Esta defensa de los intelectuales frente a la figura del político profesional fue una constante en las columnas que nuestro autor publicó durante estos primeros meses. Para Azorín, la República era un bien común del que nadie debía adueñarse, pero tampoco podía olvidarse el hecho de que, en su opinión, si en algún sitio había que buscar el origen del ideal republicano, era en la obra de crítica y regeneración del país emprendida por ese grupo de escritores del cambio de siglo a los que él mismo había bautizado como la «generación del 98». Sin embargo, esta campaña nacional en favor de la intelligentsia emprendida por el alicantino desde las páginas de Crisol no llegó a cuajar. La mejor prueba de ello es el hecho de que él mismo fracasó en su intento de salir diputado por Alicante en las elecciones a Cortes Constituyentes del 28 de junio de 1931. En principio, Azorín iba a formar parte de la candidatura de Izquierda Republicana y Socialista, más por la relevancia de su figura y el prestigio de su nombre que por su compromiso con la ideología que representaba el partido. Por lo visto, a última hora fue excluido de esa lista (en la que lo sustituyó el socialista José Cañizares) y se incorporó a la candidatura presentada en la provincia por la Agrupación al Servicio de la República, donde coincidió con otros intelectuales alicantinos como Francisco Figueras Pacheco, Óscar Esplá Tray y Julio Bernácer Tormo (García Andreu, 1985, p. 124). Un importante revés que «había entibiado considerablemente la fe republicana del escritor noventayochista» (Redondo, 1970, p. 333) y que lo impulsó, además, a la renuncia de cualquier futura invitación a participar de forma activa en la política. Desde ese momento, el discurso prorrepublicano de Azorín se hizo más matizado, pues lo que hasta entonces había sido un apoyo crítico pero decidido ahora se convirtió en un reproche frontal a las políticas del Gobierno presidido por Alcalá-Zamora, a cuyos miembros acusó de haber excluido deliberadamente a la burguesía de cualquier participación en los asuntos públicos. Si en junio había escrito que la República era un logro de los intelectuales, dos meses después se solidarizaba con la clase burguesa, de la que él mismo formaba parte, y le atribuía el mayor mérito en la llegada del nuevo régimen, ya que era ella la que, desde dentro de la monarquía, había luchado durante más de treinta años por poner los cimientos necesarios para el cambio consumado en 1931:

Ni la República vino en 1873 por los republicanos ni ha venido por los republicanos en 1931. La República es obra de la burguesía. La burguesía intervino decisivamente en las elecciones municipales. La burguesía se inhibió en las elecciones legislativas. Y hoy, por causas que sería doloroso examinar, la burguesía, después de haber traído la República, se encuentra fuera de las funciones del Estado, y diremos que aun fuera de la vida nacional. Las consecuencias irremediables y fatales de este hecho de tan magna trascendencia, dedúzcalas el lector (Crisol, 6 de julio de 1931).

 

El 6 de enero de 1932, y tras más de doscientos números publicados a lo largo de nueve meses, Crisol anunció en un suelto inserto en su portada que dejaba de imprimirse para dar paso a Luz. Diario de la República, cuya aparición estaba prevista para el día siguiente: «Nos despedimos de nuestros lectores para reanudar la relación con ellos mañana mismo, bajo otra forma, pero con el mismo espíritu». Y, efectivamente, el 7 de enero estaba en la calle el primer número de Luz, un periódico vespertino, igual que su antecesor, con el que también compartía apariencia externa. Pocos días antes, el 15 de diciembre de 1931, se dio por cerrado el periodo constituyente, al formarse y aprobarse el Gobierno de coalición republicano-socialista que, presidido por Manuel Azaña, iba a regir los destinos del país en el llamado «bienio reformista». Durante los primeros meses de esta nueva etapa, Luz apostó por dar respaldo tanto al Partido Socialista, al que se trató de convencer de que había hecho lo correcto apoyando la causa republicana y entrando en el Gobierno, como al propio Azaña, en quien se confiaba como el hombre capaz de dar continuidad y profundidad a las reformas emprendidas durante los meses del Gobierno Provisional, que él mismo había llegado a presidir en su etapa final. Siguiendo esta línea editorial marcada por su periódico, Azorín experimentó un nuevo cambio en su evolución ideológica y pasó de ponderar la labor de los intelectuales y de la clase burguesa como artífices de la República a considerar —en contra de lo que había venido defendiendo desde meses atrás— que la burguesía española jamás sería republicana y que la viabilidad del proyecto sólo era posible si éste se sustentaba sobre la base del socialismo y de una clase obrera emergente:

