POR JUAN MARQUÉS

Retrato de José Carlos Mainer. Fotografia de la Residencia de Estudiantes

Quienes en 2001, recién aparecido, agarramos con ganas La escritura desatada, nos sobresaltamos un poco al leer que José-Carlos Mainer comenzaba aquel libro con un apartado «Donde el autor habla un poco de sí mismo», algo bastante insólito en él. Enseguida, casi con alivio, comprobamos que las confidencias no llegaban demasiado lejos y que se trataba más bien de un estupendo ejercicio de memoria en el que recordaba sus primeras experiencias con la lectura de novelas.

Pero con Mainer sucede como con tantos a los que sus lectores sentimos que conocemos íntimamente, aunque casi nunca hayan publicado páginas autobiográficas. No sé. Eduardo Mendoza, por ejemplo, que jamás ha cedido a una primera persona que coincida con la suya, ¿no se ha dado a conocer en sus novelas, por disparatadas que puedan haber llegado a ser sus tramas o por distorsionada que esté la realidad que describe? ¿No desparramó otro gran discreto como Cervantes su personalidad en sus novelas, aún más que en su poesía? ¿No sentimos que somos sus amigos, que sabemos mucho de él, que lo conocemos más profundamente que a aquellos que nos cuentan en sus libros privacidades extremas?

Alguien dirá: «Ya, ¿pero a qué viene esto? Tú conoces mucho a Mainer, te dirigió la tesis, estuvo encima de ti durante años, habéis compartido muchas cosas, cientos de mails»… Y sí, es así, pero a la vez no. No sólo es el hecho de que es siempre muy difícil ser amigo de tu maestro, es muy difícil la horizontalidad social junto a alguien a quien admiras de una forma tan superlativa como admiro yo a Mainer. Es también que él, siendo un hombre extremadamente afectuoso, y habiendo sido conmigo de una generosidad y una cordialidad estrictamente impagables, es, como saben muchos y podrán sospechar todos, un hombre reservado, un hombre prudente, un hombre serio, lo cual no hace sino que yo lo aprecie y lo valore todavía más.

Mainer, eso sí, ha sido como un padre para mí en algún momento personalmente comprometido y, sin ser exactamente cariñoso, mostró su bondad y su comprensión sin dejar de ser exigente y vigilante. Nunca he podido tutearle, pero es que eso, que tanta gracia hace a algunos amigos comunes, es algo que, en nuestro «idioma» común, yo considero natural. Ahora que lo pienso, casi me hubiera decepcionado si alguna vez me hubiera invitado a tratarle con más confianza.

Antes de ser mi profesor en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza, yo ya lo había disfrutado mucho. No lo digo en absoluto por presumir, más bien para que se me compadezca, pero yo me pasé mi adolescencia no sólo leyendo sino muy atento a la considerable actividad literaria de nuestra ciudad. Asistía incluso a los recitales que sabía que me iban a espantar, a las proyecciones que me traían sin cuidado o a las conferencias que en el fondo me atraían poco, y lo hacía, creo, inconscientemente movido no sólo por el famoso afán de «formarme», sino, principalmente, por la necesidad de aprender muy pronto a discernir.

No soy una persona muy inteligente, pero soy muy intuitivo, y creo que una de mis pocas virtudes es la habilidad para distinguir pronto la verdad de su contrario, identificar sabios o farsantes. Y en esas iniciaciones, al caer con quince o dieciséis años en algún acto que presentaba o protagonizaba Mainer, reconocí en ese momento, instintivamente, al que iba a ser durante mucho tiempo el principal administrador de esa alegría extraña e incomparable que provoca la exactitud.

Corrí a buscar sus libros, que me enseñaron que la filología, la crítica, está sometida a la literatura, pero que a veces puede llegar a ser superior, en el sentido de que puede llegar a encontrarse en los comentaristas todas esas cosas que, a tientas, buscamos sin éxito en los cuentos o en los versos comentados. Leemos para aprender, leemos para disfrutar, leemos para soñar, y, cuando lo hacen con vocación y con talento, los filólogos alcanzan una trascendencia, una belleza, una inteligencia o una sabiduría que a duras penas vislumbramos en los libros que interpretan. Hacemos «literatura secundaria» y nos gusta que sea así, siempre un poco a la sombra, siempre un poco «prescindibles», pero somos escritores y, como tales, salimos en busca de la verdad. Intuimos que la vida sí tiene sentido y, a falta de muchas otras fuentes, lo buscamos principalmente en los libros.

Puedo jurar que en toda mi vida he disfrutado muy pocas cosas tanto como las clases de José-Carlos Mainer, las lecciones que nos dio con sus asignaturas a los pocos estudiantes de Filología Hispánica que andábamos por allí para aprender y no para aprobar. Sus digresiones, que tanto impacientaban a los tontos, eran fuente de pura felicidad, sus meditaciones en voz alta, las cosas que, en sus improvisaciones, iba hilando sobre la literatura española contemporánea. No existe en este momento en este mundo ningún ser vivo que sepa más que él acerca de ello, ni nadie que lo sepa mejor. Todo lo que va, digamos, de Galdós al año 2000 es un territorio que domina de una forma abrumadora, y no sólo en lo que afecta a la literatura (él nos dijo muchas veces que «quien sólo sabe de literatura, no puede saber mucho de literatura»), y él nos ha regalado la más precisa y satisfactoria definición que de ella conozco: «la literatura es un conjunto de textos particularmente intencionados acerca de la vida, que nacieron con la pretensión de dejar huella perdurable».

Alguna vez me ha tentado extraer de sus libros, artículos, conferencias y reseñas un libro de sentencias, o aforismos…, una especie de «Diccionario Mainer», pero, aparte de que realmente me producen un invencible rechazo ese tipo de atajos, pesa mucho otra de las lecciones más firmes que le oí, esa de que «la antología es una forma literaria que tiene mucho que ver con la pereza».

En efecto, siempre hay que leer la obra completa, hay que estar ahí para encontrar las pepitas de oro en medio del río, pues sólo en ese contexto brillan como deben, quien no ve el partido entero no debería ver sólo los goles. Los regalos de la vida hay que merecerlos, hay que estar ahí, hay que trabajárselos, y estar de verdad en la literatura, querer entender los libros y sus motivaciones, es una actividad que implica toda la vida y que la condiciona por entero. No hay otro modo aceptable de asumirla y, aunque pueda llegar a convertirse en un trabajo, no puede dejar de ser, ante todo, un destino.

Nunca he conocido a nadie que lo demuestre y lo encarne de un modo más completo que José-Carlos Mainer, mi viejo profesor. Él ha sido todo un ejemplo en todas las cosas que me importaban. Nadie me ha enseñado tanto como él.

Total
2
Shares