En el caso de Jane Bowles coexisten algunos elementos de su personalidad un tanto inestables, era una mujer muy débil de espíritu, siempre atormentada por las dudas. En sus relaciones amorosas, tanto con Paul Bowles como con su criada Cherifa, una mujer de carácter violento y ambiciosa, ella prefiere el rol de la sumisión y el de víctima. De hecho, muere joven, fruto del alcohol. ¿Quizá un personaje como Jane merezca un solo libro para ella?

A mí, Jane me parece un personaje encantador, y no sé si la consideraría débil, quizás todo lo contrario. Era excéntrica y apasionada, poco calculadora, de una modernidad apabullante: noctámbula, pelo corto, pantalón y lengua de vitriolo. Como autora fue maltratada por una sociedad poco proclive a valorar lo original en una mujer. También, supongo, el hecho de que Paul –que era músico, y se subió al tren de la literatura mucho después– tuviese un éxito fulgurante con Té en el Sahara, mientras ella no conseguía ni escribir ni defender lo suyo, contribuyó a su sensación de desamparo.

Ocurre que la genialidad, a veces, es una carga muy pesada. A Jane, siempre la rodearon la incomprensión y la condescendencia. Cosechaba malas críticas. Hasta Anaïs Nin se tomó el trabajo de escribirle una carta muy prolija poniendo verde Dos damas muy serias. Parece que, tiempo después, Nin coincidió con Jane en Manhattan y volvió a ponerla caer de un burro. Solo sus amigos cercanos –Capote, Tennessee Williams, quizás Paul– comprendieron su talento.

Es verdad que Jane propuso un tipo de novela completamente extraterrestre, sin referentes en el canon, periférica, y, por eso, sigue siendo muy poco leída. Es un precio que a veces se paga. Pero, sin duda, de los dos, la buena era ella.

En cuanto a Cherifa, creo que se la ha demonizado, y que hay en ese juicio muchos elementos racistas, homófobos y clasistas. Cherifa era iletrada y pobre. Cuando hay tal diferencia social, exigir abnegación y amor incondicional y desinteresado no viene a cuento, creo. Lo que está claro, desde luego, es que Jane era alcohólica y que se ganó a pulso su propia enfermedad.

 

Parece que la dificultad mayor que tenían las mujeres para escribir en aquella época era la de vivir en un mundo dominado por hombres. ¿Cree que las mujeres escritoras en la actualidad sienten algo parecido? O ¿en la escritura la igualdad entre hombres y mujeres se está a punto de conseguir? ¿Qué tipo de igualdad sería?

Bueno, creo que las escritoras nos seguimos sintiendo muy incómodas en un mundo donde aún a los cincuenta años recibimos tratamiento y consideración de jóvenes promesas, de eternas hermanas pequeñas. Bien es cierto que muchas cosas interesantes que se están haciendo en este momento son obra de autoras, y eso está muy bien. Pero permanecer en la escritura siendo mujer sigue siendo complicado, hay que ser muy resistente e ir contra la inercia general. Primero, porque, aun no siendo minoría numérica, seguimos estando en la periferia, somos el otro, la visión del mundo que vehiculamos se considera marginal y connotada, prescindible, y eso es bueno y malo al mismo tiempo. Es bueno porque estar fuera de la centralidad te dota de una libertad inaudita, condición buenísima para el arte, te hace ser francotirador; malo porque venir de fuera del sistema te coloca en una situación de vulnerabilidad y de soledad extremas.

A las mujeres, que somos personal de servicio, la sociedad nos ha educado para que nos callemos, para que estemos en un segundo plano, para que no nos signifiquemos y –también– para que no valoremos nuestro propio trabajo. Se nos ha educado para que no tengamos ego, o para que lo sacrifiquemos al servicio de los otros. Y para escribir hay que tener un ego desmesurado, ser sujeto. Por ello, hablar, escribir –cuando hemos sido programadas para ocupar un segundo plano, como subalternas– exige una cantidad de energía descomunal. Para ser escritor hay que ser egocéntrico, exhibicionista –casi tener delirios de grandeza– y, sobre todo, ser inasequible al desaliento.

Y es que, aunque en apariencia las mujeres están en todas partes, pocas son capaces de defender su trabajo sin titubeos, de ir hasta el final con todas las consecuencias. Casi todas están atormentadas por el síndrome de la impostora, lo cual es terrible: trabajar con ese enemigo interno, con ese gusano dentro de ti.

Esa batalla mental aún no se ha ganado, la batalla para superar los condicionamientos estructurales, para acallar la inseguridad, para hacernos oír. Y también, cómo no, para aceptar que no se nos escuche. No pasa nada. No es necesario gustar. Comprenderlo es maravilloso y difícil: cuando uno acepta que lo que hace puede no gustar y consigue que no le afecte, se convierte en invencible.

 

En lugares como el bulevar Pasteur, el café París, el Gran Teatro Cervantes y otros muchos, la música, las fiestas, las drogas, el sexo y las historias de espías y contrabandistas fueron la vida misma de la ciudad de Tánger: un lugar mítico desaparecido en los años sesenta. ¿Qué legado le dejó esa época dorada a la ciudad? ¿La ha visitado recientemente?

