POR  RODRIGO HASBÚN

@ Lara Lanceta

Era una mesa firme, de buena calidad. La vendía una pareja joven que se iba de Ítaca, un pueblo universitario muy al norte de Nueva York, adonde yo acababa de llegar desde mi Cochabamba natal. Pagué los cincuenta dólares que pedían y la cargué hasta el cuarto que había alquilado unos días antes. Permaneció ahí dos años, pegada a la ventana por la que atestigüé inviernos interminables y veranos milagrosos, mientras iba acostumbrándome a la idea de esa nueva vida de estudiante de doctorado. Luego se sucedieron más cuartos en al menos ocho o nueve casas diferentes, en Ítaca primero y lejos de Ítaca después. A lo largo de ese peregrinaje doméstico, la mesa nunca dejó de estar a un costado, a veces soportando el peso de varias pilas de libros, otras abarrotada de papeles o completamente despojada (el desorden de la mesa es mi desorden: si no tiene nada encima es señal de que las cosas van bien por dentro, si está enterrada debo preocuparme), como a la espera siempre de hacerse más útil aún. 

Doce años después de comprarla, mi respuesta más inmediata a la pregunta sobre el lugar desde dónde escribo sería esa: desde la mesa a medio uso por la que pagué cincuenta dólares cuando acababa de llegar a Estados Unidos. Casi todo lo que he publicado a partir de entonces lo escribí inclinado sobre ella, con la computadora en medio. Su superficie ahora luce manchada y desportillada y desigual, y la recubre una capa de mugre que no logro quitar, pero sigue firme y nada de eso otro importa. Sí lo hace el hecho de que para mí esa mesa no es una mesa nada más. Es también, lo fue desde el principio, una suerte de pasadizo secreto entre el presente y el pasado, entre lo que fue siendo la vida y lo que pudo haber sido. Son distancias que en mi caso se evidencian sobre todo en las dos ciudades que habito ahora mismo: la Houston en la que terminé instalándome y la Cochabamba de la que al fin nunca logré irme del todo.

Houston es la energía de las doscientas cincuenta personas que se mudan a ella cada día. Es la proliferación de idiomas y religiones y culturas, el paisaje agrietado por decenas de autopistas tumultuosas, los talleres que dirijo en los que confluyen escritores venidos de cada rincón de Latinoamérica: venezolanas y colombianos, paraguayos y mexicanas, argentinas y chilenos. Es la extranjería radical, los espejos en los que difícilmente se ve nada, el presente que no da tregua. En Cochabamba, en cambio, algunos años cruciales siguen repitiéndose una y otra vez. Ahí están resguardadas la infancia y la adolescencia, las calles que son otras y las mismas, los muertos que todavía importan, el tiempo más lento. Cuando llegué a Houston me prometí pasar al menos dos o tres meses al año en Cochabamba. Sospecho que el verdadero regreso, sin embargo, se da a través de la escritura, donde el aquí y el allá terminan disolviéndose un poco. 

¿Desde dónde escribo entonces? Desde esas dos ciudades ubicadas a más de seis mil kilómetros de distancia, y desde la mesa casi vieja que las une, una mesa que es cada vez más un pasadizo secreto no solo entre ellas y lo que ya mencioné, sino también entre el deseo y la quietud, entre lo necesario y lo dañino, entre lo que persiste y lo que no. Más que de personajes y situaciones, más que de historias ruidosas o discretas, incluso más que de palabras, quizá esas sean las cosas de las que en última instancia están hechos los libros.


Rodrigo Hasbún. Nació en Cochabamba, Bolivia, en 1981. Ha publicado las novelas El lugar del cuerpo, Los afectos y Los años invisibles, los libros de cuentos Cinco, Los días más felices y Cuatro, y la recopilación de artículos y ensayos Las palabras [textos de ocasión]. Fue parte de Bogotá39, así como de la primera selección de “Los mejores narradores jóvenes en español” elaborada por la revista Granta. Dos de sus textos fueron llevados al cine y su obra ha sido traducida a una decena de idiomas.

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