POR MIGUEL GOMES
De Guillermo Sucre se ha dicho, con justicia, que fue responsable en Venezuela «de un cambio conceptual en la prosa de no-ficción y en los modos de acercamiento a la médula de la poesía» (Rodríguez Ortiz, Ensayistas p. 1:29). Francisco Rivera aseveró que la obra maestra de Sucre, La máscara, la transparencia (1975, 1985, 2016), ponía en evidencia «una curiosidad intelectual tan grande y una capacidad crítica tan poco común que est[aba] destinad[a] a convertirse en texto de consulta obligatoria para todos los que se interes[asen] en la evolución de [la poesía hispanoamericana]» (Inscripciones p. 11). La predicción de Rivera no tardaría en cumplirse; sus líneas reseñaban por extenso la primera edición venezolana del libro de Sucre, que sería de inmediato acogido por el Fondo de Cultura Económica, asegurando su distribución continental. Ya para entonces la repercusión de sus escritos era innegable en México: en Corriente alterna, Octavio Paz lo recordaba entre los críticos jóvenes más sobresalientes de nuestra lengua, digno continuador de Enrique Anderson Imbert o Emir Rodríguez Monegal (p. 39).

Si bien La máscara, la transparencia alcanzó la condición de clásico, no puede ignorarse la importancia del volumen previo de Sucre, Borges, el poeta ―publicado en México (1967), traducido al francés (París: Seghers, 1971) y reeditado en Venezuela (1974)―, ni el hecho de que son numerosos sus artículos y prólogos dispersos en revistas, periódicos o libros de varios países.[1] El quehacer de Sucre como crítico, así pues, ha de considerarse significativo. Mi propósito en estas páginas, sin embargo, no es concentrarme en su ejercicio de la crítica, sino en su ensayismo. La crítica ―el lamentable error se comete con frecuencia― no es un «género», pues se localiza en diversos tipos de escritura ―la tesis doctoral, la tesina, el tratado, el artículo de investigación, la ponencia, la recensión periodística y otros― e, incluso, se manifiesta en la oralidad de las aulas, los simposios, las conversaciones entre profesores o estudiantes de literatura. Mi atención se concentrará en la manera como Sucre cultiva el ensayo, género literario en principio abierto ―como la narrativa, la lírica o el drama― a muchas materias, que a veces alberga, también, la crítica literaria. Siendo este el caso, no conviene discutir sus ideas prescindiendo de un escrutinio simultáneo de prácticas formales o expresivas. Me detendré en Borges, el poeta y La máscara, la transparencia por constituir las más ambiciosas aportaciones de su autor al género y porque a ellas tiene acceso una mayor cantidad de lectores.

Sería inútil intentar reflexionar sobre la poética del ensayista, con todo, si desconocemos el contexto en que surge. Una revisión somera del itinerario del género en Venezuela se hace, por ello, inevitable.

DEL ESTETICISMO AL MAGISTERIO TELURISTA Y DE ESTE A LA AUTONOMÍA LETRADA

En la primera mitad del siglo xx dos modelos discordantes de ensayo se desarrollaron en el país. El modernista, hacia 1900, internacionalizó a Manuel Díaz Rodríguez, Pedro Emilio Coll y Rufino Blanco Fombona, cuyos trabajos se difundieron en Hispanoamérica gracias a El Cojo Ilustrado y cuyo prestigio transatlántico aumentó —aludo a los dos últimos— con cargos periodísticos o editoriales en Europa. Tocó a ellos estetizar un género no precisamente arraigado en la colectividad nacional decimonónica, pues sus más influyentes cultores nativos, Andrés Bello y Simón Rodríguez, por razones de exilio y trashumancia, no fueron reabsorbidos por la tradición venezolana hasta mucho después de su muerte. Además de refrendar como pautas vitales los valores intrínsecos del arte, la escritura modernista se caracterizó por una meticulosa perspectiva individual. Blanco Fombona, aunque romperá con el esteticismo cuando luche contra la dictadura de Juan Vicente Gómez (1908-1935), no abandona la obsesiva construcción del yo, lo que explica su atracción adicional por el diario literario.

