POR PEDRO ADRIÁN ZULUAGA
El Parque Nacional es uno de los sitios emblemáticos de Bogotá que han quedado fijados en la geografía literaria de Fernando Molano (Bogotá, 1961-1998), y en la estela de su mito. En este parque, palpitante corazón de la capital colombiana, Felipe y Leonardo, los amantes de la primera novela del autor, Un beso de Dick (1992), hacen el amor protegidos por las sombras de la noche, los árboles y algún transeúnte cómplice; pero el placer sexual, en la obra de Molano, siempre está asediado por fuerzas que conspiran contra él.
Las dos novelas (la segunda, Vista desde una acera, de 2012, se publicó póstumamente), el libro de poemas Todas mis cosas en tus bolsillos (1997) y la antología de textos breves Lo bello y las mariposas (2023, también póstuma), se alzan como un grito desafiante contra todo el engranaje ideológico e institucional destinado a vigilar y disciplinar los cuerpos. Los objetos de la rabia de Molano son varios: el colegio, la familia, las iglesias, los partidos políticos (incluso aquellos que fungen de progresistas).
En Vista desde una acera, el narrador escribe: “Empecé a sospechar que en el hurto social del cuerpo y de la sexualidad de las personas se hallaba la clave del enigma de todos los oprobios”. Contrariando ese mandato que llamó erotofobia, la literatura de Molano se empecina en decir que el destino más elevado de un ser humano es el encuentro con otro, y que la mayor consumación de ese vínculo es el erotismo.
En las décadas de 1980 y 1990 (periodo en el que Molano se formó como escritor y realizó su breve pero aún no del todo conocida obra) Colombia atravesó por una escalada incontrolable de violencias sociales y políticas. Quienes fuimos jóvenes en ese periodo crecimos frente a un horizonte de muerte y de desprecio por el cuerpo. El culto a un cuerpo herido y despedazado se impuso, incluso en el lenguaje simbólico del arte.
La guerra colombiana capturó sus víctimas sacrificiales entre los grupos sociales más humildes. En su contabilidad de muertos se expresaba un macabro sentido común que establecía qué vidas merecían ser vividas y cuáles no. Además de este “espíritu de la época”, Molano vivió y murió dentro de otro: la pandemia del VIH/sida, que fue la causa de su temprana muerte, en 1998, cuando apenas contaba 37 años. Por un lado, un cuerpo joven, venido de los grupos sociales más humildes, era un blanco fácil de la guerra. Por otro, un hombre homosexual parecía destinado a ser presa del Virus.
Frente al cerco de tanta muerte, Molano levantó un edificio literario que celebra las potencias del deseo y dice vehementemente que las personas queer no somos solo seres para la desaparición, que merecemos vivir y trascender. En ese sentido, su obra es de una extraordinaria lucidez política. Novelas, poemas y relatos cortos brindan un vocabulario para nombrar el amor entre hombres –no solo el sexo–; en ese nuevo repertorio emocional caben la seducción, la espera, la ternura y el cuidado.
Al perder a su novio Diego, quien murió de sida a finales de los años 80, Molano lo recuperó como personaje literario: es el Hugo que se evoca al comienzo de Un beso de Dick, el Adrián de Vista desde una acera, el muchacho singularizado al que está dedicado su volumen de poemas Todas mis cosas en tus bolsillos. La obra de Molano triunfa sobre el olvido, y las devastaciones del tiempo. En el poema “V.I.H.”, con la muerte pegada a sus talones, escribió: «mientras a mi espalda bulle /y me excita / la vida, /y el amor, /y el deseo: /los muchachos, /el fresco aroma / en sus axilas…».
Un atado de sus poemas, y la novela testimonial Vista desde una acera, son pioneras en intentar convertir el trauma de la muerte por sida en un relato de lucha y dignidad; Molano contribuyó a sumar nuevas capas a un relato fabricado por la hegemonía textual de los países del Norte. Junto con obras como Un año sin amor (1998), del argentino Pablo Pérez, o las crónicas del chileno Pedro Lemebel –entre otras–, el testamento literario del escritor colombiano muestra cómo se vivió la pandemia en los países latinoamericanos, en coincidencia con el laboratorio social del neoliberalismo, sus políticas de dejar hacer y dejar morir, y su manera de designar a algunos cuerpos y subjetividades como desechables.
