«El esplendor es mucho menos hermoso que aquello que se agrieta y amenaza con desplomarse»Por Carmen de Eusebio
© Bernardo Villanueva
Blanca Riestra (A Coruña, 1970), doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Borgoña, ha desarrollado su profesión en el Instituto Cervantes de Alburquerque (Estados Unidos), en la Escuela de Humanidades de la IE University en Madrid, en la Universidad de La Sapienza en Roma y en la Universidad de Franche-Comté en Besançon. En la actualidad es profesora de Francés en un instituto de secundaria de A Coruña.
Es autora de las novelas Anatol y dos más, La canción de las cerezas (Premio Ateneo Joven de Sevilla), El sueño de Borges (Premio Tigre Juan), Todo lleva su tiempo (finalista del Premio Fernando Quiñones), Madrid blues, La noche sucks, Vuelo diurno, Pregúntale al bosque (Premio Ciudad de Barbastro), Greta en su laberinto (Premio Torrente Ballester), Noire Compostela (Premio de Novela por Entregas de La Voz de Galicia) y Últimas noches del edificio San Francisco (Premio de Novela Ateneo de Sevilla, 2020) y del poemario Una felicidad salvaje.
Últimas noches del edificio San Francisco es su última novela, galardonada con el Premio Ateneo de Sevilla en 2020. ¿Qué interés la llevó a escribir sobre el Tánger de finales de los años cincuenta?
Durante años, solía bajar todos los veranos a Tánger en coche y era un periplo maravilloso. Pasábamos por Lisboa, luego por Tarifa y allí tomábamos el ferry. Y, claro, viajar a Tánger es volver al tiempo de la interzona. No se puede entender Tánger sin la Librairie des Colonnes y toda la pléyade de artistas que construyeron su mito.
De su época dorada todavía quedan el Café de France, el hotel Villa de París, el hotel Atlas y multitud de antros intocados. Es verdad que, ahora, el hotel Continentale ya no está colgado sobre el mar, que han rellenado el puerto antiguo y que el salón de Madame Porte se ha convertido en un McDonald’s. Tampoco la estación de autobuses se encuentra ahora en la plaza de España, cerró el Dean’s Bar y han traspasado el hotel Minzah. Pero muchas cosas permanecen: el Zoco Chico con sus terrazas –el Fuentes y el Tingis–, el hachís, los carteles antiguos de los comercios, su vida nocturna portuaria, la nostalgia ácida que lo impregna todo por debajo de la vitalidad de la ciudad nueva, del Tánger Med.
El Tánger de los años cincuenta fue una ciudad cosmopolita. En esa época coincidieron personas procedentes de muchos países, sobre todo estadounidenses e ingleses, muchos de ellos reconocidos artistas. ¿Por qué eligió el matrimonio Bowles como protagonista de su novela?
Supongo que el germen de la novela está en El cielo protector, de Bertolucci. En los noventa, aquella película nos hizo caer prendados, a mí y a medio mundo, de los Bowles y de su extraño y desgraciado amor imposible. En la ficción, a Kit y Port los separaban el desierto y la muerte, pero el destino de Jane y de Paul también fue triste. Es curioso que la obra de Paul esté llena de parábolas de relaciones en disolución. Ellos construyeron su pareja sobre un compromiso extraño, los dos eran gais y vivían en pisos contiguos con sus respectivas parejas marroquís, pero se apoyaron siempre y se querían, supongo, a su manera.
Me parece muy interesante su propuesta porque cuestiona qué es el amor y qué es la pareja. ¿Es un tipo de amistad prolongada? ¿Implica sexo? ¿Se trata de una unión basada en la lealtad extrema? Y, ¿hasta qué punto una lealtad extrema es posible?
Recuerdo la noticia que sacudió España en los noventa, cuando se supo que Jane estaba enterrada en una fosa común en Málaga y que Paul no quería hacerse cargo del traslado de sus restos. Entonces, aparecieron unas declaraciones de Paul diciendo algo tremendo: «Jane ya no está ahí».
Me persiguen los derrumbamientos, los mundos a punto de desaparecer: el ubi sunt, el collige, virgo, rosas
Y después, claro, me resulta muy interesante la figura de Cherifa, amante iletrada de Jane, sospechosa de haberla envenenado con un tseukal, hechizo de amor que habría provocado su enfermedad y su rápido declive. Toda esa historia se encuentra rodeada de misterio y de desgracia, imposible no rendirse ante personajes semejantes.
En 1960, Tánger deja de ser ciudad internacional para incorporarse al Reino de Marruecos. En esos últimos tres años está ambientada su novela, una época de decadencia donde los que habían sido figuras esenciales y fundadoras de una ciudad libre y tolerante se resisten a abandonarla. ¿Por qué centrarse en un momento como este y no en su época de mayor esplendor?