Habiéndose identificado varios de los mayores modernistas con el régimen de Gómez, no tardará en imponerse un nuevo paradigma ensayístico. El tema de lo nacional se convierte en la medida de todas las cosas, recuperándose inquietudes que se remontan a la fundación de la patria. En el plano de la enunciación asimismo se operan cambios. Un ensayista que sirve de puente entre el costumbrismo del siglo xix y el nacionalismo posterior es Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, quien coexistió con escritores modernistas en la revista Cosmópolis, pero cuyo proyecto literario ―más destacado en la narrativa― acabó siendo distinto, ni íntimo ni decadente. Abanderado de lo que denominó «criollismo», sus ensayos iniciales, adversando el empeño introspectivo modernista, promueven la supervivencia de un nosotros venezolano o continental que luego se robustecería. Una de las piezas características de Urbaneja Achelpohl, publicada en 1895, «Sobre literatura nacional», es un alegato donde se alaban «los patrios asuntos» y el «alma tropical» mientras se denuncia el cosmopolitismo servil. La primera oración define el circuito de enunciación: «Ya estamos aquí: hoy como ayer venimos a abogar por el arte esencialmente americano», y el final es una altisonante convocatoria al trabajo de todos: «Venid, pues, mis hermanos, con la flor espontánea de vuestra inteligencia. Asegurado está para nosotros el porvenir» (Rodríguez Ortiz, Venezuela p. 87).

La proclama no tardará en surtir efectos ostensibles en la narrativa y el ensayo. Los ensayistas de la tierra produjeron hasta poco después de 1960 las grandes obras de meditación sobre lo venezolano o lo continental que no se escribieron en el país en el período posindependentista. Casi todos los textos argumentativos de Rómulo Gallegos, Mario Briceño Iragorry, Augusto Mijares, Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pietri y Luis Beltrán Guerrero ―entre otros― son muestras del ensayo americanista que, como movimiento, no había tenido Venezuela. La primera persona del plural que orienta su enunciación resulta una especie de voz popular organizada por un corifeo, en numerosas ocasiones «maestro» que cavila sobre la patria y sus retos ―«Pizarrón» se llamaba la columna de Uslar Pietri en el periódico El Nacional―. Es el guía espiritual que administra certidumbres a sus conterráneos para sacarlos del ignorante atraso, y puede igualmente revestirse de heroísmo: Gallegos, tras reconocer en Simón Bolívar al «hombre-pueblo», se pregunta: «¿no habrá sido porque fue una personificación de voluntad colectiva?» (Vida p. 69); como el hablante, en este y otros ensayos, se confiesa deseoso de seguir el ejemplo del prócer —o el de Francisco de Miranda—, no deberíamos dudar de ver en él al «hombre-pueblo». Al lado del maestro y el héroe, no obstante, hay otras figuras, como las del médico de la nación. Releamos «Necesidad de valores culturales», temprana colaboración de Gallegos para El Cojo Ilustrado: «Yo creo, procediendo por analogía […], que antes de que podamos pensar en someternos a un método curativo […] necesitamos hacer nuestro propio diagnóstico […]. Nuestro pueblo no organiza huelgas, pero se ha constituido en hordas» (Rodríguez Ortiz, Ensayistas p. 1:37).

Pese a que la nación sea un centro absoluto, no habría de extrañarnos el surgimiento de ideas matrices afines o complementarias. Sabido es que el catolicismo vertebró el ideario de Briceño Iragorry tanto como la vehemencia patriótica. Una actitud más oblicua se entrevé en Uslar Pietri: «La larga familia de los pensadores venezolanos está unida a través del tiempo por el hilo de la preocupación que los caracteriza. Son como la orden de los predicadores de la salvación del país» (p. 150). El escrito se titula «La prédica del país ideal» y podría considerarse summa de una era del ensayismo nacional, cuyo retrato no estaría completo sin la mención del humanismo. No sólo la cosmovisión de estos autores es antropocéntrica; su retórica lo es, como lo anuncian Variaciones sobre el humanismo (1952) de Beltrán Guerrero o el uslariano Valores humanos (1953).

