POR  MARTA SANZ

1. Viajo en Metro, compro pan, friego la vitrocerámica, visito a mi madre y a mi padre, subo andando los tres pisos que separan mi casa de la calle. Leo y escribo. Navego por internet. Veo la televisión. Soy un ser humano, tan cansado como otros, y veo la televisión con el deseo de que me devuelva a mi infancia o me llene la cabeza de humo de oruga fumadora. He crecido con las cremas de cacao untadas en pan y los programas que no se podían elegir. Ahora, como en la infancia, no tengo televisión de pago. Pero veo la televisión y entiendo: el amor de viejecitas que bailan pasodoble con viejos mayores que ellas; la crueldad de las fiestas populares; el parte meteorológico; los programas de cocina. Echo en falta las entrevistas en profundidad y los modernísimos programas musicales con los que los ojos nos hacían chiribitas y estábamos a la vanguardia del universo catódico.

2. Veo la televisión y echo en falta los programas musicales; quizá estas dos premisas -una rutinaria, la otra sentimental- me llevan a formar parte de la audiencia de un espacio de la televisión pública española que, utilizando el prestigio del documental, es un programa del corazón. Escucho «Julio Iglesias» de Rigoberta Bandini y regreso a una infancia anterior a la suya. Los hijos de Julio Iglesias, ahora que papá cumple ochenta años, recorren su trayectoria: el niño bien del colegio de curas, el muchacho que fue portero de fútbol, un accidente de tráfico, la parálisis, una guitarra, el triunfo en el festival de Benidorm y, en Eurovisión, Gwendoline. Además, una boda, tres hijos, «De niña a mujer», la separación, revistas, «Hey, no vayas presumiendo por ahí», el durísimo trabajo del intérprete, locura en China, América a los pies del ídolo meloso, competente en inglés, residente en Miami, tan perfeccionista que, si quieres que un espectáculo funcione, has de poner al personal en su sitio, alterarte y decir: «¡Shit!».

3. El durísimo trabajo del intérprete. El durísimo trabajo de quien se toma en serio una carrera musical y está dispuesto a renunciar a tantas cosas para lograr el éxito. Los viajes de seis meses, las giras interminables, la vida de hotel. La soledad atenuada por la dolce vita, pero, al fin, la soledad. El público adora al cantante que no ha podido ver crecer a su niña y sus dos niños: siempre estaba tan lejos… Al final, merece la pena. Alcanza el estrellato, la ecuménica admiración, los millones de dólares. El reconocimiento y la parodia: vemos en bucle «Soy un truhan, soy un señor», en versión Tricicle, y se nos saltan las lágrimas de risa.

4. Renunciar a tantas cosas para lograr el éxito. Rocío Dúrcal se marcha a cantar rancheras y Junior se queda en casa para cuidar a la prole. Nos lo han contado mil veces. Hay quien nunca lo consigue. Hay quien convierte su vida en un itinerario constante y da la nota -do sostenido, monólogo de Hamlet, un tango, la escena del sofá- y, pese al entusiasmo, no llega. El viaje a ninguna parte. Cómicos. La precariedad de los oficios artísticos que se opaca el día que uno triunfa y borra lo demás. Pero no todo el mundo compra el palafito en Miami, el piso en Alcorcón. Artistas de las fiestas de los pueblos, con sus lentejuelas, no alcanzan un aplauso unánime y jamás han tenido tiempo para formar una familia o crear un lazo más allá del camerino. Militantes de la causa del espectáculo abandonan vínculo, poliamor, familia, y ni lo uno ni lo otro termina de salirles bien. No todos los cantantes melódicos tienen la suerte de David Bisbal que salió de la orquesta Sensaciones y hoy hace piruetas con el cuerpo y las cuerdas vocales. Los ojos cerrados. Hace gimnasia sincrónicamente con una bellísima esposa modelo. Para responder a la pregunta de por qué unos tienen suerte y otros no, quizá habría que buscar una respuesta política que vaciaría el concepto de suerte de la tranquilizadora y a la vez indomable volatilidad del azar.

5. Abandonan un vínculo. O lo sustituyen por vínculos sucesivos. O los desatienden y cada vez que se van de casa para iniciar una gira el hijo llora, la hija llora y, cuando por fin regresan, el niño y la niña han crecido mucho, pero el primero siente rencor y la segunda no reconoce a mamá. De estas cosas, sumadas a la ternura que permanece en los ritos de la casa y en los gestos de diva de una abuela que fue cantante -la vida cotidiana se llena de la gestualidad del espectáculo como simpático moho-, habla un precioso texto autobiográfico de Manuela Espinal Solano: Ya nadie canta (Caballo de Troya). La obcecación del arte, una vida artística de clase media -«a las cabañas bajé», «a los palacios subí»- nos hace dejarnos por el camino muchas cosas que, a veces, nos son devueltas; otras no. Pero es una vida irrenunciable. No la podemos parar de vivir. Nos agarramos a ella como a un clavo ardiendo. Una perspectiva femenina pone de manifiesto tres cosas: la adoración hacia la cantante divinizada en su sensualidad; la capacidad de las mujeres para generar el foco de calor en torno al que crecemos; el cuestionamiento de que las dos premisas anteriores sean deseables. La música lo borra todo, aunque ya nadie cante como se solía cantar: sin letra del karaoke, sin Auto-Tune, buscando acabar la nota limpia. Y una perfecta afinación.

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