A diferencia de El Sol, que durante sus últimos tiempos se había mostrado más crítico de lo habitual con la monarquía, pero sin llegar a posicionarse de forma clara a favor de la República, Crisol nacía como una publicación de ideología inequívocamente republicana y anticlerical, como prueba otro escrito programático —un suelto que llevaba por título «Sin promesa preliminar»— insertado en la página 2 de ese número inaugural del periódico, en el que se podía leer lo siguiente: «Somos republicanos, y ésta es, por ahora, nuestra única afirmación. Republicanos de una República que significa el triunfo de la voluntad nacional. Republicanos mañana contra los republicanos capaces de desconocer que la República es el triunfo incombatible del derecho de gentes y del orden jurídico» (Crisol, 4 de abril de 1931). Y, por si todavía quedaba alguna duda, en la parte inferior de la portada, debajo del citado texto fundacional, venía inserto, en letras mayúsculas, el siguiente anuncio: «El fundador de este periódico, don Nicolás María de Urgoiti, y el director del mismo, don Félix Lorenzo, se han afiliado a la Agrupación al Servicio de la República». Como ha explicado Mercedes Cabrera, es muy probable que, en su fuero interno, Urgoiti pensara que, al llevarse consigo a las mejores firmas, el éxito de Crisol y de Luz, así como el fracaso de su antiguo periódico, era sólo cuestión de tiempo, pero muy pronto se vio que «ni los entusiasmos ni las unanimidades eran las mismas que habían presidido la salida de El Sol en 1917» (Cabrera, 1994, p. 257).

Mientras se producía este trasvase en la prensa, llegó la proclamación de la Segunda República y, con ella, la hora de la verdad para una intelectualidad española que, por acción o por omisión, se vio obligada a posicionarse. A pesar de que su pasado de militancia conservadora despertaba inquietudes y recelos, Azorín tardó muy poco en hacerlo y, ya el 24 de abril, de nuevo la revista La Calle publicó en su sección «Periodistas de izquierda» una larga entrevista cuya pregunta final —y la correspondiente respuesta del escritor— trataba de despejar esas dudas: «¿Es usted francamente republicano? ¡Sí! Republicano federal. Sigo la doctrina de don Francisco Pi y Margall que no sólo fue un creador, sino un hombre honrado» (La Calle, 24 de abril de 1931). Dentro de esa misma charla, en la que se repasaban algunos episodios de su biografía y se analizaba el nuevo panorama político del país, el entrevistador aprovechaba la ocasión para preguntar a Azorín por el candente asunto del voto femenino y la posibilidad de que la recién estrenada República lo aprobara por primera vez, desoyendo las voces que desaconsejaban la medida no por estar en contra de su objetivo final, sino por pensar que ese voto sería, fundamentalmente, conservador. No es el caso de nuestro autor, que diez días después del 14 de abril ya defendía el sufragio femenino con estas palabras: «¿No teme al espíritu confesional y católico de la mujer española? No. A la mujer moderna, en todas partes y cuando ha recabado su derecho en toda actividad humana, es injusto negárselo. En la actualidad, creo que la mujer traerá a la política un poco de la pasión que nos hace falta».

No obstante esta buena acogida colectiva, generada por un cambio político que acabó con más de medio siglo de monarquía, la emoción se fue disipando poco a poco, a medida que el Gobierno republicano fue tomando sus primeras decisiones. Durante los meses que siguieron a la proclamación de la República, varios intelectuales que habían denunciado el agotamiento del sistema de la Restauración y habían mostrado su adhesión —en unos casos más explícita, en otros más tibia o condicionada— al nuevo régimen no dudaron en expresar su desacuerdo con el rumbo que estaba tomando el país, primero bajo la dirección del Gobierno Provisional presidido por Niceto Alcalá-Zamora y después, una vez constituidas las Cortes y aprobada la Constitución de 1931, con el ejecutivo republicano-socialista del primer bienio, presidido por Manuel Azaña. Entre quienes mostraron su malestar con las medidas adoptadas por el nuevo Gobierno figuraban escritores y pensadores de prestigio que, aun partiendo de posturas ideológicas dispares y perteneciendo a dos generaciones distintas (las llamadas del 98 y del 14), coincidían a la hora de manifestar de manera pública su disconformidad con lo que consideraban una política excesivamente partidista, que traicionaba ese ideal de justicia e igualdad con que se había presentado la solución republicana.

