POR ERNESTO PÉREZ ZÚÑIGA

Fotografía de Miguel Lizana

 

1. El desván

Detrás de las líneas del desván estaba el hombre que las había escrito: la sutileza centelleaba en las frases como el polvo que ilumina un rayo de sol en una habitación secreta. «Es de los nuestros», me dijo Rosa Roucco, editora de mi primer libro de narrativa, que me iba a presentar con enorme generosidad el propio Luis Mateo Díez poco después, hace ya más de veinte años. «Ser de los nuestros» significaba que yo quería ser de los suyos: alguien para quien la literatura era tan valiosa como los tesoros que guarda Hades en el abismo. Alguien que quería convertirlos -abismos y tesoros- en palabras sin renuncia alguna, con la libertad entera de la imaginación y la devoción ancestral por las historias donde aguarda un lenguaje encendido.

Lo visitaba entonces en la Plaza Mayor, donde Luis Mateo Díez trabajaba en la biblioteca técnica del Ayuntamiento. Preguntar por él en la primera planta del número 27 se convertía ya en una experiencia peculiar, casi mágica, pues, a mi demanda, enseguida saltaba alrededor un estallido de cariño y de admiración por el maestro, algo insólito en los pasillos funcionariales.

El maestro, así lo llamaban en su despacho, así lo llaman en cualquier parte donde va. Él no pide el nombre, le sonríe quitándole importancia. No la tiene. Es un hombre que ríe con los ojos, sobre la nariz aguileña y la barba modernamente cervantina. Muchas veces, he pensado que es el escritor más parecido al maestro de maestros. Más allá del aspecto: la palabra natural, la invención libérrima, el habla firme y jocunda, la calma cordial, el andar de quien sabe y ha visto mucho, la amistad con un vuelo paterno y un aterrizaje horizontal en el corazón. Así lo recuerdo aquellos días.

Íbamos a un café de la Plaza Mayor, donde los camareros no sabían de franquicias. Cuídate de la literatura de franquicia, me venía a decir él. Cuida la obra, me dijo. Cuida lo que escribes y lo que publicas. Que sea siempre lo mejor que puedas dar, sin concesiones huecas. Tú, de pie, en la niebla de la palabra. Como le estaba viendo yo a él, de pie, dentro del tesoro del desván.

2. La mesa

Cuántas veces mis sueños sagitarios de mudarme a la estepa de Mongolia o a un palacio de Palermo se han detenido ante la posibilidad de perderme un nuevo encuentro con Luis Mateo Díez en cualquiera de los restaurantes madrileños donde quedamos con otros amigos imprescindibles. Junto al plato de Luis Mateo, una copa de vino blanco. Estamos empezando a conversar. Ha venido un fantasma de la memoria a visitarnos. Luis Mateo supo todo de él. Era un escritor que frecuentaba la vida y las revistas quizá hace treinta años, y que ha dejado unos pasos leves sobre la nieve. Luis Mateo lo rescata. El escritor, como Gulliver en el país de los gigantes, vacila entre las copas y los platos que se van vaciando. El pequeño fantasma se sienta entre las migas y escucha la conversación que vendrá: el último temblor en la sísmica política española, la novedad de un libro extraordinario, otro rescatado de una librería de viejo, un clásico del siglo XX que casi nadie ha vuelto a leer salvo Manuel Longares; películas, porque Luis Mateo Díez sabe de cine como nadie y ha visto lo que solo conocen las más selectas filmotecas de América, Asia y Europa, boquiabierto yo -porque Adolfo García Ortega se las sabe todas- y el pequeño fantasma que aún escucha entre las migas. El vino tinto ha sustituido al blanco en las copas. José María Merino ha traído para todos una concha nacarada extraída a pulmón de la primera isla del antropoceno; Ángeles Encinar, un libro donde ha vuelto a reunir a escritores y escritoras que escriben en su Ávalon particular. Somos un archipiélago vivo. Con suerte, acabamos en una de las Highlands tomando un whisky de turba.

3. El paseo

Podría suceder después de la comida. O quizá tras escucharle en una mesa redonda, donde Luis Mateo había hablado con radiante libertad en este tiempo pacato donde el discurso suele enredarse en las zarandajas del qué dirán y en lo políticamente correcto. No habla Luis Mateo Díez con suficiencia sino con valentía; sin solemnidad pero con sentido del humor; con indulgencia al tropezón en el laberinto de la aventura humana; y, a la vez, con una rotunda decisión de ser veraz y de aportar, a través de la palabra, la dignidad de ser voz del tiempo, voz de la vida, voz de la literatura.

Así le acompaño, por ejemplo, un jueves por la tarde de camino a la Academia, adonde lleva vocablos como piedras singulares y exactas del páramo; paseamos calle abajo de Alcalá hasta Cibeles, reactivando los pasos seculares de Valle-Inclán o de Sender, olvidándolos, hablando no ya de literatura ni de cine, sino de las cosas más íntimas, como si lo más importante estuviera sucediendo en el paseo, más breve que el resto de la velada pero más intenso. Las palabras, proyectadas hacia el ruido del tráfico, hacia la gente que pasa absorta en sus asuntos, parecen el alimento de la ciudad. La ciudad se bebe las almas en la canícula estival; también son el aguardiente de su invierno. Somos nosotros. Nuestras vidas. Mientras camino junto a Luis Mateo Díez, siento el privilegio de compartirla con él. De que él comparta la suya conmigo. Unas breves, intensas confidencias. Antes de que el taxi, el autobús, el cruce de caminos estén llegando.

4. El libro

Abro cualquiera de Luis Mateo Díez. Aquí ya no está la ciudad, al menos la gran metrópolis. Sí las Ciudades de Sombra. Pequeñas, intensas, inauditas. Los orfanatos. Desangelados colegios. Conventos con viruela. Trigales con fantoches en busca de su nombre. Páramos donde es difícil marcar un paso. Luis Mateo lo hace con peculiar maestría. Traza esa huella con una imaginación única, probablemente con la mayor audacia de inventiva de nuestra literatura actual. Los aparecidos en la mesa han encontrado cuerpo de fabulación. Muchas imágenes, muchos aconteceres son de vanguardia. Sin embargo, la fuerza narrativa viene de la profundidad de nuestros ancestros. Los muertos y los vivos se reúnen en personajes quebrados por el rayo de un sentido que no acaban de encontrar. Y el lenguaje de Luis Mateo Díez conjura nuestra mejor tradición literaria enhebrando, a partir de él, una propuesta por entero novedosa, tan singular y la vez tan universal como un rostro desconocido pero familiar en el espejo. Fascinante, incómodo. Revelador.

5. El espejo

Ese rostro -que no soy yo- me contiene. Me detengo en los ojos. La sabiduría y, al mismo tiempo, compañeras imprescindibles una de otra, la pregunta. Un dolor inevitable que, sin llevarse la victoria, ha labrado el acantilado interior de la mirada. En cada pliegue, centelleantes como la mica, la bondad y el buen humor. En la empalizada del iris, la dignidad honorable de la luz y de la tierra. Y, allí, encaramadas a los riscos de las pupilas, asomando como águilas, las palabras misteriosas y certeras a punto de volar hacia la página.

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