Una de las etapas más interesantes del recorrido trazado por nuestro autor durante las seis décadas en las que ejerció como intelectual es, sin ninguna duda, la que comprende los años que transcurren entre 1931 y 1936; un periodo de efervescencia política y social en el que, en contra de lo que a veces se ha dicho, Azorín se posicionó claramente a favor de la República, como demuestran las opiniones y los juicios expresados a lo largo de esos seis años. De hecho, uno de los hitos más sorprendentes de su carrera periodística fue su inopinada marcha —una decisión voluntaria y unilateral— del ABC de Torcuato Luca de Tena en octubre de 1930 y su casi inmediata incorporación a El Sol de Nicolás María de Urgoiti, primera parada de un largo periplo por distintas cabeceras de la época que hizo que Martínez Ruiz pasara de ser una de las firmas estrella del medio monárquico por excelencia a convertirse en un referente de la prensa republicana, gracias a sus columnas aparecidas, primero, en El Sol (1930-1931); después, en sus herederos, Crisol (1931) y Luz (1932-1933), y, ya por último, en La Libertad (1933-1934) y en Ahora (1934-1936).
YO, REPUBLICANO
El 29 de noviembre de 1930, Azorín publicó en El Sol un largo artículo en el que, a través de una de sus habituales analogías históricas, establecía —sin decirlo expresamente— un paralelismo entre la situación de inestabilidad que se vivió en España durante los últimos años del reinado de Isabel II y la que se vivía en aquel momento, cuando, tras la caída de la dictadura de Primo de Rivera, las ansias de cambio y de revolución amenazaban, una vez más, la existencia de la Corona. En concreto, dedicaba un recuerdo a la figura del matemático y político Manuel Becerra, a quien ponía como ejemplo de una izquierda liberal y avanzada que se propuso «demostrar que la monarquía es compatible con todas las formas políticas, por radicales que sean» (El Sol, 29 de noviembre de 1930). Para Azorín, que no era nada partidario de las revoluciones, fuesen del signo que fuesen, el problema de la monarquía isabelina fue que, en los momentos en que todavía conservaba cierto prestigio, no supo ver que la única forma de evitar males mayores era dando el poder a esa facción demócrata y progresista (cita a Salustiano de Olózaga) que únicamente aspiraba a cambiar el rumbo del país. Al no haberlo hecho, los acontecimientos se precipitaron y entraron en juego nuevos protagonistas para quienes la solución pasaba por un cambio radical que implicaba, necesariamente, algo más que una simple reforma del Gobierno.
Probablemente, lo que demuestra ese artículo es que, durante los últimos tiempos de la dictadura, e incluso en los momentos inmediatamente posteriores a su colapso, Azorín recordó aquel episodio de la historia de España y pensó que, si Alfonso XIII quería sobrevivir, la única opción que le quedaba era, precisamente, adoptar la medida que no se había tomado siete décadas antes: formar un Gobierno izquierdista que contrarrestara la amenaza de una revolución. Porque, como él mismo explicó en otro artículo de febrero de 1931, el legado primorriverista, unido a la incapacidad de los partidos tradicionales para articular una vía de consenso creíble, pesaba como una losa sobre quienes se mostraban partidarios de derrocar la monarquía y proclamar, cincuenta y ocho años después, una nueva República: «Se ansía un cambio total en la vida, la vida social y política, del mismo modo que el arte es sentido de otra manera. La actuación política y administrativa de la dictadura ha hecho sentir una profunda aversión por un régimen en que tales actos se producían» (El Sol, 24 de febrero de 1931).
Pocas semanas después, la revista La Calle organizó una encuesta en la que preguntó a varias personalidades «de izquierdas» cuál debía ser, según su opinión, la naturaleza (parlamentaria o presidencial), el contenido (radical o conservadora) y la estructura (unitaria o federal) de la todavía nonata República. En su sintética pero muy sintomática —por lo que iba a suceder después— respuesta, Azorín afirmaba que, a la vista del ambiente que se respiraba en todo el país, tan importante era dar respuesta al deseo de cambio como estar a la altura de esa responsabilidad histórica, lo que en la práctica se traducía en la imperiosa necesidad de no repetir los errores cometidos en 1873. Se imponía una República abierta, «para todos los españoles», capaz de resistir los ataques externos:
Hay momentos en la vida de las naciones en que las cosas marchan por sí mismas; el ambiente está tan cargado que no necesita ya el auxilio de los hombres; la saturación de una idea en la sociedad es tal que la misma sociedad marcha sin que los hombres la impulsen. La saturación de la idea republicana es evidente en España. La República será. Y lo que importa es que atienda desde el primer momento a dos tareas esenciales: una, la de hacer que los elementos hostiles a la República no puedan ser dañosos a ésta; y otra, la de resolver el problema de Cataluña. La República de 1873 fue aparentemente de los republicanos; pero, en realidad, de los monárquicos. La República futura ha de ser hecha por los republicanos y para todos los españoles. La del [18]73 fue hecha fracasar por los monárquicos, la futura no ha de poder ser esterilizada por esos elementos que antaño intrigaron contra el régimen republicano. No más ingenuidades; no más estéril generosidad (La Calle, 20 de marzo de 1931).
