POR ANTONIO VILANOVA (1923-2008)
La Vanguardia, 20 de febrero de 1970

Frente a la desdeñosa incomprensión con que la mayor parte de la España central acoge el tenaz esfuerzo de los industriales catalanes por montar una economía moderna, de tipo industrial y fabril, el gran novelista canario, don Benito Pérez Galdós, aparece en el basto escenario del siglo xix, como uno de los más entusiastas admiradores del resurgimiento industrial y económico de la Cataluña moderna. A la luz del brumoso espiritualismo que caracteriza la etapa posnaturalista de su obra, esta actitud, que se refleja escasamente en sus novelas, se halla en íntima contradicción con la sátira feroz del mundo de los negocios y del poder del dinero con que el autor de Torquemada ha descrito los orígenes de la alta finanza y del capitalismo moderno en la España del ochocientos. Bajo el prisma, esencialmente sociológico y económico, con que el gran creador de las novelas españolas contemporáneas analiza el acceso de la burguesía ascendente a la riqueza y el poder, esa postura resulta perfectamente acorde con el culto positivista del trabajo como fuente de progreso y riqueza, que constituye una de las preocupaciones clave del pensamiento galdosiano.

 

UNA ACTIVIDAD CLARIVIDENTE Y COMPRENSIVA

No cabe olvidar, en efecto, que el liberalismo ideológico del Galdós de la madurez, imbuido en sus años jóvenes del espíritu revolucionario del 68, es un fiel exponente del ideario de la burguesía progresiva y emprendedora de la Restauración, que aspira a seguir el modelo anglosajón, y cuyo supremo objetivo es la industrialización del país y la explotación y desarrollo de nuestros recursos y riquezas naturales. Firmemente convencido de que el progreso material es, junto a una paciente labor educadora, el único resorte capaz de arrastrar por el camino de la civilización a una España estancada e inerte, Galdós no puede por menos de ver en la realidad catalana una demostración fehaciente de los beneficiosos efectos que el progreso económico ejerce en el bienestar y la prosperidad de los pueblos.

Esta actitud clarividente y comprensiva es tanto más de destacar si se tiene en cuenta que el gran novelista canario contempla el desarrollo industrial de la Cataluña del ochocientos desde el Madrid de la Restauración, donde, bajo el lógico predominio de la mentalidad librecambista, subsiste una concepción puramente mercantilista de la economía, básicamente hostil al proteccionismo arancelario propugnado por los industriales catalanes. En un ambiente caracterizado por una absoluta carencia de mentalidad empresarial, por la total ausencia de una burguesía industrial y por el poderío creciente del gran capitalismo financiero y especulador, que monopoliza el mundo de los negocios en la capital de España, Galdós es uno de los pocos escritores españoles de la época que precia en su justo valor el tenaz esfuerzo de industrialización de la Cataluña ochocentista. De ahí procede su extraordinaria curiosidad e interés por la ciudad de Barcelona, cuyo gigantesco crecimiento y consiguiente transformación en una gran metrópoli comercial y fabril aparece a sus ojos como el más claro exponente de los espléndidos logros a que puede dar lugar la introducción en España del maquinismo industrial y los avances del progreso y de la técnica.

 

ADMIRACIÓN POR BARCELONA

Dejando aparte el hecho decisivo de que Galdós ha tenido ocasión de apreciar por sí mismo el enorme progreso de la urbe barcelonista, en el periodo de veinte años que media entre su primera visita a nuestra ciudad en 1968, en las vísperas septembrinas de la Gloriosa, y su segunda estancia entre nosotros, con motivo de la Exposición Universal de 1888, las verdaderas razones de su actitud hay que buscarlas en otro lado. Sin menoscabar en un ápice el interés de Galdós por nuestra ciudad, donde tenía excelentes amigos, sin rebajar en lo más mínimo el valor de sus palabras de elogio por la «animación y el fecundo bullicio de aquella gran colmena de hombres», creo que su admiración por Barcelona obedece a razones mucho más complejas que la de su prosperidad económica como gran emporio industrial y mercantil.

La primera de ellas, y sin duda la más importante y decisiva, es el tremendo contraste que percibe entre la tenacidad, la energía y la capacidad de trabajo de la burguesía industrial barcelonesa, dinámica, emprendedora y creadora de riqueza, y el ilusionismo, la inercia y la falta de iniciativas de la clase media madrileña, que, dentro de la sociedad española de la Restauración, resume y compendia, para Galdós, la incapacidad de adaptación a los nuevos tiempos de la España mesocrática y burguesa. En efecto, entre el mundo aristocrático de la nobleza de título y de sangre, al que Galdós raramente accede en sus novelas, y el mundo desgarrado y plebeyo del bajo pueblo, que tan bien conoce, el sector social más ampliamente representado en la obra galdosiana es el mundo familiar y entrañable de la pequeña clase media madrileña, caracterizado por lo que Montesinos ha llamado la cursilería y pobretería castizas, y dominado por la pretensión social del quiero y no puedo. Salvo muy raras excepciones —médicos, ingenieros y otros representantes de la profesiones liberales—, la imagen de ese mundo que se desprende del lúcido y penetrante análisis galdosiano no es la de una auténtica burguesía, progresiva, innovadora y creadora de riqueza, sino la de una clase media burocrática, parasitaria y pequeñoburguesa, que constituye un peso muerto en la vida española y una rémora de su progreso.

Junto a esta pequeña burguesía mesocrática y parasitaria, que constituye la expresión más genuina y castiza de la clase media en el Madrid de Galdós, los representantes del espíritu laborioso, progresivo y emprendedor, en que se cifran las auténticas virtudes burguesas, no son muy abundantes en la obra del gran novelista canario. Según se desprende del espléndido retablo histórico y social que constituye su obra maestra, Fortunata y Jacinta, el sector social en el que ve encarnadas esas virtudes y que goza de todas sus simpatías y preferencias es el de la burguesía mercantil madrileña, la clase media de comerciantes enriquecidos honradamente con su trabajo, a la que pertenecen las familias de Arnáiz y Santa Cruz. Buena prueba de ello es la deliciosa historia del comercio de tejidos madrileño, desde la época isabelina hasta los primeros años de la Restauración, que figura en la primera parte de la novela, y que, al poner en relación los avances del progreso con las fluctuaciones del mercado y las variaciones de la moda, es un fiel exponente del progresismo mercantilista del autor.