El teatro Cervantes me parece una ruina imponente, metáfora de algo que no sé lo que es. Allí cantaron Juanito Valderrama y Lola Flores, y me gusta imaginármelos en la medina tomando un té y unos pinchitos, quizás fumándose un sebsi. Ahora el teatro se cae a trozos, pero es prueba de que la presencia española en Tánger fue poderosa. Dicen que, en la época de la zona internacional, Tánger era una verdadera ciudad andaluza, que los sastres, los dueños de los bares, los tenderos resultaban ser todos andaluces. Es la ciudad del escritor Ángel Vázquez. Su madre era sombrerera. Vázquez, muy amigo de mi narrador, Emilio Sanz de Soto, tiene una biografía bizarra y muy triste. Ganador del Planeta de rebote, se cuenta que, cuando dejó Marruecos, estuvo trabajando en el registro civil de un pueblo del Sur donde se inventó centenares de empadronados. Lo echaron, claro. Me parece una anécdota llena de poesía, casi simbólica, de nuestro oficio. Acabó sus días en una pensión de la calle Atocha: cada vez que paso por allí me descubro y le mando un saludo a Juanita Narboni, en haketía.

Durante décadas la jet set internacional más extravagante se instaló en Tánger y se dedicó a hacer fiestas, a consumir drogas, a bailar y a enamorarse de sus chóferes y sus criadas. Hasta Barbara Hutton, la millonaria americana, tenía un palacete en la casba. Dicen que las autoridades ensancharon las calles de la medina para que cupiesen sus mercedes. Años después llegaron Brian Jones y los Stones, que alucinaron con los músicos jajouka y grabaron The Rollings Stones and the Flutes of Pan. Hablando de Pan, hay una larga tradición de culto dionisíaco en ese punto concreto del mapa. De ahí, ese poder de atracción tan potente entre artistas, ladrones, todos aquellos que aman la noche y el peligro.

Yo hace un par de años que no vuelvo a Tánger: irrumpió la pandemia y todo se complicó. Si la COVID lo permite, espero bajar este verano a El Ksar el Kevir, al festival jajouka.

 

¿Para escribir esta novela se ha valido de su bagaje cultural o ha tenido que documentarse? ¿Qué libros han sido los que más la han ayudado en esa labor?

Uno de los grandes placeres de los veranos tangerinos era para mí visitar la Librairie des Colonnes y arramplar con los libros de los autores locales o de temática local. Leí a Bowles, a Burroughs, cosillas de Sanz de Soto, guías viejas, a Chukri, a Mrabet, a Charhadi, Kerouac, Vázquez, Ira Cohen, Brion Gysin, recuerdos de tangerinos franceses. Pero también a Jean Genet, al que adoro, aunque Genet es posterior, vino después. Chukri tiene un libro sobre Genet muy interesante. Goytisolo decía de él que era un santo sufí, también lo decía Sartre, un santo de la secta de los malamatíes, que se caracteriza por evitar cualquier signo exterior de piedad porque busca el vituperio general. Genet y Goytisolo también están presentes –de una manera difusa– en el libro, o al menos forman parte de mi Tánger imaginario.

El proceso de documentación del libro fue casi más divertido que su escritura. Localizar y colarse en el edificio San Francisco, hablar con el conserje, ver el ascensor que Jane se negaba a tomar porque decía que le recordaba a un ataúd (lo cual era una complicación tremenda porque era coja), el descansillo con claraboya; visitar el edificio Itesa en medio de un descampado, frente al consulado americano; buscar el lúgubre e intocado hotel Atlas, cerca del mercado de Fez, en donde Jane se refugió con Cherifa, en una de sus últimas escapadas alcohólicas.

Pero lo que siempre he sabido es que la documentación está ahí para olvidarla, no puede dominar la narración, sería tedioso. Hay mucha documentación, pero también hay ficción e irreverencia.

 

¿Cómo se reflejó toda esa libertad en las artes?

Bueno, Jane Bowles es revolucionaria, y también Burroughs, con él estaba Brion Gysin, el inventor del cut-up y de la dream machine. Burroughs decía de Gysin que era el único genio que había conocido. ¿A quién se le ocurre fabricar una lámpara que hace soñar? Hace tres años estuve a punto de comprar un grabado suyo, en el Colegio Americano. A veces todavía veo en sueños ese grabado que imita la caligrafía árabe. Brion y Gysin son herederos del surrealismo, pero pasados de rosca. Pocos saben que Breton vetó a Gysin en una exposición surrealista en París por su homosexualidad, fue Éluard el encargado de descolgar sus cuadros. Ocurrió en 1935.

Sin Burroughs y sin Gysin no se entienden el arte y la literatura de la segunda mitad del siglo xx. Burroughs es asombroso por su trabajo con la forma, pero también por la certeza de su visión ácida del mundo moderno, por su visión de los derroteros que iba a tomar nuestra sociedad. Pero curiosamente ambos son sumamente formalistas, de ahí su interés por los rituales, la música jajouka, la permutación, la repetición, lo aleatorio. También por las drogas, claro.

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