POR ANA RODRÍGUEZ CALLEALTA
En un conocido texto, Alfonso Reyes se plantea la posibilidad de elaborar no ya una historia literaria, sino un informe que diera cuenta de «dónde se la debe estudiar», señalando la influencia de las antologías en la creación de categorías de análisis, en tanto que éstas constituyen el «resultado de un concepto sobre una historia literaria» (Reyes, 1942: 135-136). De hecho, más allá de que tanto las historias literarias, la crítica y las antologías constituyan los pilares del canon (García Morales, 2007: 24-25), entre ellas se establecen vasos comunicantes a través de los cuales estas últimas pueden adoptar la narratividad propia de las dos primeras (Romero Tobar, 2006: 58). Ello se debe a que las antologías parten siempre de una «conciencia crítica y/o histórica» (García Morales, 2007: 25) que, en el caso de explicitarse en las introducciones y preliminares (2007: 29), inserta a la antología en el ancho caudal de los metatextos que «procesan, seleccionan y valoran, interpretan y caracterizan los textos literarios» (2008: 24-25). De hecho, es ésta —posible y no siempre presente— dimensión crítica de las antologías la que apuntala su intervención en los denominados «relatos generacionales» que, tal y como dilucida Miguel Casado, encuentran dos fases en su desarrollo: una primera delimitadora, en la cual «se propone el establecimiento de la lista canónica de los autores que constituyen una generación», generalmente a través de la publicación de una «antología acompañada de un prólogo esquemático»; y una segunda simplificadora, en la que «se propone no ya la selección de nombres, sino el diseño de la tendencia estética dominante en el grupo generacional» (2005: 32-33).

Si pensamos en la «generación de los 80» a la luz de este planteamiento, podemos comprobar cómo Postnovísimos (1986) de Luis Antonio de Villena llevaba a cabo esa primera fase delimitadora, seguida de la simplificación que Fin de siglo (1992) suponía con respecto a la anterior.[1] Lo cierto es que esta promoción generó a lo largo de los 80 y 90 un discurso crítico fuerte que se tradujo en una apreciable floración de antologías marcadas por una expresa beligerancia; lo que, a su vez, revirtió en el predominio de selecciones «programáticas»[2] que no hacían sino poner de relieve la posible y actuante dimensión crítica de las antologías. Ello pudo deberse al hecho de que esta formación se ajustaba bastante bien a la dinámica crítica hasta entonces vigente, por cuanto en ella se daban varias circunstancias fundamentales: 1) rechazo del núcleo fuerte de la generación anterior; 2) extensión de este rechazo a otros sectores dentro de la misma promoción, transformando una problemática inicialmente intergeneracional en intrageneracional; 3) y existencia de una tendencia hegemónica que, como sus detractores, se sirve del criterio de oposición. Sin embargo, a diferencia de lo anterior, la «generación del 2000»: 1) no sostiene una actitud de ruptura con respecto al núcleo fuerte de la promoción anterior; 2) en lo que concierne a las relaciones intrageneracionales, se caracteriza por la convivencia no conflictiva de opciones; 3) de ahí la pluralidad —frente a la hegemonía de una de las tendencias cultivadas— y la superación de las dicotomías, con el consiguiente abandono de la definición por oposición. De esta manera, la ruptura de la crítica hasta entonces vigente que estos autores protagonizan va a provocar un interesante desconcierto entre la crítica literaria —acostumbrada, como quiere Santamaría, a «una música concreta» (2006: 98)— que ligará a los poetas del 2000 a un relato generacional lleno de claroscuros. De entrada, tal y como estudiamos en otro lugar (Rodríguez Callealta, 2017a), a diferencia de las generaciones precedentes, la del 2000 no cuenta, en sus inicios, con una antología «fundacional»[3] que consolide el relevo generacional. Su presentación en sociedad tendrá lugar a través de una serie de antologías publicadas entre el 2000 y el 2004[4] que, conjuntamente, contribuirán a perfilar un nuevo enclave, aunque desde un aparato crítico sustancialmente más débil y menos trabado. Por lo general, se trata de discursos que, a pesar de señalar el relevo generacional vinculando a los jóvenes con unos «parámetros específicos de recepción»,[5] no aciertan a ofrecer propuestas críticas de lectura. De modo que, salvadas algunas excepciones,[6] habrá que esperar hasta el segundo lustro de la década para encontrar textos críticos centrados en la sistematización de tendencias y/o rasgos estéticos, si bien en una cuantía considerablemente menor de lo esperado. En ellos se observa, además, una marcada propensión al esbozo del sustrato común a los autores estudiados, lo que converge en el trazado de un amplio territorio de rasgos estéticos compartidos —en mayor o menor medida según los casos—, en detrimento de la sistematización por tendencias. Todo lo cual no es sino síntoma de la dificultad de aclarar un panorama que durante todos estos años será percibido como confuso. De lo que darán buena muestra tanto la tendencia a anexar a los más jóvenes al último tramo de la generación anterior como la ausencia, hasta 2010, de un rótulo que los aglutine.

