POR DAINERYS MACHADO VENTO

© Lara Lanceta
© Lara Lanceta

Regresar a La Habana, después de dos años y un mes de distancia, fue más difícil que soportar esa distancia. De lejos, el virus parecía haber detenido la economía, destruido el espíritu de la gente. De cerca, era claro que había sido todo más devastador. Me sorprendieron las cabezas bajas y el Malecón vacío. Tampoco pude entender el valor del dinero. Cualquier cosa que hace unos años costaba 20 pesos cubanos, ahora cuesta 100. Ni quienes viven en la isla logran predecir cuánto valdrá la comida al día siguiente. Se dan de bruces contra sus monederos, sacan y sacan billetes de colores que cada vez valen menos, los cuentan dos veces antes de protestar los altos precios. Una amiga que se fue de Cuba en 1960 y nunca más ha regresado, me pidió que le trajera, en mi vuelta a Miami, algunas monedas con el escudo cubano. Pude encontrar una de tres pesos, aunque no estaba segura de que ella la querría, porque esa tiene al Che por un lado. Le conseguí además un centavo de CUC, de esa moneda que el gobierno canceló el año pasado, justo en medio de la crisis. También le traje un peso de los que siguen circulando. Pero la verdad es que me gusta muchísimo más el centavo de CUC porque es una miniatura, tan pequeña como la uña de mi dedo meñique. Desde que tengo uso de razón, he coleccionado miniaturas. La primera crónica que publiqué en la revista Bohemia, recién graduada de periodismo, fue sobre esa colección. Cuando salí de Cuba en 2014, entre los poquísimos objetos personales que llevé en la maleta, estaba mi colección de miniaturas. Hay en ella un librero pequeñito, con tres libros de poemas muy cursis, un baúl de madera, un juego de cazuelitas de barro. En los dos años que viví en México nunca tuve en casa un espacio para ponerlas. Uno pensaría que un puñado de miniaturas caben en cualquier mueble, que es lo mejor que puede coleccionar un migrante; pero eso no es del todo cierto. En México las tuve dispersas entre mi mesa de noche y un pedazo del closet. Les pude agregar una tacita de talavera, alguna piedra de río, un caracol de la Huasteca. Pero nunca pude ponerlas en ningún estante, hasta que me mudé a Estados Unidos. A veces los pocos objetos que cargamos indican que uno ha llegado a alguna parte, incluso antes de que sus dueños seamos conscientes de ello. En La Habana, quedaron un perrito de barro, una bailarina en grand-pilé y un espejito redondo. Cuando uno se va de un país, nunca puede llevarse todo. Como esa colección de miniaturas, mi vida ha quedado dispersa. Por más que amé a México, allí nunca encontré un lugar propio. Tal y como les pasó a mis miniaturas, yo tampoco tuve un escritorio. Trabajaba en la mesa del comedor porque, aunque me fui a estudiar una Maestría, me convertí demasiado pronto en la novia de alguien y la dueña de nada; y me cambié a una casa donde no se me permitió mover ni un mueble. De todo lo que esto realmente significó, de todo lo que puse en riesgo, me doy cuenta mientras acomodo debajo de la mesa del televisor otra pieza pequeñísima que, ahora sí, traje a Miami desde La Habana. La gente me pregunta por qué he podido escribir tanto en los últimos años. Porque como a mi colección de miniaturas, a mi vida también le he puesto nuevas piezas y he dejado otras en el camino. Si en México nunca tuve un escritorio, convertí mi apartamento en Miami en un gran estudio, lleno de miniaturas. Ellas están por todos lados y tienen su lugar propio. Resulta que en esta ciudad aprendí a vivir sola, que entiendo la moneda y la cabrona política, que puedo prever la crisis y usar el transporte público sin preguntar direcciones. Si me guío por el destino de mis miniaturas, voy a terminar llamando a Miami «casa». Es cierto que me ha tomado casi seis años y que, quizás, pronto me tenga que volver a ir. Pero después de esto, donde esté, mi colección tendrá siempre que encontrar su espacio. Al final, es más que barro y madera.


Dainerys Machado Vento. Es escritora, periodista e investigadora literaria. Tiene una Maestría en Literatura Hispanoamericana por El Colegio de San Luis A.C., México, y está culminando su Doctorado en Estudios Lingüísticos y Culturales en la Universidad de Miami, ciudad donde radica desde 2016. Es autora del libro de cuentos Las noventa Habanas y de la investigación literaria El estruendo de Ciclón. La nueva revista cubana (1955-1959), ambos publicados por Katakana Editores en 2019 y 2022, respectivamente. Ha colaborado en medios como Letras Libres, Literal Magazine, Emisférica, Yahoo Noticias, entre otros de Estados Unidos, México, Argentina, España, Uruguay y Cuba. En 2021, la revista Granta en español la incluyó en su segunda lista de los mejores narradores jóvenes de la lengua. 

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