Mérida, a que nos acompañaran en la cena… Sentados a la mesa del comedor, el yucateco le pidió a Eliseo que leyera en voz alta el texto, dado que su condición física se lo impedía. Un breve aplauso culminó la lectura, aunque la apagada voz de Eliseo nos obligó —como siempre— a un esfuerzo extra de atención. Pero la verdadera atención vino enseguida, cuando el ciego dijo que era un insulto a sus versos hablar de la ceguera en el prólogo, mencionarlo como característica. Que rechazaba el texto por ofensivo, discriminador, etcétera. Por poco hasta le echa la culpa a Hernán Cortés de su ceguera… Los asistentes nos miramos, porque ni siquiera en ninguno de los etcéteras percibimos humillaciones. Eliseo sólo se guardó en el bolsillo interior del saco las hojas del prólogo que, por cierto, eran muy caritativas con la calidad de los versos. Volvió a sentarse. Creo que si acaso suspiró, antes de pedirle a la cónsul un poco de ron, no recuerdo si con hielo. El tan susceptible poeta ciego trató de decir algo más, mientras esperaba la reacción de Eliseo. Todavía debe estar esperándola, aunque aquella noche optó por pedirle a la amiga que lo acompañaba que lo llevase lo antes posible para su casa.
Las dos anécdotas —risueñamente engorrosas— caracterizan, modulan, un rasgo decisivo de la personalidad del poeta, que se proyecta a su escritura. Razón por la cual viene a cuento, según mi ecléctica filiación a la escuela de Ginebra (Poulet, Béguin…), nunca olvidar al autor hasta en el más intrínseco análisis estructural de cualquier obra de arte literario. Porque sus poemas reciben también algo de urbanidad y timidez, de la delicadeza en el trato hasta extremos inusitados, risibles como en el par de recuerdos que acabo de referir. Su fineza de orfebre se extiende siempre a las palabras, basta admirar su letra de escriba benedictino.
Se trata —enfatizo— de una premisa clave de su poética, junto a la melancolía, relacionada a veces con estados depresivos y siempre con diversas nostalgias, sobre todo de su infancia; la literatura infantil, que conoció como poco escritores de habla hispana; y su dominio de la lengua inglesa, de la que fue profesor y sutil traductor de poetas… Con este complejo haz conversa silenciosamente, tiende un arco consigo mismo en cada versión, en el sentido que precisara Leonardo da Vinci, en uno de sus Aforismos: «El arco no es sino una fuerza causada por dos debilidades, y rigió que en los edificios se compusiera de dos cuartos de círculo. Cada uno debilísimo en sí, desea caer. Y oponiéndose a la ruina uno de otro, dos debilidades se convierten en una fuerza única».
Los arcos de sus poemas forman la declarada obsesión por la fugacidad de su memoria, que lo insta a escribir para no olvidar nada substancial. Es clave que en el curso Lo cubano en la poesía dictado en el Lyceum de La Habana, a finales de 1957, dentro de la decimoquinta lección, Cintio Vitier titulara la parte correspondiente a Eliseo con una frase exacta: «La poesía de la memoria en Diego». La memoria —señala acertadamente— es su «centro intuitivo», la «sustancia fabuladora» (1970: 501). Lo que no explica Cintio es el permanente miedo de Eliseo a que esa memoria se le pierda, esfume, se vaya como los circos con sus payasos a otro pueblo, tome una calzada distinta a la de Jesús del Monte y no se dirija a su barrio de Arroyo Naranjo, a Villa Berta.
En este sentido el payaso —uno de sus heterónimos, al estilo de Fernando Pessoa— también caracteriza la fuga. Fuga como certeza de lo inexorable y lo absurdo. Fuga hacia la vejez y los enigmas, que resolvía cristianamente en su condición de católico practicante, de misa dominical, según declara en tantas ocasiones y cumple —valga la redundancia— religiosamente. En «el fervoroso remolino del libro» —dice Cintio refiriéndose a los poemas de En la calzada de Jesús del Monte— no deja de aparecer por primera vez el circo: «La pobreza del circo en el poniente / nos dijo el exterior vasto y eterno. / Se acabaron los circos, inocentes / como los organillos del invierno» (Diego, 2001: 102).
Está claro que la imagen de la vida como un circo era ya tópico cuando Eliseo la rescata y recarga. La analogía del escritor con un payaso tampoco era novedosa. Lo que sí parece singular, distinto al menos dentro de la poesía de su época —quizás un poco antes en León Felipe—, es el énfasis en el carácter ambulatorio, en la provisionalidad errante de la carpa que va de gira, de pueblo en pueblo. Y desde luego, tampoco la tristeza del payaso —también un lugar común—, sino la ironía en sus expresiones, gestos, actuaciones…
Tres poemas argumentan la apreciación precedente. Y en varias entrevistas tenemos pruebas de que era consciente de los disfraces ontológicos con que deseaba vestir al payaso; del parecido entre los desvencijados circos pueblerinos cuando guardan la carpa y las glorias del mundo cuando se desvanecen, según Tomás de Kempis en La imitación de Cristo: «Oh quam cito transit gloria mundi» («Qué rápido se desvanece la gloria del mundo»); sabio libro de breves consejos y meditaciones que Eliseo conocía muy bien, estimulado por su habitual lectura de los Salmos.
Las entrevistas son elocuentes en el tema. Refuerzan la hipótesis exegética que sigue la metáfora del circo y el payaso como «exigua desviación», clinamen en el tan eficaz instrumental de Harold Bloom. De tales desplazamientos versales Eliseo Diego siempre tuvo conciencia, aunque desde luego que su concreción en algún poema pudo ser predominantemente intuitiva; porque el complejo intuitivo-lógico de la singular analogía no ofrece duda. Ya Galvano Della Volpe, tomándolo de Giambattista Vico, argumentó que lo intuitivo-sensorial siempre aparece ligado a lo lógico-racional. Como un haz indivisible está en la entrevista que concediera al poeta Luis Rogelio Nogueras, donde dice: «Payasos, equilibristas, magos, anticuarios y poetas, has visto bien, todos son para mí uno mismo». Y añade al terminar esa misma respuesta: «Existe una pequeña solución de identidad: cabe que hayamos realizado al niño que fuimos, que lo hayamos asumido, que al fin sea su consumación y, por tanto, principio; así como la vida de una obra de arte comienza cuando el artista le da el último toque» (Diego, 2010).