POR FERNANDO IWASAKI
Mis amigos, borrachos distinguidos.
Cerdos de las granjas epicúreas,
melancólicos a fuerza de placer.
Gente muy marcada de apellidos,
genios y figuras,
balas rasas menos conocidos en sus casas,
que en el fondo de la barra del burdel.

BERRÍO, «Mis amigos», 1971

 

Vaya por delante que no he nacido en España y que jamás he vivido en Madrid, lo que significa que mi visión de la movida será más perpleja que sociológica. Sin embargo, estoy persuadido de que la movida fue un fenómeno tan madrileño, que le resultaba igual de ajeno a un murciano que a un guayaquileño, y que a lo lejos daba lo mismo contemplarlo desde Cochabamba que de Villafranca de los Barros. De hecho, cuando llegué a Sevilla en 1985 y pregunté por las discotecas liberales, los hoteles por horas y los clubes de intercambio de parejas, mis nuevas amistades me respondieron muy ofendidas que la diferencia entre Madrid y Sevilla era «como de aquí a Lima». Y yo me alegré, porque precisamente venía de Lima.

En efecto, mi primera percepción de que algo había cambiado en España a partir de 1975 la tuve en mi colegio masculino de curas limeño porque, apenas murió Franco, los hermanos maristas más jóvenes abandonaron la congregación y regresaron pitando a España, donde las películas del Raphael seminarista y Marisol recorriendo Río de Janeiro fueron reemplazadas por unos filmes interpretados por desarropadas actrices de nombres eslavos como Nadiuska o Mozarowsky. Así, hasta Lima llegaban los rumores de que los españoles se gastaban pequeñas fortunas viajando a Francia para ver El último tango en París (1972), película que no solo ha envejecido mal sino donde ni siquiera se hacía el amor bien. Es decir, tranquilos, disfrutando y sin agobios. No creo que pueda demostrarlo, pero sospecho que lo que entonces gustaba en la España del destape era el sexo urgente, clandestino y pecaminoso, a punto de ser interrumpido, tal como lo recuerda Manuel Jabois (2011, p. 182):

Yo era un fan tranquilo de Ozores y de ese humor tan atropellado suyo, que si los huevos fritos y el cura, en ese disparate verborreico que me paralizaba en el sofá. Yo en el fondo soy también fan de aquel cine español del destape que veía a finales de los ochenta en ciclos que me aturdían un poco. Las bragas altas y las carreras por los pasillos, los señores en calzoncillos y medias hundiendo sus cabezas en las tetas de las macizas y los encuentros y desencuentros de cuernos y demás, con aquellos guiones terribles y todo lo cutre flotando alrededor, componían un cuadro bellísimo, que era el cuadro de la España de entonces: alocada y medio febril, con prisas por follar.

Si Manuel Jabois nació apenas en 1978, quiere decir que el destape y la movida no formaron parte de sus vivencias, sino más bien de su educación sentimental durante los años noventa. Me interesa hacer hincapié en esta perspectiva porque una cosa es considerar la movida como fenómeno contracultural y otra muy distinta como paideia o modelo educativo de las generaciones siguientes, «puesto que el desarrollo social depende de la conciencia de los valores que rigen la vida humana» (Jaeger, 1985, p. 4).

Mi hipótesis es que los protagonistas de la llamada movida madrileña tuvieron ambiciones más performativas y exhibicionistas que morales y pedagógicas, pero la traslación de sus filias, fobias y fantasías en canciones, películas, novelas y otros formatos plásticos se convirtieron en antimodelos apenas salieron fuera de la burbuja endogámica nocturno-madrileña donde tenían algún sentido. Pienso –por ejemplo– en el siguiente pasaje de Patty Diphusa (1991) de Pedro Almodóvar (1998, pp. 22-23), donde la protagonista ha salido de una galería de arte y quiere ir a la fiesta del artista de la exposición:

Se acercaron dos chicos. «¿Te llevamos a la fiesta?». Les dije que bueno, pero que antes me dejaran vomitar un poco, allí mismo. Después de vomitar me sentí mucho más tranquila. Con la calefacción del coche me quedé roque en seguida. Iba tan pa’llá que ni siquiera me fijé en ellos […]. A veces UNA se olvida de que es una BOMBA y de que con una BOMBA COMO YO ciertos hombres olvidan los buenos modales […]. Quiero decir que cuando me metí en el coche me dormí y que cuando me desperté no estaba en un lujoso chalet de Puerta de Hierro, sino en la Casa de Campo, tirada en el suelo, con el modelo hecho un guiñapo como si fuera una cantante punk, y un RABO atacando mi CLÍTORIS dormido. No di un grito porque no soy tan ñoña, pero mentalmente me formulé las típicas preguntas de «¿dónde estoy?», «¿qué hago aquí?», etcétera. Como toda respuesta recibí una hostia y un saludo tipo «no te hagas la inocente. Vomitaste solo para provocarnos. Puta». Siempre es halagador ver a dos hombres «ciegos de deseo» por ti, pero reconozco que tuve miedo.

