Y el tiempo de Dylan, que no en balde preside la portada de Reyes de Alejandría. Dylan (y, tras él, Cohen, Van Morrison, Neil Young, los Stones…) emerge como símbolo de un periodo, pero, por encima de ello, de un estado en el que se insiste constantemente: «Éramos poetas», sí, aunque, al mismo tiempo, «yo no escuchaba música; yo era la música que escuchaba» (p. 51); «Se vivía dentro de la música porque no se quería vivir fuera. No digo fuera de ella, digo fuera. O de otra manera: queríamos que el interior de la música contagiara, ocupara, impregnara el mundo de fuera» (p. 52). La literatura y la música conformaban un refugio necesario en unos años de búsqueda, incertidumbre y osadías. Quizá no impregnaron el mundo de fuera, pero sí embebieron el de dentro. Aún hoy, reconoce, cumplidos ya los sesenta años, que esa huella pervive; Dylan pervive como lo hacen las viejas lecturas, como rastros imborrables que forjaron poco a poco un perfil de escritor. «La música y la poesía […] siempre fueron de la mano. Ahora también: ahora son la herencia que nos queda de aquel tiempo y esa herencia ocupa el mismo lugar que el corazón o el sexo. Porque detrás de todo eso habitaba también una mística del amor» (p. 63).

Fue, asimismo, el tiempo de la rebeldía, en un contexto idóneo para justificarla: el tiempo en que Puig Antich moría ajusticiado por garrote vil en la cárcel Modelo, el tiempo en que unos presagiaban el final de un túnel oscuro mientras que otros se resistían a salir de él, el tiempo del incordio hacia todo lo normativo, el tiempo del flirteo (fallido, por cierto, y a contrapelo) con el Partido Comunista, etcétera. Pero la literatura (la música y la marihuana) había hecho ya tanta mella interna que ningún intento de ortodoxia o disciplina podía ya encauzar tanta heterodoxia espiritual, a pesar de invertir toda la voluntad en los intentos de autodomesticación: demasiado piel roja, había que sujetarlo, reconoce ahora nuestro protagonista. «La expulsión de cualquier Iglesia trae consecuencias ingratas, pero nosotros no estábamos hechos para pertenecer a ninguna y eso lo sabíamos antes de haber aprendido nada aún de un mundo al que tampoco pertenecíamos, ni queríamos pertenecer. […] El viejo Pound habría estado de acuerdo con nosotros», leemos.

Había que incomodar tanto como se pudiera, de provocar en cualquier atmósfera de la cotidianidad. «Like a Rolling Stone».

Esa reflexión nos conduce enseguida a otra, pues en toda la lectura planea una especie de velo, una tela de araña que envuelve y cubre el relato de un mal presagio inevitable; el narrador insiste en ponernos en estado de alerta constante sobre lo que aún está por venir. En numerosas ocasiones, nos habla claro, como cuando nos explica la actitud de Gabriel, uno de los dos compañeros de juventud que compartieron con él la ciudad: «Era el único de nosotros que sabía que todo paraíso se paga, que todo paraíso incuba el mal, la serpiente y el árbol de la ciencia. Que todo paraíso acaba expulsándote. Los demás creíamos que no. Y él prefirió marcharse antes de que eso ocurriera» (p. 33). Y, más adelante, encontramos la siguiente reflexión: «Dante nos había enseñado que para llegar al paraíso había que empezar por el infierno y no tuvimos en cuenta esa enseñanza» (p. 56). Nuestro personaje sabía (quizá sólo tenga conciencia de ello ahora, con la inevitable perspectiva del tiempo) que todo paraíso se paga, pero ¿cuál fue ese precio? ¿Era verídica la convicción de que en aquel entonces no vivían en el mundo real sino en el permanente extravío? ¿A qué se debe esa barojiana alusión a las repercusiones de comer del árbol de la ciencia? ¿Se dedicaron, involuntariamente, a invertir las directrices dantescas? Debíamos soslayar a Dante, reflexiona, porque en la Comedia los héroes habían muerto todos. Ellos estaban dispuestos a vivir y a sobrevivir, por desafiar, porque «éramos modernos y desconfiábamos del neoplatonismo». Pound era el único Dios («Mi poeta de cabecera de entonces», p. 73), la religión, el guía. Dylan, su profeta («La música era una forma de poesía y la poesía una de las residencias de la música», p. 72). «En aquel tiempo que no era tiempo» (p. 52), en aquella «Barcelona que no existe» (p. 12), ellos fueron la síntesis, la razón de ser, la convicción y la lección de vida: «Sabíamos —todavía lo sabíamos— que el alejamiento de la poesía era la catalepsia del espíritu, y la vida de los que años más tarde se alejarían de ella se hundiría en una grisura que ni siquiera serían capaces de percibir» (p. 57). Se trataba únicamente de encontrar su dolce stil nuovo particular.

