Aunque a través de una estrategia diferente, también El fósforo astillado (2008) de Juan Andrés García Román plasma la crisis posmoderna del lenguaje en un único y largo (meta)poema. En este caso, la conciencia del agotamiento —del lenguaje, del sentido— no constituye tanto el objeto de la reflexión como lo mostrado, en los términos de Wittgenstein: a través de una técnica manifiestamente vanguardista que bebe de la libre asociación del surrealismo es el lenguaje el que des-cubre su propio vacío, evidenciando su ineludible carácter autorreferencial, como una serpiente que, enroscada, remitiera siempre y sólo a sí misma; de ahí el exacerbado culturalismo —de ascendencia novísima— y el absurdo en que converge cualquier intento de comunicación. A lo que contribuye el juego de la experimentación vanguardista con los significantes y su capacidad para poner en un primer plano la arbitrariedad lingüística («Amémonos. Anémonas», 44; «goddogdoggod», 26). Y es desde aquí de donde parte un movimiento de liberación del lenguaje atravesado por una profunda conciencia sobre el carácter ideológico de todo discurso:

Los grandes proyectos encajados en tiestos de bonsái.

La frontera delgada y menguante —como luna— entre historia y noticia,

aunque cierta, no dejará de ser la nueva brida en manos del poder (2008: 35).

 

De modo que, en una línea que nos recuerda a las consideraciones de Roland Barthes sobre el surrealismo en El grado cero de escritura (1967: 65-66), la extralimitación del lenguaje hasta el absurdo no sólo logra auto-revelar su ineficacia sino que, simultáneamente, aspira a «ver cómo se cumple allá a lo lejos la utopía emancipadora» (2008: 43)

Une todos los astros, une todos los puntos con líneas

y construye figuras inverosímiles: carceleros que ayudan a entrar,

osos raros…

[…]

¿Comprendes? Es la idea del desierto o, mejor dicho, el vacío sin idea.

Libera así las cosas de su doble:

déjalas como un cuerpo que ha perdido su alma o una marioneta

a la que un peluquero le ha cortado los hilos (2008: 24).

 

Por el ancho cauce del surrealismo transitan las obras de Antonio Lucas y Elena Medel. Desde su irrupción con Antes del mundo (1996), la trayectoria de Lucas «se ha mantenido fiel a su espíritu estético fundacional» (Benítez Reyes, 2016: 8), dentro de una progresiva depuración (Díaz de Castro, 2004) que encuentra en Las máscaras (2004) su expresión más lograda. En él, los recursos propios de la estética surrealista tensan el lenguaje hasta llevarlo a su extremo, más allá de sí mismo, en una ruptura de sus límites que, frente a la retracción de la estética del silencio, opta por la acumulación y el exceso: «y un verbo inaugural que la memoria lava» (2016: 144). Por vía irracional, la ruptura del «orden simbólico» (Kristeva, 1981) activa la recuperación del origen (la infancia, el verbo), de «la materia nunca dicha» (2016: 144) concebida como «la última región de la existencia» (2016: 175). No obstante, esta intención de «nombrar lo ya nombrado con una voz más nueva» (2016: 168) colisiona con la conciencia profundamente asumida de la ficcionalidad del acto creativo («No habrá duda en esa ceremonia de volver al vacío. / Máscaras, si acaso) (2016: 143); la cual termina por revelarnos siempre la imposible identidad en la escritura («La noche donde yo no soy yo mismo: / la noche desahuciada y sin acento», 2016: 173), el «signo roto» (2016: 169) de la crisis posmoderna de la referencialidad del lenguaje.

Por su parte, Elena Medel proponía en Mi primer bikini (2002) un ejercicio deconstrucción y reconstrucción identitaria desde la asunción de la fragilidad de un sujeto que se sabe emergiendo de entre las ruinas del pasado cultural e histórico y la memoria individual: «El valle diminuto que proclama que es frágil / y sin embargo, dirás tú, sobrevive» (2015: 34). Desde esta óptica, el irracionalismo y los enlaces con el lenguaje surrealista servían a la exploración de los vastos territorios del inconsciente, poniendo en un primer plano los efectos psíquicos devastadores de la herencia recibida, como en «I will survive»:

Tengo una enorme colección de amantes.