Mientras uno me FOLLABA, el otro me pellizcaba los PECHOS como para cerciorarse de que eran auténticos. A pesar de las circunstancias hice acopio de todo mi charm y les dije que haríamos todo lo que quisieran, que no se preocuparan. Pero mi buena educación les sacó todavía más de quicio. Como no soy morbosa, y además no era la primera vez que me violaban, no pienso contar todo con pelos y señales.

La escena anterior es igual a muchas que podríamos encontrar en otras tantas novelas, películas, canciones o cómics de los años del destape y la movida, aunque leídas hoy se nos antojen gratuitas e innecesarias, como esta interpretación de la pederastia formulada por el poeta Luis Antonio de Villena (1995, p. 60), autor de Madrid ha muerto (1999), responso pagano de la movida:

[Un pederasta] no es un raptor ni un monstruo maldito. Frecuentemente es un añorante. Un ser que echa en falta un mundo mejor, un mundo armónico, primaveral, fuerte, nuevo y digno; un ser que tiene nostalgia de la beatitud, y profundo, poderoso anhelo angélico. Si el poeta stilnovista buscaba la donna angelicata, en casi idéntico sendero, en casi igual platonismo, el pederasta busca un ragazzo angelicato, al puer divinus. Adonis cuya sangre brota flores, dulce boca del garzón de Ida, osado, bélico Patroclo, el ardiente y suave Cipariso… El pederasta es un peregrino querubínico.

En realidad, ni Almodóvar quiso banalizar las violaciones ni Villena quería promover la pederastia porque ambos se limitaron a compartir sus quimeras e instigaciones en un contexto y un momento en el que todo parecía permitido y al mismo tiempo suponía ser transgresor, sofisticado y progresista, tras cuatro décadas bajo una dictadura mojigata y pezuñenta. La escritora Marta Sanz (2018, p. 118) –universitaria durante la movida– ha sido clara y rotunda al respecto:

[…] Lo que pasa no es que Almodóvar esté haciendo apología de la violación (esa sería la lectura literal, perezosa y castradora a la que estamos hoy acostumbrados), lo que pasa es que Almodóvar, a través de ese personaje, esa situación y esas palabras, expresa su deseo de salir de la caverna de represiones en la que estuvimos encerrados durante cuarenta años. Expresa el ansia de libertad sexual y depura, de sus demonios de suciedad y sus inhibiciones, el concepto de sexo. La hipérbole es la figura retórica con la que el director dice una cosa a través de otra: una cosa que no podemos decodificar sensatamente si no tenemos en cuenta la historia del texto almodovariano, las coordenadas discursivas e históricas en las que esa obra se ha construido.[1]

Sin embargo, a mí me gustaría añadir que esas «coordenadas discursivas e históricas» eran más susceptibles de ser dilucidadas por los mismos protagonistas y actores secundarios de la movida porque en el interior de la propia España, y sobre todo en América Latina, no existían ni los códigos ni las referencias que les permitieron a los madrileños decodificar semejantes hipérboles. Por decirlo en términos de Giorgio Agamben, la movida se consagró a profanar todo lo sagrado, ya se tratara de la tradición, la familia o la religión, del cuerpo, la inocencia o la convivencia civil:

La profanación implica, en cambio, una neutralización de aquello que se profana. Una vez profanado, aquello que no estaba disponible y se hallaba separado pierde su aura y es restituido al uso. Ambas son operaciones políticas, pero la primera tiene que ver con el ejercicio del poder, al que garantiza imprimiéndole un modelo sagrado; la segunda desactiva los dispositivos del poder y restituye al uso común los espacios que aquel había confiscado (Agambem, 2005, p. 101).

Sin embargo, fuera de la burbuja endogámica nocturno-madrileña de la movida, aquellas profanaciones –que no eran más que disfuerzos y bravatas– desasosegaron incluso a observadores progresistas recién llegados a Madrid,[2] mientras influían de forma impredecible en los imaginarios y la educación sentimental del resto del país. Y conste que todavía no hemos glosado ninguna obra donde se pueda apreciar la imagen de las mujeres que crearon algunos cineastas, cantautores o novelistas de la movida, quienes entronizaron la persuasión de que las mujeres libres, valientes y modernas eran las que se entregaban a una sexualidad sin prejuicios ni compromisos ni explicaciones, como en «La mujer que yo quiero» (1971) de Joan Manuel Serrat, «Una de dos» (1984) de Luis Eduardo Aute o «Medias negras» (1990) de Joaquín Sabina, por no hablar de otros temas interpretados por bandas como Nacha Pop («Chica de ayer»), Beirut la Noche («Ella se hizo monja») o Los Ilegales («Eres una puta»).