El esplendor es mucho menos hermoso que aquello que se agrieta y amenaza con desplomarse. Solo ahora, después de más de treinta años escribiendo, me doy cuenta de que me persiguen los derrumbamientos, los finales, los mundos a punto de desaparecer: el ubi sunt, el collige, virgo, rosas. Una obsesión muy barroca, por otro lado.
En cuanto a la colonia extranjera de Tánger, no la idealicemos. Los Bowles, Burroughs, Truman Capote, Brion Gysin vinieron huyendo del conservadurismo de sus países de origen –pensemos que en Estados Unidos era la época del macartismo– y Tánger les regaló un entorno libre, tolerante, barato para construir sus obras y para ser felices. No en vano dicen que, en la vieja Tingis, estaba situado el jardín de las Hespérides. Pero la vida que llevaron allí hubiese sido imposible sin las condiciones de privilegio propiciadas por una estructura social resueltamente colonial. Y ellos se aprovecharon de ese contexto. Aunque eran outsiders en sus sociedades de origen –por sus prácticas sexuales, por sus ideas políticas, por su afinidad con las drogas–, aunque eran artistas y bohemios, en Marruecos no dejaron de ser también unos señoritos, unos nesranis (nazarenos). De eso habla la novela, del colonialismo y de la lucha de clases. Paul y Jane buscaron pareja entre sus criados, o al menos entre personas iletradas y pobres, a las que deslumbraron con su posición social. En esa situación de desigualdad, donde el dinero tiene una importancia atroz, una relación amorosa saludable es imposible.
Y, quizás, otro de los grandes temas de la novela es el deseo. Dante hablaba de que es el amor lo que mueve el mundo. Yo afinaría más y diría que no es el amor sino el deseo, la fuerza que lo atraviesa. Goytisolo en una ocasión, ya en sus últimos años, dijo que ya no podía escribir porque no tenía libido. Él entendió perfectamente en qué radicaba la clave del asunto. Es la libido la que nos hace crear, escribir, desear ser felices, y también lo que nos hace ser perpetuamente desgraciados y destruir a los que nos rodean. Los protagonistas de mi libro están hechizados por esa fuerza misteriosa, que es como una bomba de relojería. «Chair, ma chère dynamite», decía Larrea.
Porque, sin el deseo, no hay nada. Es nuestra dínamo, pero también nuestra condena. Porque el deseo no tiene solución, no puede ser satisfecho nunca y nos condena a la infelicidad perpetua, como afirman los budistas, pero es también aquello que nos hace avanzar, crear, construir, dibujar figuras en el aire, a cualquier precio.
Jane Bowles, esposa de Paul Bowles, y la española Carmen Aribau, ambas escritoras y amenazadas por el miedo a la escritura, son dos personajes sobresalientes en su relato. ¿Cuál es la amenaza real que sienten y por quién o quiénes se sienten amenazadas?
Tanto Jane como Carmen son dos autoras que acaban encadenadas a una especie de afasia paralizante. ¿Por qué? Pues porque la mirada que la sociedad posa sobre ellas es condescendiente y reductora. Y es muy difícil, casi imposible, no interiorizar y hacer propia esa mirada de los otros, evitar que te contamine.
El caso de Jane resulta doloroso: no conseguía terminar lo que empezaba, estaba atormentada por las críticas negativas, la ansiedad la empujó a buscar consuelo en el alcohol. Por otro lado, Carmen Aribau es un personaje de ficción que evoca la figura de Carmen Laforet, autora que vivió en Tánger unos años y se movió en el círculo de los Bowles. También es bien conocida su fuga continua de sí misma, su paulatino horror a exhibirse en ambientes literarios, a hablar en público y, por ende, a escribir. Laforet fue un personaje acallado por un entorno masculino opresivo, y por la propia timidez e inseguridad. Terminó sus días corroída por una fobia a la escritura tal que era incapaz de firmar un cheque
Supongo que, ambas, tenían miedo escénico y padecían de una inseguridad desorbitada. Pero hay una razón estructural para eso, no son casos aislados. Para las mujeres, escribir es traicionar las expectativas de otros; es un acto de violencia, que sigue siendo difícil de realizar. De las mujeres se espera que se callen, que sean discretas, que no sean bocazas. Se nos han inculcado de manera sistemática la discreción, el pudor y el sentido del ridículo. Y la escritura es una dinámica diametralmente opuesta, una dinámica que implica desgarramiento, y para la que no se nos ha preparado, pues escribir es desvelar y desvelarse, ponerse en evidencia. Y sobre todo convertirse en sujeto y dejar atrás el rol consuetudinario de objeto. O al menos convertirse en sujeto y objeto simultáneamente –la paradoja del que se escribe–, lo cual es una posición inédita y peligrosa para uno mismo y para los que lo rodean.