Se trata, por tanto, de una extensión de los límites del lenguaje que traduce la crisis epistemológica de la razón (Jung, 1995; Gadamer, 2005). Si, tras la lectura del Tractatus, aceptamos con Wittgenstein (2003) que el lenguaje funciona como el eje central de un artefacto lógico-racional que lo correlaciona tanto con el pensamiento como con el «mundo», comprenderemos que esta relación de isomorfismo entre el lenguaje y el mundo acota un terreno. De modo que, asumir que lo «real» no se reduce a los límites racionales del «mundo», implica, a su vez, escapar de la solidaridad entre el realismo y el «pensamiento dirigido» (Jung, 1998), de lo decible, hasta acceder al espacio de lo indecible, lo no-dicho. Por esta vía, sin tratar de desvelar «conexiones sagradas» o un «orden» otro (Muñoz, 1998: 21), el poeta actual se sirve del símbolo para «abrir la escala de lo real, cultivar grietas» (Andújar Almansa 2018: 31), desactivando «cualquier reflejo preconcebido de la realidad» (2018: 56) y descartando «los márgenes de un realismo reduccionista» (2018: 31). De modo que, el simbolismo les ayuda a concebir la realidad como «un punto de partida, una plataforma de lanzamiento» (Muñoz, 1998: 21), en un «puro estirar la franja transparente de lo visible» (Andújar Almansa, 2008: 45); al tiempo que el carácter parcialmente inasible del símbolo (Chevalier, 1986: 22) elimina cualquier atisbo de certeza. De ahí que el fragmento haya funcionado para muchos de ellos como una eficaz «respuesta expresiva a una vastedad inabarcable», recordándonos que «todo sentido debe construirse en el diálogo con lo pasajero, con lo fugaz yuxtapuesto» (Andújar Almansa, 2018: 34). Desde esta óptica, teniendo en cuenta que, como anota Iravedra, la problemática de la realidad no es sino una «variante de la cuestión de la identidad» (2016: 155); la imposible totalidad alcanza a un sujeto en continua construcción y deconstrucción (Andújar Almansa, 2018: 45).
Este fondo ideológico sobre el que se sostiene la creación poética cristaliza en un amplio abanico de opciones estéticas que impide uniformar su rostro. En este sentido, la «estética del fragmento» constituye una de las vías más transitadas y, en el momento de su remozada eclosión, una de las más innovadoras. Como también la reactivación del simbolismo, en las posibilidades que ofrece para combinar una cierta dosis de misterio y abstracción con los retales de una realidad inmediata sobre la que se proyecta. Sin embargo, si uno revisa las obras centrales de los autores reunidos en la antología —doce poetas nacidos a partir de 1970— comprueba que éstas no son las únicas sendas transitadas y que, en efecto, la diversidad se ha convertido en seña de identidad. Desde esta óptica, con todas las precauciones posibles, ensayamos en lo que sigue una delimitación por tendencias, en cualquier caso, complementaria respecto a la panorámica conjunta ofrecida por Andújar Almansa. No obstante, sus obras no sólo reflejan los rasgos señalados tanto en el prólogo de Andújar Almansa como en los textos críticos precedentes, sino también la hibridez que los caracteriza y que los conduce a un marcado eclecticismo que niega cualquier delimitación tajante, incluso dentro de una misma trayectoria. Así, la estética del fragmento puede convivir con la vanguardia (en el primer Abraham Gragera) y con el símbolo (Josep M. Rodríguez), de la misma forma que el surrealismo puede proyectarse sobre una realidad inmediata reconocible (Elena Medel) o hacerse eco de la asunción de la ficcionalidad del acto creativo, como nos enseñaron los maestros del 50 (Antonio Lucas). Por no hablar de la forma en que la ironía atraviesa muchas de estas producciones (Carlos Pardo, Mariano Peyrou), imbricándose, en algunos de casos, en el compromiso (Erika Martínez). Por otra parte, si bien algunos de ellos hicieron su gran apuesta ya en el primer libro —independientemente del decurso posterior—, en otros la evolución interna resulta significativa de la forma en que superan lo anterior desde el aprendizaje, en lugar de hacerlo desde la ruptura. En cualquier caso, la tentación taxonómica a la que nos conduce la lección aprendida de la historiografía nos lleva a contemplar cuatro grandes espectros: «estética del fragmento», «surrealismo», «simbolismo» y «realismo». Si bien a todas luces no se trata de una clasificación novedosa, pues bebe, a las claras, de la crítica precedente, creemos que refleja los principales cauces transitados, dentro de los que, como veremos, también se dan cita otros aspectos fundamentales como la ironía o el compromiso. Pero que conste en acta: vino primero pura. Las clasificaciones llegaron después.
