POR JUAN CARLOS MÉNDEZ GUÉDEZ
La primera vez que vi a Francisco Massiani me dio un puñetazo.
Coincidimos en un despacho y alguien le dijo: «Este muchacho quiere ser escritor». Massiani me contempló con pupilas febriles. Apretó su mano y me encajó en el brazo un derechazo que retumbó en las paredes. Quedé atónito, pero no dije una palabra. «Ese es el consejo que te puedo dar. La escritura duele».
Asentí; poco a poco mi brazo pareció dormirse. Massiani volvió a mirarme. «Ten cuidado con dos cosas que queman el cerebro: las mujeres y la escritura», remató.
Durante un buen tiempo no conté a nadie que había conocido a uno de los narradores más reconocidos de la Venezuela del siglo XX. Pensaba en él y me escocía el brazo.
Hasta ese entonces yo imaginaba a Massiani jugando al fútbol. También lo imaginaba paseando por Sabana Grande para ver a sus amigos. Con el paso de los años, a esas imágenes que brotaban de sus libros se fue superponiendo la imagen nítida de su presente. Amanecido, oloroso a alcohol, lo veía transitar por su editorial en Caracas. Su carácter oscilaba entre la ternura y la furia; lo devoraba la impaciencia, parecía estar en los lugares con la inquietud de quien siempre desea alcanzar otro sitio.
Jamás me fue posible conversar con él, preguntarle por su infancia en Chile; por sus ancestros corsos que llegaron a Venezuela en el siglo XIX; por los momentos en que también dibujaba; por ese aparatoso acordeón que tocaba en la juventud; por las primerizas historias que escribió en el Madrid de 1965; por esa obra narrativa suya que parecía troceada en grandes momentos de silencio.
Como tantas cosas importantes en la vida, mi admiración infinita hacia Massiani se sostuvo sobre lo que no pudimos hablar, sobre lo que fue imposible comentarle.
La última vez que lo vi en persona fue en la Bienal de Mérida en 1995. Estaba en el escenario junto a otros autores que ofrecieron atinadas conferencias. Cuando llegó su turno se limitó a leer un cuento. El resto de la actividad lo vi sonreír con la mirada; una sonrisa buena, transparente, ajena al tiempo y al lugar en el que nos encontrábamos, como si hubiese recordado algún momento feliz del pasado.
Puede decirse que pasé muchos años en Venezuela mirando a Massiani desde lejos, comentando sus narraciones, releyéndolo, buscando sus atmósferas, la ternura desesperada de sus personajes apresados en una adolescencia prolongada e inútil.
Massiani aparecía en los lugares como un huracán lleno de ira, reclamando afrentas reales o posibles, y yo me escondía en las esquinas o en la soledad de un despacho. No dejaba de leerlo, pero me sentía incapaz de dialogar con su furia, con su angustia por el tiempo que lo iba consumiendo en largas madrugadas sin sueño.
Disfruté hasta el infinito con varios de sus títulos: Las primeras hojas de la noche; Los tres mandamientos de Misterdoc Fonegal; El llanero solitario tiene la cabeza pelada como un cepillo de dientes; Con agua en la piel; pero por supuesto cada tanto volvía (y vuelvo) a las páginas de Piedra de mar; una novela que junto a La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig y Un mundo para Julius de Bryce Echenique, introdujo en la narrativa hispanoamericana un tono menor, sentimental, que contradecía la novelística total del Boom.
Nunca olvido que esa maravillosa novela surgió por una mentira. Al hablar con un editor, Massiani le contó que había culminado una obra sobre un muchacho que para impresionar a una muchacha intentaba escribir un libro. No tenía ni una página escrita, pero le pareció que su invención poseía tal coherencia que esa misma noche comenzó a trabajar en ella y pudo entregarla año y medio después. El éxito fue fulminante. Los lectores llovieron sobre ese volumen que muy pronto fue parte de los programas literarios de los institutos.
Piedra de mar es nada menos que la narración entrañable y humorística en la que un narrador hace crecer una historia desde la misma imposibilidad de escribirla; la voluntad creadora de un muchacho que busca su lugar en la realidad, que intenta sobreponerse a esa tristeza con que la adultez comienza a soplar sobre su rostro.
La contundente hermosura de ese libro produjo que alrededor de Massiani se congregaran autores que lo llenaban de afecto como Rodrigo Blanco Calderón o Luis Yslas; también infinidad de lectoras que lo visitaban en el modesto lugar donde habitó sus últimos años. Una de ellas me hizo llegar los mensajes cariñosísimos que Massiani me enviaba y en los que comentaba que pronto deberíamos conocernos.
Nunca pude revelarle que nos habíamos visto años atrás, muchos años atrás, cuando me dio un consejo contundente.
Sus historias hicieron germinar ese cariño que lo acompañó con persistencia cuando ya se movía con andadera y sometido a los estragos que le produjo un accidente automovilístico. Por lo que veo en un conmovedor documental, Francisco Massiani: Breve y arbitraria historia de mi vida, en ese momento no se desprendía de varias gorras de tonos grises y de un cigarrillo perenne que ardía entre sus manos. Parecía aplastado por la realidad, pero con terquedad tecleaba una máquina de escribir, como si hasta el último momento quisiera decirnos que escribir es un oficio triste pero inevitable.
Lo sigo frecuentando con la misma gratitud con que lo leí en la adolescencia. Su estilo directo, la humanidad profunda de sus personajes, la naturalidad con la que desplegaba técnicas para trastocar el tiempo y el espacio.
Tenía razón cuando nos vimos por vez primera. Hay algo doloroso, algo equívoco e incompleto en la literatura, algo que siempre se aproxima a la decepción profunda, al cansancio extremo.
Cada tanto siento escozor en el brazo que golpeó con su puño. Pero escucho luego el ruido de esa máquina de escribir en la que tecleaba y tecleaba: incansable, sin saber nunca lo que significaba rendirse.
Nunca rendirse.