Pero en Tánger no solo había escritores: estaban los contrabandistas, los nobles venidos a menos, las coristas, los buscavidas, los pederastas, los pintores. Ha quedado una importante obra gráfica muy interesante en casa de algunos ricos de la montaña, en los anticuarios alrededor del Minzah. Bacon vivió unos años en la ciudad, siguiendo a su amor imposible que tocaba en el Harry’s Bar. Brion Gysin, Hamri o Mrabet también pintaban. Desde luego, está Yacoubi, la pareja de Bowles. Hamri también me gusta, Mrabet sigue todavía en activo. En el hotel Minzah había varios dibujos suyos oníricos increíbles, pero se deshicieron de ellos con el traspaso.

 

¿Qué obras destacaría usted de aquella época y de aquellos artistas?

Dos damas muy serias de Jane Bowles es una de mis novelas de cabecera, de las pocas que me marcaron cuando empezaba a escribir.

La otra gran obra tangerina para mí es Le pain nu, de Chukri. El pan desnudo, que es rimbaldiano, por su fuerza, por su desgarro, su poesía. También están Charhadi y Mrabet, que además de pintar también escribe. El primero durísimo; el segundo más ligero, hachisino, juguetón, onírico: transcribe las confidencias de un pez parlante. La presencia de todos ellos es perceptible a lo largo de todo mi texto, los cito, recreo anécdotas, configuran una especie de voz coral del espíritu de la ciudad.

De Paul me interesan sobre todo los cuentos de The Delicate Prey y de Tea in the Sahara. Y me gustó mucho Let It Come Down. Es un autor extraño, convencional formalmente pero de una crueldad terrible.

 

Siempre me interesa saber qué es lo que lleva a una persona a escribir. ¿Siempre quiso ser escritora? ¿Por qué? ¿Qué escritores le han influido más?

Siempre quise escribir y me siento muy orgullosa de llevar tanto tiempo en ello. Soy hija de los simbolistas, lo digo siempre. Vengo de la poesía. Mis pasiones no han cambiado desde los trece años. Sigo amando sobre todas las cosas a Rimbaud. También a Georges Bataille y a Djuna Barnes. Por cierto, Djuna Barnes también estuvo una temporada en Tánger, en un hotelucho cerca del hotel Villa de France, cerca del mercado de cereales. Nada podrá para mí igualar la pasión religiosa que me producen esos tres autores.

Y después, viniendo de la poesía, tuve el flechazo de la novela, lo cual es un credo como cualquier otro. De la novela me gusta que su carácter sinfónico, operístico, desmesurado, es una forma absolutamente abarcadora, relacionada con los ritmos, con los rituales, con las mareas. Me interesa mucho la construcción, la estructura y la idea de que la novela lo acepta todo, de que en ella todo cabe. Supongo que soy deudora del modernismo anglosajón, me considero formalista. Me obsesionan las estructuras y arquitexturas.

Escribo porque no puedo no hacerlo, y, además, creo que hacer es siempre mejor que no hacer. Me gusta de la escritura novelística ese proceso humilde y ambicioso que te hace colocar una pieza, dar un paso minúsculo, cada día. Creo que los escritores participamos en la creación del mundo, lo salvamos de la inexistencia. Por eso respeto absolutamente ese deseo enigmático de hacer, independientemente de los resultados. Es una vocación maravillosa, que lo justifica todo.

 

Para terminar, me gustaría saber qué ha significado para usted la coincidencia en el tema de los dos Premios Ateneo de Sevilla, el suyo y el de Alejandro Narden, Premio de Novela Joven.

Pues ha sido una casualidad feliz que demuestra que nuestra relación con Marruecos sigue siendo importante para el imaginario hispánico. Si la novela morisca fue un género muy popular en el Siglo de Oro, la moda orientalizante se mantuvo hasta mucho más tarde: ahí están, como prueba, las Cartas marruecas de Cadalso, que son del xviii. Y, por otro lado, en las últimas décadas, las novelas sobre Tánger casi se han convertido en un tópico.

El Magreb todavía es esa especie de límite último que nos separa del misterio, de la pérdida de control, de lo ignoto, y, en literatura, constituye un mundo –idealizado– muy atractivo.

Independientemente de los vaivenes políticos y económicos, los españoles siguen mirando hacia Marruecos; igual que los marroquíes, desde el café Hafa, otean las luces al otro lado del estrecho y sueñan con Málaga y con Tarifa.

Nos soñamos los unos a los otros. Quizás, si dejásemos de soñarnos mutuamente, Marruecos y España, dejarían de existir.

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