POR CARMEN C. CÁCERES
Nos conocimos en septiembre de 2011 en la fila de una farmacia. Él estaba en la caja intentando recargar dinero en su línea de teléfono, pero por alguna torpeza, no lo conseguía. Llevábamos más de un mes enviándonos correos. Yo era productora del Festival FILBA y le había escrito para invitarlo a dar el discurso de apertura en el MALBA. Él había aceptado, «con gratitud y pánico», no sé si en ese orden. Editor de Sudamericana, redactor de Babel, conferencista internacional, fundador y editor de La Bestia Equilátera: un personaje conocido pero no del todo valorado; un editor respetable pero demasiado intelectual; un escritor exquisito pero incomprensible; un hombre querible pero no necesariamente querido. Supongo que entonces sentí cierto pudor, pero finalmente me acerqué.
–Luis, soy Carmen, del Filba. ¿Te ayudo?
Sonrisa amplia, como si más que conocerme, me estuviera reconociendo.
–Carmen. Por supuesto que vos sos Carmen del Filba.
No sé por qué nos hicimos amigos. Eran las 11:30 de la mañana y nos fuimos a tomar una cerveza con la misma naturalidad con la que dos compañeras de colegio se van a tomar una Coca después de clases. Ninguna incomodidad. Ninguna ambivalencia.
Siempre llegaba primero a nuestras citas. Lo encontraba esperándome en el Galeón o en el Tolón sentado junto a una ventana, acariciándose la barba con la mirada perdida. Creo que le gustaba llegar antes porque así no tenía que justificar un gesto tan simple como sentarse a tomar notas en un bar. Chitarroni llegó siempre temprano a nuestras citas y tarde a la literatura. Su relación con el tiempo era así, descabalgada, caprichosa. Escribía muy rápido, como si para él el placer llegara después, en los meses que eso pasaba puliendo sus textos. «¿Yo, un procrastinateur?», se defendía en 2017 cuando me contaba «el maravilloso celo del editor de la UDP, que intenta convertirme en un escritor ordenado». Daba tantas vueltas reescribiendo, que parecía que no quería publicar, como si sintiera demasiado respeto por la palabra impresa. Empezaba por los títulos, le sobraban títulos, tenía miles de títulos. Me acuerdo la tarde en la que, hablando se Swift, nos dijo que se podría escribir un poemario titulado Una inmodesta desproporción (publicado póstumamente por Mansalva). Uno de mis poemas favoritos del libro es «Plegarias para que me den el Nobel», donde enumera las razones por las que se merece el premio. «Porque los leí a todos, a casi todos» –dice, cosa que tal vez sea cierta, aunque creo que leía todo porque su corazón de editor no toleraba que se mencionara a una autora o autor que no conocía. Cuando es pasaba, conseguía un ejemplar, lo leía por arriba y en la mayoría de casos ganaba la tranquilidad de rechazarlos por dentro. También leía de todo porque necesitaba textos que corrieran las fronteras de la lengua, las posibilidades narrativas. La escritura con pretensiones innovadoras le parecía cursi, lo que él quería era el espesor del buzo enredado en el coral, domando la aspereza. «Porque me acredita la espera/ y he dedicado la vida misma / (sin pluscuamperfecto de imperfección) a amar / la literatura», sigue defendiéndose ante la academia sueca. «Deberían dármelo a mí» –cierra el poema– «que lo perdí al nacer / tan tarde».
Tampoco sé por qué jamás me intimidó su erudición. No tenía talento para disimular lo que había leído, la lectura era el camino por el que transitaba en este mundo, un camino para él tan legítimo como la química o el derecho penal. Era tímido y el name dropping literario le daba seguridad (como a tantos hombres de su generación), pero tenía la elegancia de alternar ingleses y entrerrianos, cantantes pop y filósofos, memorias de infancia y chismes de la escena internacional. La cara con la que lo recuerdo no es la del pelo hirsuto, la mirada grave y la barba prusiana a lo Marx con la que sale en las fotos que circulan. Sé que muchas personas se quedaron con ese Luis, con el lector exquisito, el reconocido editor, el experto en literatura anglosajona y, por supuesto, en Borges. Si te quedabas con ese Chitarroni, era fácil sentirte decepcionado cuando se iba por las ramas en un panel, cuando llegaba tarde a un evento o cuando aceptaba un encargo que luego no cumplía. Creo que lo que más le aburría del mundillo literario argentino era la seriedad con la que autores, editores y gestores culturales nos tomábamos a nosotros mismos. La cara con la que yo lo recuerdo es con la primera carcajada de la tarde, los cachetes colorados y a punto de soltar otro comentario iridiscente. Tenía un enorme talento para la risa. Incluso de mal humor era capaz de convertir cualquier conversación en un juego. Y yo –que no había leído nada, que era cobarde y no conocía quién era dónde ni por qué– en nuestra conversación también tenía de pronto 53 años y era libre, absolutamente libre en la imaginación.
No es que yo tuviera otro Luis: muchas personas teníamos este otro Luis. El que se burlaba de sí mismo y de nosotros, el que no bebía solo de la literatura sino de también de la publicidad, de los chismes de la música, de lo que fuera siempre que se le pudiera encontrar una segunda vuelta. El Luis que constantemente tenía un libro perfecto para regalarte, pero rara vez lo encontraba en su biblioteca. El marido de Alejandra, el padre de Pedro, el amigo de Gargiulo, el que quería leerle a mi hijo Roque, el que detestaba las prepagas médicas, las mudanzas y las recargas de teléfono en la farmacia. «El que no está ocupado naciendo, está ocupado muriendo», me dijo en uno de mis peores momentos en el exilio. Llevaba muy poco en Madrid, mi suegro había fallecido de cáncer y Luis fue una de las primeras personas en las que busqué refugio. Encontré una cita de Conrad para vos –me escribió unos días más tarde– «Words are always the foes of reality».
Es difícil para mí pensar qué extraño exactamente de Luis, pero en el fondo sé que es la conversación, siempre nuestra conversación. Hacía por lo menos tres años que no nos veíamos. La pandemia, la maternidad y los traslados, por un lado; los problemas de salud, de trabajo y las mudanzas por otro, habían transformado nuestras cervezas en una relación epistolar en la que los mails se volvían cada vez más elípticos y rápidos. En agosto de 2021 Sergio Chejfec me escribió: «Lo vi a Luis. Está muy bien. Flaco y un poco lento, pero entero y entrañable». No quiero ver las fotos del último año, prefiero pensar en él así: entero y entrañable. Es muy difícil encontrar a alguien que haya pasado por todos los estamentos del circuito literario sin perder un centímetro la fe en la lectura. Yo siento que Luis está vivo. No sé dónde, ni por qué. Supongo que es sólo porque lo necesito. En 2014 me escribió un poema del que no entiendo ni la mitad de los versos, pero me aferro a este: «se nota que nos envuelve y abastece / una embarcación invulnerable». En esa embarcación, mi querido Luis, yo te sigo conversando.