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Adiós a la época de los grandes caracteres (2005), de Abraham Gragera, resultaba sintomático de una generación ubicada tras el fin de la modernidad poética. De vocación autorreferencial (Andújar Almansa, 2007: 30), se iniciaba con un poema, «Estrella fugaz», que reflejaba la crisis epistemológica de la razón (Gadamer, 2005), al tiempo que diseñaba el espacio lírico como un territorio por explorar: «Aún es pronto, demasiado pronto / para el ojo, / pero tarde, muy tarde ya para el pensamiento» (2005: 11). A partir de una postura irónica ante la tradición, capaz de asumirla, simultáneamente, como punto de partida («supe / que tú serías mi casa y mi hipoteca») y de superación, el hablante se lanzaba «en busca de un lugar vacante» (2005: 15); evidenciando una actitud desafiante frente a la crisis de valores, vislumbrada como una nueva posibilidad (Hutcheon, 2014): «y lo que nos ocurre es siempre una liberación, un despertar» (2005: 13). El libro diseñaba un territorio inestable que alcanzaba a reflejar la muerte del sujeto unitario (Hutcheon, 2014: 52) y la abolición del estatuto de lo verdadero (Lyotard, 1984). De hecho, uno de sus méritos residía en la forma en que la incertidumbre se constituía como el único espacio habitable: «Permítenos dormir / así / fetalmente abrazados / como dicen que duermen / las interrogaciones» (2005: 34). De modo que la fractura discursiva no hacía sino esbozar una «realidad percibida en su inmensa fragmentación» (Iravedra, 2016: 150) que ensanchaba sus límites, fluctuando entre la experimentación vanguardista y los retazos de una cotidianeidad sólo entrevista: «Este sol consentido que desmiga en la tarde un pastel de mandril es el mismo que anudaba a tus contornos sus bigotes de bogavante triste» (2005: 24).
En el caso de Carlos Pardo, la evolución desde El invernadero (1995) hasta Desvelo sin paisaje (2002) refleja la forma en que estos poetas han sabido evolucionar desde la herencia recibida. Aunque el primer libro resultara fácilmente legible en el marco de la poesía figurativa, la auto-ironía se agudizaba hasta conducirnos por el deambular de un personaje sumido en la desidia, postulando por esta vía la intrascendencia de la literatura y escapando incluso de la «utilidad» experiencial, en sintonía con la crisis posmoderna de un sujeto consciente de que todo ha sido ya escrito (Jameson, 1985: 171-172): «No veo otra salida / si cada reflexión que me conmueve / ya está escrita en Tratado de urbanismo» (1995: 65). Esta desidia consustancial al hablante lírico se extiende hasta Desvelo sin paisaje para esbozarse al trasluz una realidad inmediata craquelada, sostenida en el vacío:
La vida se retrepa en el sofá,
las caricias cerrándose con el primer frío,
los palcos ocupados.
Aquí funciona el tópico del viaje.
Pero viaje es también
lugar del que salir,
origen,
punto de partida
que no encontramos (2002: 15).
La provisionalidad de un sujeto que habita el no lugar de la carencia encuentra un correlato discursivo en el fragmento («Agrupamos imágenes con la cara lavada / porque la vida es una elipsis», 26); de modo que la subjetividad cede su lugar central para diluirse por los intersticios del lenguaje: «Autorretrato: / la excusa por la voz venida a menos, / moral de desayuno y hermetismo / sin centro» (48). Por otra parte, la conciencia ya mencionada de saberse ante el fin de la originalidad («No se sueña dos veces / un mismo sueño», 22) se imbrica en este libro con la crisis de la referencialidad del signo («Las palabras lo mismo que la nieve: / arpones que uno lanza contra su cuerpo, / aves que nada dicen sino el vuelo / en torno de su presa», 25). Todo lo cual aparece sostenido por un profundo cambio en la concepción de lo «real» ya que, ante la falta de asideros, la percepción se torna única certeza posible («objetos con certeza, / único mástil al final del día», 11); aunque ésta se nos revele igualmente fugaz, igualmente fragmentaria: «Las pupilas descosen / la red del argumento», 11).
También la abulia y la falta de sentido copan Estudio de lo visible (2007), de Mariano Peyrou. A través del recurso a la ironía, la intrascendencia vital de un sujeto despojado de cualquier atisbo de heroicidad (Iravedra, 2016: 155) —«Eso es la aventura: modificar / un trayecto que se hace cotidianamente», 39— da lugar a un amplio despliegue imaginativo «en un intento / de avanzar contra la costumbre» (36). A través de una narratividad que juega a desplazarse por el ritmo acelerado y descoyuntado del pensamiento, la conciencia sobre la ficcionalidad, no ya del acto creativo, sino, tal vez por ello, de toda identidad y de todo relato vital («Todos fingimos, pero nos distinguimos / por el resultado de nuestras mentiras», 38), logra ofrecer una visión ampliada de «lo real», visto desde el zoom de la «deformación imaginativa» (Bagué Quílez, 2008: 64). Por esta vía se nos revela lo absurdo de toda tentativa («pensando como siempre que hay un sentido / bajo la casualidad. Buscan algo / que ignoramos; sólo si lo encuentran / podemos saber, tal vez, qué era», 18), desde la perspectiva de un sujeto para el que la «realidad» no parece abarcable, ni desde la mirada («Alguien ve en primer / plano lo que a los demás les parece rebuscado», 12) ni desde el lenguaje («pues es posible aislarlo pero no definirlo», 18). En este sentido, la obra refleja la actitud de toda una generación consciente de la imposibilidad de vuelo lírico, como ha venido repitiendo la crítica: «Se asomó a la ventana y levantó / su ropa mientras reflexionaba sobre lo bello / y lo sublime. Cuando salió se olvidó de algo» (27). De ahí que el reto esté no sólo en habitar la falta de respuestas sino, sobre todo, en asumir la inutilidad de las preguntas: «puedes hacer varias cosas con este árbol / […] / lo que no puedes hacer es entenderlo» (69-70).