Tras varias décadas de militancia monárquica, no por rechazo de la república como régimen de Gobierno, sino porque estaba convencido de que la monarquía constitucional era una fórmula que había dado estabilidad a España, la llama del ideal republicano había vuelto a prender en quien, un par de años después, el 27 de febrero de 1933, envió a Alejandro Lerroux una carta privada en la que reconocía haber dado la espalda a ese ideal durante mucho tiempo: «Es lo cierto que me ausenté del campo republicano y que ausente he permanecido bastantes años» (Gil Robles, 1998, p. 501). Durante su etapa de formación como escritor, allá por el cambio de siglo, el joven Martínez Ruiz sí había mostrado simpatía hacia el republicanismo y, más concretamente, hacia el republicanismo federal encarnado por Francisco Pi y Margall, por cuyo pensamiento político siempre sintió un enorme respeto. Sin embargo, ese giro ideológico al que ya me he referido, unido a su militancia en el Partido Conservador de Antonio Maura (no hay que olvidar que Azorín fue cinco veces diputado en Cortes entre 1907 y 1919 e incluso ocupó el cargo de subsecretario de Instrucción Pública y Bellas Artes en dos breves etapas, entre 1917 y 1919) y a su presencia como colaborador de ABC durante veinticinco años, hizo que desde todas las esferas se lo identificase como un intelectual de tendencia conservadora y monárquica. Tal vez por ello, por ser un buen conocedor del republicanismo decimonónico y por estar sintiendo de nuevo esa ilusión por la República que ya creía olvidada, concluyó su artículo «Los republicanos» presentándose a los lectores de El Sol como alguien que, «habiendo vuelto a ser republicano, republicano autonomista, procura estudiar con amor la historia de la ideología republicana en el pasado siglo» (El Sol, 24 de febrero de 1931).
En vísperas del advenimiento de la República se produjo un movimiento importante en la prensa española que afectó de manera directa a nuestro protagonista. Desde la publicación del célebre artículo antimonárquico «El error Berenguer» (El Sol, 15 de noviembre de 1930), firmado por José Ortega y Gasset, El Sol fue sometido a una campaña de presión desde el entorno de la monarquía, que denunció la falta de respeto por parte de un diario nacido con vocación transformadora y reformista (no revolucionaria), pero con el compromiso de «servir a la patria» desde la lealtad a sus instituciones. El resultado de esta campaña fue que, a finales de marzo de 1931, «el periódico pasó a manos de un grupo de monárquicos encabezados por el conde de Barbate y el conde de Gamazo y también compuesto por José Félix de Lequerica, el marqués de Aledo y algunos más» (Desvois, 2010, p. 178). El 26 de ese mismo mes, los nuevos responsables del diario anunciaban que Nicolás María de Urgoiti había vendido sus acciones en la empresa y enumeraban la lista de colaboradores —encabezada por Ortega y por el propio Azorín— que, a raíz del cambio en la dirección, habían decidido abandonar sus páginas. Aunque en esa nota no se decía, lo que hizo el núcleo duro de El Sol fue seguir a Urgoiti en su nueva aventura editorial, improvisada en «diez días de apretadas reuniones y puesta a punto» (Cabrera, 1994, p. 257). Esa nueva publicación fue Crisol, un periódico trisemanal fundado por Urgoiti y dirigido por el periodista Félix Lorenzo, cuyo primer número salió a la venta el 4 de abril, con un editorial programático en el que ya se anunciaba la creación de otro diario, titulado Luz, llamado a propagar «la necesidad y urgencia de una radical transformación del Estado, desde la forma del gobierno hasta sus últimas consecuencias, en el marco de un orden basado en el derecho y la justicia» (Crisol, 4 de abril de 1931).