Hacia los años sesenta se hace patente una ruptura en la concepción del género. Desde poco antes ha ido modificándose la imagen que de sí misma tiene Venezuela y empieza a proyectar al exterior. Las transformaciones económicas iniciadas durante el gomecismo afectan drásticamente a la sociedad: de un país agrario se ha pasado a uno petrolero que en 1950 tenía el cuarto PIB más alto del mundo, y entre ese año y 1995 siguió teniendo el mayor de Latinoamérica. La dictadura de Marcos Pérez Jiménez, en los cincuenta, había aprovechado esos ingresos en su campaña de modernización infraestructural. Venezuela se convierte en un imán para la inmigración europea y las inversiones extranjeras. Una vez llegada la democracia en 1958 dichos procesos no se interrumpen; por el contrario, se fortalece un optimismo desarrollista, que llega a su clímax en la década de 1970 cuando se nacionaliza la industria petrolera y se generaliza la impresión de que el país tiene la rienda de su destino en sus propias manos.

Puesto que la modernización literaria equivale al «proceso de autonomización del arte y la profesionalización del escritor» en circunstancias sociales en que el capitalismo se ha asentado (Ramos p.26), no me parece casual que, por ese entonces, en el campo literario venezolano, homólogamente, los ideales de autonomía se hagan comunes. Si estos habían sido materia de anhelo agridulce en el modernismo ―como lo sugiere un célebre escrito de Pedro Emilio Coll—[2] y de rechazo explícito en el nacionalismo subsiguiente ―para el cual la literatura era herramienta de intervención en el entorno—,[3] el ensayo característico de los años sesenta, setenta y ochenta elimina la ancilaridad magisterial previa y se vuelca a la estética. Tal como una economía feudal o semifeudal reposa en bienes perceptibles ―la tierra, en particular― y tal como el capitalismo alcanza su absoluta madurez en las abstracciones del crédito, en la economía simbólica de la literatura venezolana se constata en la segunda mitad del siglo xx una transición de los valores telúricos a otros más inasibles que deparaba el lenguaje. Como afirmó Oscar Rodríguez Ortiz, tras la decadencia del telurismo, en el género se produce un «auge de la meditación sobre el arte de la invención literaria» que da pie a «un ensayo que, con frecuencia, se tiene a sí mismo por objeto» (Ensayistas p. 1:25). Esto último supone una concepción tan transitiva como refleja de la escritura: incluso cuando el asunto no sea el ensayo, hallaremos indicios de que la voz que se manifiesta en él nos recuerda la índole del tipo literario que ha elegido, como si éste ofreciera menos un vehículo de expresión que una actitud ante el conocimiento que tarde o temprano remite a Michel de Montaigne. No sostengo que los ensayistas anteriores ignoraran al autor de los Essais: varios, como Picón Salas ―aunque no convincentemente―, procuran conciliar las tendencias al magisterio colectivo con el je ne m’y suis proposé aucune fin, que domestique et privée o el je suis moy-mesmes la matiere de mon livre del «Au lecteur» de 1580.[4] En el postelurismo de autores como Ida Gramcko, Francisco Rivera, Eugenio Montejo, Rafael Cadenas, Hanni Ossott y, por supuesto, Guillermo Sucre, cuando el hablante básico recurre al nosotros lo hace para referirse más a un conjunto de lectores o escritores que a un ser venezolano o mundonovista. Lo que se debate son tanto los avatares del saber como la trayectoria de las ideas en la interioridad individual. Se intenta, consiguientemente, una síntesis no demagógica de la dicotomía extrospección-introspección que acaba por diluir al yo en el lenguaje. Notando las contradicciones que he señalado en las alusiones de Picón Salas a Montaigne, Guillermo Sucre acota:

El subjetivismo de Montaigne: ¿para qué insistir en él y cómo había de ignorarlo un lector suyo tan asiduo como Picón-Salas? No solo advierte Montaigne desde el prólogo de los Essais: je suis la matière de mon livre, sino que, además, es fiel a esa advertencia […]. [Montaigne a lo largo de su obra, sin embargo,] empieza a ver que ha estado descubriéndose también […], que, finalmente, él ha hecho su libro tanto como este lo ha hecho a él (II, 10). Ha cumplido, pues, una doble operación: sin dejar de ser je ha descubierto el on, el nous. Ha creado, en suma, una persona («Prólogo» p. 14).

 

Persona: la máscara del actor, identidad en el arte y en el lenguaje, no fuera del espacio de sus signos. No otra es la concepción del sujeto en la cosmovisión propia de un escritor que cree en la autonomía del campo en el que opera.