POR  CARLOS FONSECA

@ Lara Lanceta

Ahí están: polvorientos, subrayados y ya casi olvidados, el centenar de libros que ha sobrevivido mis múltiples mudanzas y mi terco deseo de llevar mi biblioteca a todas partes. Me encuentro en el cuarto de mi adolescencia. Luego de dos años de aislamiento hemos regresado a Puerto Rico a visitar a mis padres. El bebé corretea tumbando todo lo que encuentra y los libros no son la excepción. 

Me agacho a recoger lo que ha tumbado. Quiero ver la cosecha que va acumulando. Un viejo ejemplar casi arruinado de Paradiso de Lezama Lima, una copia escolar de El amigo manso de Galdós, mi ejemplar bien anotado de La náusea. Tomo la novela de Sartre en mano y leo la primera oración: «Lo mejor sería escribir los acontecimientos cotidianamente». Sobre los márgenes alguien, lo más probablemente yo, ha escrito: «Exacto». No logro reconocer ni la caligrafía ni esas primeras líneas. 

Lo mismo me pasa con muchísimos de los libros que silenciosos me miran desde la estantería. Recuerdo en muchos casos dónde estaba al momento de su lectura e incluso cómo me sentí al leerlos, pero no recuerdo sus argumentos. He olvidado las tramas pero he guardado el recuerdo de la emoción que produjeron en mí: esa sensación inaugural de estar adentrándome en un terreno arriesgado. A esos libros les debo mis primeros e ingenuos tanteos literarios. 

Aun así, han sido ellos los que he decidido dejar atrás, los que por alguna razón no puse en la maleta cuando comencé los viajes que al cabo del tiempo terminarían por ubicarme al otro lado del Atlántico. Han sido ellos los que tampoco me llevé en los múltiples viajes de regreso a casa. Fueron ellos los que decidí dejar atrás, el residuo que quedó de un comienzo que parece ya lejano.

Es esa, pienso, la paradoja de las primeras lecturas: marcan el comienzo de todo, pero están allí un poco para luego ser superadas, olvidadas, enterradas en un viejo cuarto que raramente se visita. Me basta mirar las estanterías para entender en muchos casos por qué fueron esos los libros que dejé atrás. Allá están, bien dispuestos en una esquina, los libros del existencialismo que en alguna vez me atrajo. Los libros de Sartre, De Beauvoir, Kierkegaard. Junto a ellos, las obras de teatro de Camus. Apenas recuerdo que estaban llenas de rusos y que yo me pasaba noches enteras leyéndolas, sin entender muy bien hacia dónde iba todo, pero a sabiendas de que me adentraba en algo nuevo. Más abajo ubico el ejemplar de Rayuela, el libro adolescente por excelencia, el libro de la iniciación a la cofradía literaria. Cortázar fue el primer gran descubrimiento. Lo leí completo y cuando me cansé de él, lo cambié por Bolaño. Cerca de La náusea ubico un ejemplar de Agua Viva de Lispector en la edición de Siruela. Me extraña verlo allí, olvidado entre tantos otros, cuando fue ese libro el que tal vez más me enseñó, el que me mostró que escribir también podía ser otra cosa, una expresión alegría.

Mientras el bebé corretea y el desorden se acumula, empiezo a intuir que de alguna manera siempre seguimos escribiendo desde ahí: desde la biblioteca de adolescencia que luego pretendemos olvidar. Más allá de influencias o de modas, siempre regresamos a ese cuarto en el que a modo de ruinas se acumulan los libros que nos demostraron, hace ya mucho, que la literatura era una forma de vida. De ese cuarto no se escapa, por más que uno intente.


Carlos Fonseca. Carlos Fonseca es un escritor costarricense -puertorriqueño nacido en 1987. Es autor de las novelas Coronel Lágrimas (Anagrama, 2015) y Museo animal (Anagrama, 2017), al igual que del libro de ensayo La lucidez del miope (Germinal, 2017). Es catedrático y fellow del Trinity College de la Universidad de Cambridge.

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