Sería ceguera, no obstante, orillar la literatura de Molano en sus gestos políticos. Si bien ella reivindica a los dicks,1 no es precisamente Dickens el héroe literario del autor. Un beso de Dick se convirtió en una lectura de culto para las personas queer en Colombia (y en años recientes no para de cautivar público lector en otras fronteras), en una década –los noventa del siglo pasado– en que entraban en crisis los pactos tácitos de silencio sobre el amor homoerótico y se empezaban a vislumbrar derechos para los grupos LGBTIQ+, a la vez que una mayor visibilidad social positiva. Pero su efecto no hubiera sido tan profundo en sus lectores y lectoras si la novela no les susurrara al oído –y al centro de su deseo– su encantador efecto de naturalidad.
Por los días de la escritura de Un beso de Dick Molano se vio inmerso en la lectura fascinada de El guardián entre el centeno, la novela de J.D. Salinger. La influencia pasa, más que todo, por el tono. Pues a diferencia del personaje de Salinger, los de Molano no son rebeldes o inadaptados. Ellos quieren pertenecer, hacerse un sitio en el mundo social aunque sin sacrificar su autenticidad. Por eso cuestionan las herencias y poderes, con una mezcla apasionada de rabia y ternura.
No se puede hablar de la obra de Molano sin reparar en dos asuntos. Primero, lo que esa obra expresa en cuanto a un cambio de sensibilidad generacional. A una literatura como la colombiana, tan soldada al prestigio literario de Macondo, Molano la impugnó y renovó creando otros mitos: la ciudad es uno de los centros de su literatura, pero a él no le interesaron ni la ciudad letrada ni la de la tradición oral, sino una urbe transformada por los ojos del deseo, plenamente erotizada: un mapa literario de calles, aceras, árboles y parques, lugares a veces hospitalarios, otras amenazantes.
En esa geografía tiene un lugar muy especial la biblioteca Luis Ángel Arango, en pleno centro de Bogotá. Allí Molano encontró y leyó el Oliver Twist de Dickens. Esa lectura le reveló quizá que la principal materia de su futura obra literaria tenía que ser su propia vida, su orgullosa marginalidad, y que al fijarlas en la escritura, el relato serviría a otros, a los que vinimos después.
Vida y obra de Molano estuvieron sacudidas por la vulnerabilidad y la incertidumbre. La publicación de sus libros ha sido posible gracias al cuidado de amigos del autor, y de desconocidos que hemos reconocido en esta obra algo que nos incumbe de manera profunda. Las novelas, poemas y relatos del autor bogotano son un testimonio del amor, de su amor, que es anhelo de vida, contactos, vínculos y supervivencia, pese a todo.
Las cenizas de Molano, y las de su novio Diego, están enterradas en algún lugar del Parque Nacional de Bogotá, mirando desde su nada enamorada los amores clandestinos que allí suceden… todavía. El parque fue construido en la década de 1930 para servir, entre otras cosas, de barrera a la invasión de otras áreas de la ciudad por parte de gentes pobres que habían poblado los cerros sobre los que se recuesta Bogotá; intentaban tener un lugar propio e integrarse al sueño metropolitano.
Con Molano volvieron a irrumpir en la literatura colombiana los lances y desventuras de unas clases y sujetos sociales históricamente ninguneados y despojados por los poderes hegemónicos. Y lo hacen con belleza, con sueños que no se resignan, con el poder incesante de su imaginación, voluntad y deseo.
1. “(A)l abandonar el libro pensé que, de ser Dickens, yo habría contado la historia de Dick y no la de Oliver”. Estas palabras del narrador de Vista desde una acera revelan todo un programa estético-político. Dick es un personaje marginal de la novela de Dickens: el que se va del orfanato para morir. Molano no fue Dickens pero cumplió su promesa de restituir a los muertos y los ausentes.