[…]

Solo los necesito cuando me desdoblo en dos,

cuando mi ego se encoge incomprensiblemente

e intramuros alcanza un punto mínimo,

cuando lloro demasiado o río demasiado,

[…]

falo químico para mi sonrisa, quién soy ahora,

falo químico de colores para mi cabeza baja (2015: 17-19).

 

No obstante, esta libertad expresiva, onírica a veces, se proyectaba sobre los resortes biográficos de un itinerario vital recortado sobre un fondo cotidiano y reconocible («el aliento a cerveza de papá rebotando en tu nuca», 2015: 40), en una magistral síntesis de «realismo y onirismo» (García Martín, 2002). Esta profundización en la complejidad psíquica que, en ocasiones, dejaba al descubierto su dimensión auto-destructiva («Hoy sigo destruyendo / —cebándome con saña— / las cosas que más quiero», 2015: 38) se imbricaba en el diálogo y la negociación con el tradicional modelo normativo femenino, sacando a la luz las devastadoras (y actuales) consecuencias del sistema:

Por merecer la más bella envoltura rezo cada noche.

 

Por ser la vencedora en la batalla diaria de Zara:

la guerra de los pantalones más estrechos,

de colores, con dibujos, los de marca, los más caros,

porque cada vez es más sencillo que las yemas de mis dedos

viajen, intuitivas, por los túneles de mi torso (2015: 23).

 

Por el espacio de un «nuevo simbolismo» transita la obra de Juan Carlos Abril (Bagué Quílez 2008: 63). En El laberinto azul (2001), el descrédito frente a la posibilidad de construir el poema «icono» de la «alta modernidad» (Debicki, 1997: 32) («Luz imposible de la inteligencia / y su amarga felicidad. / Su trágico crepúsculo», 11) se abre al misterio desde la asunción de su carácter irreductible. En este sentido, la crisis de la razón que ya se apunta en los versos citados, converge en una exploración por los «laberintos de la interioridad» (Andújar Almansa, 2007: 33) y del inconsciente («este espacio / tan breve que ilumina / hacia adentro y nos punza», 20). A través del símbolo en tanto que «pasaje a otro orden» (Chevalier, 1986: 20) el ejercicio creativo es concebido como un modo de acceder al «otro lado» de la realidad («oculta tras la máscara / la realidad», 48) y de nosotros mismos («saberte al otro lado. / Oculto, suelto, libre», 41). Desde esta perspectiva, adquieren una relevancia fundamental el sueño y la imaginación que, vinculados al símbolo y al inconsciente (Jung, 1995), proyectan las escenas del poema («Una vertiginosa catarata / de sueño allá en su fondo» 40), envueltas en atmósferas brumosas de complejas densidades. De todo ello constituye una buena muestra el poema «Autorretrato», en el que los recovecos de la interioridad adquieren la imagen de un laberinto asediado por la amenaza de la propia alteridad:

La torre entraña un laberinto,

y escucho desde dentro la amenaza

de la muerte, segando sin fatiga

con su justa mortal entre los trigos

consumidos y rojos.

[…]

No sabe el prisionero de esta torre

quién se acerca a buscarlo (2001: 58-59).

 