«Que reste-t-il de nos amours, Barcelona?», se pregunta de forma retórica el tercer capítulo del volumen, tomando prestada la nostálgica canción de Charles Trenet. Quizá de todo ello quedó la certeza, a posteriori, de comprender que, como los alejandrinos, lo entonces vivido con tanta intensidad y convicción era tan sólo un teatro, una postura de juventud. Como sentenciaban los dos últimos versos de Cavafis en el poema que sirve de inspiración a Llop para presentar este volumen: «A pesar de que ciertamente sabían cuánto valía eso, / qué palabras vacías eran esos reinos». La respuesta a esta pregunta abierta que encabeza el tercer capítulo la encontramos desde el inicio del cuarto en adelante, donde se nos reitera que el escritor escribe «ahora», en el presente, sobre la memoria (sobre el pasado) y a través de la memoria y que, por tanto, ante el planteamiento «¿Qué quedó de nuestro amor, Barcelona?», la contestación es el vago recuerdo que de ello queda, pues «Nunca he escrito sobre otra cosa que no sea el paso del tiempo y el tiempo pasó. El fin de las cosas está escrito en su origen. El fin de las épocas también y el destino de las personas está en vivir distintas decadencias, como quien vive un ciclo natural» (p. 159). No puede ser más que éste el constante presagio que se cierne en toda la obra; la inevitable sucesión de las etapas, la inevitable finitud de las cosas, su declive: «A finales de los setenta se apagaron otras luces para siempre y la respiración agitada era otra y era agónica» (p. 159), porque era la respiración de la juventud. Con ella se apagaron muchas luces, seguramente, entre ellas, las del entusiasmo o las del frenesí, pero se encendieron otras que alumbrarían el porvenir.

Aunque, antes de que, con el tiempo, llegara esta lección de vida a modo de moraleja, Barcelona fue el paisaje de la vita nuova. Una Barcelona heterogénea y miscelánea que se abría a sus pies exploradores, tras haber dejado atrás las raíces isleñas. El único objetivo era «irse. Repetirlo como un mantra. Irse. […] El punto de partida donde ser uno mismo en otro lugar. Sólo en otro lugar podías ser quien no sabías que eras. De espaldas a los tuyos, de espaldas a la ciudad y frente a ti mismo» (p. 67). En la ciudad que se abría de espaldas a Palma empezaba la existencia, «era la tierra de las maravillas», y se parecía a «lo que queríamos para nuestras vidas» (p. 71). Barcelona estaría plagada de nombres de todo tipo con los que el protagonista no tardó en familiarizarse: nombres de enclaves urbanos que iría conquistando ávidamente (La Bonanova, Sarrià, Valldoreix, la Floresta…), a menudo, a lomos de una Vespa, porque «había distintas Barcelonas en una sola […] y todas las habitábamos a veces en un solo día (p. 71)». El mítico café Zürich «era nuestro caravanserai» (p. 127), lugar de encuentro (lo sigue siendo ahora), pero, al mismo tiempo, punto de inflexión simbólico entre las dos ciudades: la Barcelona alta («con casas caprichosas de motivos modernistas y neoclásicos, aisladas, y vegetación antigua y frondosa», p. 128) y la Barcelona baja, la que desemboca en el Mediterráneo. Así, a partir del Zürich, «Barcelona era un cuerpo vivo y único, antes de emprender el descenso hacia el mar» (p. 128), si bien la memoria desdibuja el paisaje:

Ahora están, aquellos espacios, demasiado borrosos en el tiempo como para evocarlos con precisión más o menos aproximada y es muy probable que hayan desaparecido, cruzados por vías de circunvalación o enterrados bajo funcionales edificios públicos o altas fachadas cerradas. Pero aquella Barcelona, que también existió […], quizá fuera también otra ficción, un xix próspero y unos principios del xx alegres y satisfechos (p. 129).

 

Asimismo, Barcelona fueron nombres de poetas de todas las épocas, estilos y tendencias, que acompañarían compulsivamente su callejear, con Ezra Pound, que «era la poesía», al frente: de Leopoldo María Panero a Rodolfo Hinostroza, pasando por san Juan de la Cruz, Eliot o Nerval, Baudelaire o Rilke o Hesse, entre muchísimos otros; un incesante goteo de nombres de canciones y de músicos que pusieron banda sonora a una etapa; y, por supuesto, nombres de mujer, a menudo inventados con morbosa intención, amores y besos furtivos, fugaces y, después, perdidos. De ahí, del ejercicio de rememorarlos, que el autor vuelva a invocar a la memoria en busca del tiempo perdido, convirtiendo en presente los momentos en que supo amar, a pesar de lo efímero o de la finitud de esos encuentros: «¿Qué permanece de nuestros amores? ¿Qué queda de los enamoramientos? ¿Dónde está la memoria de los cuerpos que amamos?» (p. 87). Sin duda, en ellos también estaba escrito su fin en el principio: «Ahora os recuerdo y aparecen, tras la música de nuestros nombres». La memoria se esfuerza en subsistir, en ser fiel, pero a la fuerza se han diluido esos cuerpos amados fugazmente y el poeta los honra literaturizando su rastro, aunque sea a través de imágenes, de colchas de flores, de olores, de músicas que sonaban entre los cuerpos abrazados…

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