En lo que concierte a la publicación de artículos, pueden destacarse algunas aportaciones. Alberto Santamaría ofrece en «Nuevos territorios poéticos» (2006) una visión de conjunto de la última generación poética sustentada en la superación de las dicotomías, de la que se derivarían la mayor parte de rasgos apuntados. A partir de la imagen del «puente» propuesta por Andrés Neuman,[7] esboza una multiplicidad de caminos poéticos resultantes del diálogo tanto con el realismo como con el irracionalismo, proponiendo una «perspectiva híbrida» (2006: 98). Todo lo cual acusaba un cambio en la concepción de lo «real» que asume la «fugacidad de toda percepción y la evidente transitoriedad de todas las hipótesis»: «La realidad no es, así, simple espejo (algo a documentar) ni es algo vacío que reclama trascendencia, sino superficie (llena de tensiones y complejidades) y pensamiento (sumido en el devenir y la contradicción)» (2006: 100-101). Un año después, Andújar Almansa delineaba en «Retrato robot de la poesía reciente» (2007) lo esencial del «programa generacional» (superación de las dicotomías, diversidad, irrupción silenciosa), a la vez que se hacía eco de la confusión reinante para, desde esta perspectiva, arrojar luz sobre lo que podía considerarse ya como un «cambio de rumbo lírico» evidente (2007: 23). Si bien se reunían aquí autores de dos tramos generacionales distintos, concebidos como una sola generación divisible (2007: 25-26); la sistematización propuesta permitía vislumbrar algunas tendencias, al tiempo que ofrecía una mirada de conjunto. En este sentido, el giro producido en la concepción de lo «real» aparecía como el fondo sobre el que se recortaban los aspectos fundamentales, ya que es el ensanchamiento de los estrechos límites del racionalismo lo que, en última instancia, posibilita la superación del realismo, con el consiguiente tendido de puentes entre «la cotidianidad y el misterio» (2007: 29). De modo que la superación de las dicotomías cristalizaba, para Andújar Almansa, en un interesante equilibrio entre las voces «lógica» y «órfica»[8] —a menudo decantado hacia el hermetismo o el irracionalismo— al que no resultaba ajena la presencia de un renovado simbolismo orientado hacia el enlace de «precisión y ambigüedad» (2007: 30, 35). Todo lo cual vendría a sostener los rasgos acusados, como son el abandono de la narratividad en pos de la elisión, el matiz y el claroscuro y del confesionalismo biográfico, que cede su lugar a los «conflictos» de un sujeto que, descreyendo de cualquier posible totalización, rehúye la proyección hacia el exterior para situarnos ante «experiencias de orden intelectual» en una expresión menos «objetiva y clarificadora» que no oculta su falta de unidad, su fragmentarismo (2007: 28, 31, 32). A diferencia de los anteriores, Bagué Quílez se decanta en «La poesía después de la poesía: cartografías estéticas para el tercer milenio» (2008) por una ordenación en torno a cuatro anchos cauces estéticos derivados de la superación de las dicotomías a partir de la «ruptura interna» de la poesía de la experiencia, con la consiguiente diversidad resultante. Con todo, los más jóvenes se anexaban al último tramo de la promoción anterior, aunque marcando ciertas distancias. De hecho, la primera de las áreas delimitadas atañe, en lo fundamental, a los más mayores, mientras que la segunda, centrada en las formas de compromiso, se propone como una corriente transversal. De modo que va a ser en las dos últimas parcelas donde cobren especial importancia los nacidos a partir de 1970. En este terreno, en línea con Andújar Almansa (2007), Bagué Quílez señala la recuperación del simbolismo como vía superadora en función de su capacidad para enriquecer «la figuración realista gracias al pensamiento analógico, la construcción imaginativa y el apoyo en el matiz» (2008: 60); recuperación que, en los autores del 2000, se presenta como «un equilibrio entre lo sensitivo y lo comunicativo» (2008: 61) que, a menudo, se decanta hacia una de esas dos dimensiones. Junto con ello, se perfila sobre la desconfianza en las grandes narrativas «el auge de una retórica minimalista» cuya nota fundamental de desencanto puede proyectarse en una «lírica urbana, inmediata y no exenta de ironía», ensanchar los límites de la figuración mediante la deformación imaginativa o generar una producción original resultante de la mezcla palimpsestuosa de discursos (2008: 64-65). Lo que nos lleva a la reivindicación de la experiencia cultural como parte de la identidad, heredera, como sabemos, de la poesía sesentayochista.