También la evolución de Rafael Espejo desde El vino de los amantes (2001) a Nos han dejado solos (2009) deviene significativa. El clima serenamente nostálgico y meditativo del primer libro evoluciona en el segundo hacia derroteros más marcadamente simbolistas. No obstante, en este segundo volumen se combinan textos cuya fractura recuerda a El vino de los amantes junto con otros en los que una mayor fragmentación sostiene la proyección de una mirada simbólica sobre el mundo. Así, el amor —fundamental en su obra— continúa transitando los senderos de una sentimentalidad posmoderna que lo deja —como al sujeto mismo— a la intemperie, único lugar (no lugar) habitable («Aire viciado»); con la consiguiente necesidad de reinventar sus formas, también discursivas («Si te cuido / sin esas dos palabras / que al decir amortiguan, / rebotan / y dispersan / un sentimiento usado ya por otros, / nos privan de su exclusividad», 10-11). Por otra parte, la intrascendencia de la literatura, desvestida toda posible ambición idealista, presente ya en El vino de los amantes («mortal como la carne / y acaso tan hermoso», 50), se sintetiza en Nos han dejado solos en la transitoriedad del sujeto y la imposibilidad de aspirar a una identidad centralizada («Autorretrato»). Ahora que, si la materialidad —del yo, del amor, de lo real…— se alza como única certeza («Nada tan pleno como sentirse, / no conozco otra mística», 12), la dimensión simbolista operante constituye la otra cara de la moneda. En este sentido, el pensamiento analógico logra erigirse en síntesis de una visión compleja de lo real que, si de un lado se nutre de las redes que conectan las partes, a través de una mirada reticular que abre fisuras en la superficie del mundo; de otro, aprovecha todo este material para enfatizar el carácter disminuido, irrisorio, del sujeto («También yo soy planeta. / Valgo igual que una mosca», 30) frente a un misterio captado, pero incontestable («Solo infinitamente / si intentaba adivinar / qué hay detrás de las estrellas.», 22).

Desde Las invasiones (2006), la poesía de Juan Manuel Romero aparece impulsada por un deseo de indagación en la realidad («¿Puede la lluvia instarme a ver detrás / y dentro de lo visto, abrir un punto / en la costura de los hechos obvios, / o es que asumo las deudas de mi edad?», 16) convergente en una honda introspección que deja traslucir una continuada pugna del sujeto consigo mismo («Tiras del yo, y tensas correajes: / que no cabalgue sólo lo que es / sino también la sed de lo posible», 35). Desde esta óptica, la proyección simbólica («No apartas la mirada: cae la noche / y aquí la luz de fuera es la de dentro», 25) sobre la realidad inmediata —que, lejos de desaparecer del poema, se convierte en el punto de partida («el alba en la ventana, los tabiques / de este piso alquilado, con sus manchas», 12)— potencia la dimensión cognoscitiva del ejercicio creativo («Así el poema ordena y dignifica / y en su fuerza comprendes la marea», 40), volcada en esa «opaca realidad que busco en mí» (12). En este sentido, es interesante anotar la tensión generada por el choque entre la cotidianidad que sume al sujeto en el hastío («Mientras, acabo de tender la ropa. / Horas por atascadas carreteras», 31; «Mi sueldo es otra forma de estar solo, / de que la jaula esté dentro del pájaro», 17) y el espacio iluminador del poema («La luz sobre las cosas las despeja / y nos invita a entrar como la antorcha / que ilumina la boca de una gruta», 33). Con todo, la búsqueda deja a la intemperie la oquedad constitutiva, ontológica, del sujeto, afrontada desde la lúcida conciencia del fracaso como ineludible punto de partida. Habitarla: «Asumir mis maneras, el vacío. / Ceder a la derrota es una higiene» (27).

La escritura de Josep M. Rodríguez esboza una suerte de «fragmentarismo simbólico» que proyecta los vacíos discursivos hacia la dimensión inasible del símbolo (Chevalier, 1986: 22). Se trata de una compleja concepción de lo real que, si de un lado reclama, desde la materialidad, lo sensorial («Por encima de todo somos cuerpo: / necesidad de tacto», 2015: 29), de otro dirige la mirada hacia el misterio y lo insondable («Miro mis pies / desnudos / y pienso en todo aquello / que los pasos no abarcan», 2015: 24). En tanto que lo cognoscible se limita a la percepción, y ésta se nos ofrece tan sólo a modo de pequeñas (certezas) instantáneas, la realidad sólo es posible abarcarla desde la pérdida:

Nos construyen las pérdidas

Instante

tras instante

tras instante (2015: 55).