Uno de los primeros en terciar en ese debate fue Miguel de Unamuno, que apenas cuatro meses después de proclamada la República publicó un premonitorio artículo titulado «Guerra intestina familiar», en el que denunciaba la existencia en la España republicana de una atmósfera enrarecida y de una peligrosa tendencia a la división entre los españoles que el Gobierno no estaba sabiendo apaciguar. En lo que se puede interpretar como un primer aviso a navegantes, dirigido a quienes ocupaban en ese momento el poder ya sancionado por las Cortes, Unamuno decía expresar aquello que todo el mundo veía, pero nadie se atrevía a decir:

¿Guerra Civil? Sí, Guerra Civil, aunque incruenta, y por esto más íntimamente trágica. Guerra más que civil, que habría dicho aquel cordobés prehispánico que fue nuestro Lucano. Guerra intestina familiar, doméstica, no pocas veces. ¿Recuerda el lector aquellos estertores del Imperio hispánico en América, cuando los hijos criollos de padres peninsulares despreciaban y hasta insultaban en casa a éstos —y más si las madres son criollas— y los vejaban con motes? Pues a esto estamos volviendo. Hay algún pobrecito Pérez que ve su nombre reducido a una P y aun a menos de eso. Hay ya tragedias familiares que son mucho más trágicas que una Guerra Civil de sangre corpórea.

[…] guerra más que civil y peor que cruenta, guerra intestina, guerra doméstica. Y hay que abrir los ojos y el corazón a ella. Y se oye: «¡Crucifícala! ¡Crucifícala!» ¿Nos salvará de ella un pacto? La convivencia no se pacta, no es cosa jurídica.

¡Ah, sí! ¿Que hay cosas que se deben callar? Pues bien, ¡no! Lo que hay que decir son las cosas que se dice que no deben decirse (El Sol, 26 de agosto de 1931).

 

Menos alarmista, pero igual de crítica y exigente, fue la postura adoptada por José Ortega y Gasset, quien a principios de año había redactado y firmado —junto con Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala— el manifiesto que daba carta de naturaleza a la Agrupación al Servicio de la República; un texto fundacional en el que los citados intelectuales dejaban claro que la sustitución de la «monarquía de Sagunto» por el modelo republicano pasaba, necesariamente, por ejercer una presión de forma conjunta y unitaria. Una vez logrado el objetivo, sin embargo, y tras constatar que esa unión que había permitido la llegada de la ansiada República empezaba a resquebrajarse, Ortega matizó su entusiasmo inicial y denunció públicamente que el camino que estaba siguiendo el Gobierno de Azaña no era el más idóneo si lo que se quería era lograr un equilibrio que garantizara el bienestar de la mayoría del pueblo español. Tras dar un primer aldabonazo —nunca mejor dicho— con un artículo de El Sol en el que abogaba por respetar la autenticidad del ideal republicano (Crisol, 9 de septiembre de 1931), Ortega decidió pasar del consejo a la exigencia. El 6 de diciembre de 1931, y ante un público entregado que abarrotaba el Cinema de la Ópera de Madrid, pronunció una conferencia —luego titulada «Rectificación de la República»— en la que se preguntó por las razones de aquella deriva: «¿Por qué nos han hecho una República triste y agria, o mejor dicho, por qué nos han hecho una vida agria y triste, bajo la joven constelación de una República naciente?» (Ortega y Gasset, 1931, p. 155). No se comprende, insistía el autor de La rebelión de las masas, cómo han podido bastar siete meses de experiencia republicana para que empiece a cundir por el país la decepción y el desánimo.

En el caso de Azorín, su actitud ante la República se puede analizar a partir de una serie de artículos, publicados en Crisol a lo largo de la primavera y el verano de 1931, en los que se aprecia cómo, de manera progresiva, también fue arraigando en él ese sentimiento de desencanto. De hecho, en cuanto empezó a ver cosas que no le gustaban en el Gobierno provisional de Alcalá-Zamora, asumió el papel de intelectual para defender la labor de ese gremio y lanzar la primera crítica contra unos políticos que, según él, usufructuaban el poder y lo ejercían de forma discrecional y personalista, con el riesgo que eso conllevaba para la estabilidad del régimen:

La República la han hecho posible los intelectuales. Vosotros, los que ocupáis el poder, habéis sido los parteros de la República; pero permitidnos que os digamos que quienes la han engendrado hemos sido nosotros. Nosotros, unos humildes y otros ilustres, los que a lo largo de treinta años hemos hecho poco a poco, con trabajo, con perseverancia, que el cambio de la sensibilidad nacional se efectúe. Y eso os debe obligar a vosotros, los gobernantes, primero, a la modestia, y luego, a la serenidad. La serenidad que es preciso que tenga quien gobierna para todos y quien tiene la trascendental misión de hacer que la República se levante por encima de las pasiones y de los resentimientos personales (Crisol, 4 de abril de 1931).