En España el desarrollo industrial de los últimos cincuenta años ha sido el que, al crear una nueva clase obrera, ha traído la República. Ese progreso industrial ha hecho que sea posible el espíritu moderno, culto, de autoconciencia, que ha pasado por el tamiz todos los valores de la política y el Estado. Y al pasarlos por el tamiz ha hecho ver sus deficiencias, sus inoperancias, sus corrupciones. El socialismo español ha sido el impulso más poderoso y último que ha hecho venir la República, el socialismo español es hoy la mayor y más seria garantía de la solidez y progresividad de la República. Querer prescindir de la colaboración socialista valdría tanto como suprimir los arbotantes de una catedral. No se puede prescindir de la colaboración socialista en aras de una burguesía que no estará jamás con la República. Hemos tenido muchos ese ensueño y ya hemos despertado de él; la burguesía española no será nunca republicana; se necesitará, como en Francia, que transcurran cincuenta años para que nazca en España una nueva burguesía que colabore lentamente con la República (Luz, 16 de mayo de 1932).

 

Tan sólo un mes después, reiteró este apoyo al socialismo cuando el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y la Unión General de Trabajadores (UGT) publicaron un duro manifiesto, firmado por las ejecutivas de partido y sindicato, en el que atacaban frontalmente al Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux, que en diciembre de 1931 había rechazado entrar en el Gobierno de coalición si en él también iban a estar los socialistas. Siete meses más tarde, los términos se invirtieron y fueron éstos quienes, desde su nueva posición de fuerza, vetaron una hipotética entrada del lerrouxismo en el Gobierno, aduciendo que eso pondría en peligro la culminación del proceso dirigido a acabar definitivamente con la herencia de la monarquía, por la que todavía seguía luchando la extrema derecha contrarrevolucionaria y antirrepublicana, secundada por «elementos directores del Partido Radical» a los que iba dirigido el texto: «El Partido Radical, con su actual minoría parlamentaria, no puede constituir Gobierno. Tampoco puede constituirlo con otras minorías republicanas, las cuales, sobre repudiar los procedimientos que viene utilizando el señor Lerroux, no pueden hacerse solidarias de una política que niega en sus fundamentos la obra renovadora de la República» (Luz, 15 de julio de 1932). Como el tono agresivo del manifiesto chocaba con la postura conciliadora de Luz, que siempre había abogado por una unión de todas las fuerzas republicanas que conjurara el peligro de una división que sólo favorecería a la derecha, el periódico dedicó su editorial a censurar ese veto socialista y a advertir a la UGT del error que podía suponer el hecho de «imponer la fuerza extrapolítica de la organización sindical en la política de la República, señalando a ésta un único rumbo, un rumbo determinado y angosto, el que place particularmente a una clase social, que es sólo una parte de la nación, pero no toda la nación» (Luz, 15 de julio de 1932a).

Por su parte, Azorín reaccionó al manifiesto de forma un tanto confusa, pues en apenas siete días pasó de criticarlo con dureza a ensalzarlo con un ímpetu similar al puesto en su denuncia. Curiosamente, el mismo día en que apareció en la prensa, el monovero firmó un artículo en el que hacia una defensa encendida de esa causa socialista con la que ahora se identificaba: «Sepamos todos, lo primero, que el Partido Socialista ha sido la garantía más firme, más consolidadora, de la seguridad de la República. Sepamos que sin ese partido, sin su disciplina, sin su vigilancia, sin su ardiente amor a la República, la República hubiera perecido ya» (Luz, 15 de julio de 1932). Por lo que publicó tan sólo tres días después, parece evidente que, en el momento de redactar el citado artículo, nuestro autor no conocía ni el contenido del manifiesto ni las líneas maestras del mismo, que ya había adelantado Luz en su edición del día anterior. De lo contrario, no se entiende que el 18 de julio se expresara en estos términos en contra de un Partido Socialista al que sólo tres días antes había definido como el único capaz de garantizar —gracias a su estructura y a su masa social, que ningún otro partido en España tenía— la paz de la República: