POR FLORENCIA DEL CAMPO

© Lara Lanceta
© Lara Lanceta

Me preguntan acerca de por qué me vine a vivir a España con mucha más frecuencia que la deseada. Me lo pregunta la gente que me ve por primera vez, me lo pregunta quizá un periodista, me lo preguntan algunas de las personas que me leen, me lo pregunta la osteópata, el psicólogo, y me lo pregunta hasta mi alma. Me incomoda dar la única respuesta que sé darle a esa pregunta. Y, sin embargo, no formulo ni al menos practico otra respuesta posible; me quedo en la incomodidad. 

La escritura como las mudanzas son incómodas. Son objetos dando vueltas, son memoria, son desplazamiento, son pérdidas, son caos, son ritmo. Y un intento por ordenar algo mucho menos que en el sitio de llegada, en el mismo momento del desplazamiento. Hacemos en-cajar y rotulamos. Y de todos modos, no vamos a encontrar lo que busquemos.

A la pregunta de por qué me vine a vivir a España contesto que por irme de mi lugar de nacimiento, que por desplazarme. No importa dónde hubiera nacido, no me fui de Buenos Aires por ninguna de las características de esa ciudad; me habría ido de cualquier lado. Contesto, entonces, sin responder: nunca menciono mi lugar de acogida. No justifico por qué a España. Apenas digo que quería irme y me fui, y que me habría ido también en otra vida. Para mí la fuga es el sitio. 

Desde hace dos años y medio vivo en la sierra de Madrid. Es un lugar solitario. Vivo en una pedanía muy pequeña con un apeadero de tren y un bar, que abre solo en verano. Desde hace muy poco tiene también un club social, que es básicamente el otro bar. Abre todo el año pero no todos los días. Para comprar el pan tengo que coger coche o caminar dos kilómetros. Si ha nevado, cualquiera de las dos opciones son incómodas.

Con mucha menos frecuencia que la pregunta anterior, pero no por eso con menos incomodidad en mi respuesta, me hacen la pregunta de por qué vivo aislada en el campo. Por supuesto, hay quien también hace algún chiste con mi apellido. Nunca hablo de las ventajas de la sierra cuando contesto. No menciono la tranquilidad, ni el silencio para dormir, ni la concentración para la escritura, ni el paisaje o el olor de los pinos. Solo digo algo sobre la fuga. Sobre un estado de mudanza permanente. Y de incomodidad también. 

Cuando hablo de la sierra, o de esta vida nueva en el campo –que no es aquellas veces que me preguntan– menciono mi casa con humedad y tejas rotas porque le caen piñas que las destrozan. También menciono la estufa de leña, el trabajo de salir al patio a buscar los troncos cada mañana, el precio de la tonelada de encina. Menciono los ratones de campo que se metieron en la alacena y los grupos de WhatsApp rurales que ruegan por favor que no pongamos veneno. Quizá hasta menciono las veces que tuve que inventarme un marido para dormir más tranquila en un lugar tan remoto, y yo tan sola. 

Pero sí tengo una respuesta a por qué escribo: por habitar el lugar incómodo. Por hacer cuerpo la fuga y el tránsito. Por intentar rotular y en-cajar algo de lo que no me encaja: el lenguaje, por lo tanto, lo humano y su alma.

Salgo algunas mañanas a buscar piñas. Bajo hasta el río. Es una suerte cuando el suelo está seco y las piñas están abiertas. Pero si no es el caso, recojo también las mojadas y hasta las cerradas. Las cargo en sacos, que pesan. Luego junto al fuego las seco. En el salón de mi casa se arma un semicírculo de piñas preparándose para ser quemadas en un futuro. Recojo lo que salgo a buscar, busco lo que necesito. Hablar de lo que encuentro ya sería otra cosa. 

Desde hace dos años y medio que tengo la sensación de estar viviendo en el lugar idóneo para la escritura. Despego la mirad de la pantalla del ordenador y miro montañas y pinos. Acumulo recados y los organizo para hacerlos todos juntos. Cojo el coche y los resuelvo de una vez en los pueblos grandes de alrededor. Salgo de casa cada cuatro o cinco días. Cuando vuelvo, regreso a la escritura. Es ahí donde me reencuentro con lo que se escapa: el lenguaje. No importa que me haya mudado al sitio idóneo, ninguna mudanza es definitiva. Y mi casa no es el sitio de llegada; creo que ese ni existe. 


Florencia del Campo. (Buenos Aires, 1982) Nació en Buenos Aires, y desde el año 2013 vive en Madrid. Es Editora por la Facultad de Filosofía y Letras (Universidad de Buenos Aires) y cursó, además, estudios en Letras y Cine. Su primera novela publicada en España se titula La huésped (Base Editorial, 2016). Con ella, la autora había resultado finalista del Premio Equis de Novela Corta 2014. Un año más tarde publicaba Madre mía (Caballo de Troya, 2017). En 2019 resultó ganadora del L Premio Internacional de Novela Ciudad de Barbastro con La versión extranjera (Pretextos, 2019). En 2020 publicó su primer poemario, Mis hijas ajenas, tras resultar ganadora del Premio La Bolsa de Pipas de Editorial Sloper; y ese mismo año sacó su primera novela juvenil: Soy (Editorial Barrett, 2020). Tiene, además, algunas novelas publicadas en Argentina bajo sellos independientes; y libros infantiles publicados en España.

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